|CAPÍTULO 7. Rosas|


La mente podría ser el arma más peligrosa de los humanos, irrefutablemente nunca podremos dominarla por nosotros mismos, los monstruos más terroríficos y enemigos más fuertes siempre existirán en nuestros miedos, en nuestros pensamientos a los cuáles no podremos huir ni tener escapatoria alguna, en esos campos repletos de rosas negras marchitas.

La hierba silvestre se movía con sutileza, se alzaba a la par del viento creando olas simulando un mar oscuro y tenebroso dónde podías esperar cualquier cosa, porque no era verde, era de un tono gris y monocromático, haciendo perfecto conjunto con la flora azabache y el cielo del mismo tono y nubes despejadas.

Chara le hacía paso a la hierba creando un ruido rasposo y roto. No existía rastro de lo que había sentido hace un rato... pero tampoco se sentía segura. Sólo una gran cantidad de curiosidad la atormentaba. Ansiosa siguió haciendo camino a través de la hierba mirando de vez en cuando a todos lados, ¿por qué este lugar le hacía tener un sentimiento entrañable?

No sabía cuánto más había caminado, como si el viento en un susurro le había avisado de la presencia de otra persona a la distancia distinguió una silueta de espaldas, corrió y corrió como pudo, apartando la hierba de su campo de visión cada vez que se acercaba aún más.

Lo perdió... ¿cómo pudo haberlo perdido de vista? Miró a todos lados, miró y miró, pero nadie, no había nadie en su mente, ¿pero por qué se sentía invadida, como si alguien más estuviera ocupando un lugar muy importante dentro de ella?

Llegó a un claro donde la hierba era apartada y pisada por alguien inexistente que nunca había estado en ese lugar al que sólo pertenecía a ella, o eso quería creer.

Una diadema dorada se hallaba en el suelo junto a una preciosa rosa azabache fresca.

La observó por unos momentos, recogiendola y acunandola en sus manos con confusión, luego alzó la mirada volviendo a mirar a todas direcciones, como si quisiera encontrar el dueño de ese objeto. Pero no, ahora sólo estaba ella, ella y su mente perdida a solas.

Parece que no me siento del todo bien —sonrió lastimosa recordando las palabras que había escuchado por el viento anteriormente dirigidas a ella.

...

Luego de su reunión con Undyne, Papyrus con pasos decididos había regresado a la calidez de su hogar, dónde posiblemente su hermano lo esperaba con el almuerzo ya hecho... tal vez, porque sabía que debía descansar.

Los monstruos se hacían a un lado bajando la mirada a la par que él caminaba con un aire de seriedad y respeto que irradiaba, no le desagradaba, pero tampoco le atraía esa atención que todo Guardia Real recibía, atención que no dejaban de posar su vista sobre él y pensamientos críticos hacia su persona. Por Hades, era una persona común y corriente como cualquier otra, un monstruo que estaba dispuesto a luchar por el bien e intereses del Rey y lo que el pueblo pida, pero fuera de ello, era un ciudadano más que ansiaba sentir el dulce aroma de la libertad y la conquista.

Deseaba descansar, al menos unas horas, porque sabía que estaría ocupando el trabajo que su hermano dejó a la deriva, trabajo que sabía que Sans no se sentía en condiciones de seguir. Pero como buen hermano menor que era y preocupado por su querida familia, asumiría la responsabilidad ajena. Al tocar el pomo de la puerta de su hogar, escuchó un susurro.

<<Ellas están cerca. Son dos, femeninas.>>

Volvió sobre sus pasos separándose de la puerta enseguida, y corriendo tras la mirada de algunos transeúntes de Nifás, en dirección al bosque dónde las auras se movían con angustia como en un mar de pena. ¿Será esta su oportunidad para darse a demostrar, para enseñar que podía tener total control sobre el ente en su alma como su hermano lo hacía? Su demonio burbujeaba como agua hirviendo esperando ser liberado, era mala señal, para su vida y para la de las ángeles. Él lo sentía, pero haría la prueba. Sino, ¿Con qué cara tomaría el lugar de Sans si ni siquiera podía controlar su propio poder sobrenatural?

...

El Rey estaba enfermo.

Asgore era bastante fuerte para cualquier enfermedad, no era por ser corpulento ni porque era el Rey era poderoso, no, le debía las gracias a esos seres que habitaban en él, que lo habían salvado, pero estaban siendo su llave para abrir la puerta de  la muerte en esos momentos.

En el suelo, con esfuerzo logró apoyar su felpuda y temblorosa pata en el sofá, rasgó con sus garras para tener mejor agarre y en unos momentos ya se hallaba respirando entrecortadamente sobre el sofá, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados esperando que el gran dolor en su pecho y abdomen disminuyeran, al igual que los susurros incontrolables en sus grandes orejas.

<<Te ves mal, Asgore>>

<<¿Ahora quién es el fuerte?>>

<<¿Ahora quién esperará por tí?>>

<<Tal vez muy pronto ya no volverás a ver la espalda de Toriel alejarse hasta perderse de vista>>

<<Eres débil, por eso estás muriendo>>

<<Este es tu castigo por no escuchar las voces de tu pueblo>>

<<Por no escuchar la sangre clamar desde la tierra>>

<<Sangre de todos a quiénes perdimos>>

<<Sangre que la carne de tu descendencia derramó>>

—Por favor... cállense... —clamó llevó ambas patas a sus orejas y bajo la cabeza.

<<¿Quieres que nos callemos? ¿Que sigamos consumiendote?>>

<<¿Darte lo que mereces, lo que merecemos?>>

<<¿Luz u oscuridad? ¿Matar o morir? Debes elegir si quieres vivir~>>

Un grito desgarrador inundó su garganta, clavó sus garras en su propio pelaje, este se teñia de jugoso escarlata y deseaba que pararan, que por favor pararan, que se detuvieran, dolían como el infierno, las risas seguían consumiendolo caprichosas cuál cascada infinita, porque no se detenían, ese castigo no se detenía, su alma ardía como la lava de Térmos, ¿Qué había hecho para ser merecedor de ese castigo? ¿Había pecado? ¿Había fornicado? ¿Blasfemiado? En el Hadal no existían los jardines felices, porque cada quién llevaba y arrastraba los fantasmas crueles de su pasado, al final, siempre los consumían hasta terminar siendo un montículo de polvo.

Polvo eres, polvo serás.

La sangre escurría por las garras de Asgore, hasta que paró, las voces pararon súbitamente, sus ojos se cristalizaron hasta parecer vidrios húmedos, y lloró, lloró en silencio, tal vez por horas, hasta que unos guardias encontraron al Rey con esos ojos vidriosos abiertos, inconsciente. A su lado en el brazo del mueble, una rosa negra descansaba, con un pétalo caído.

Los pétalos de su vida empezaban a decaer.

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