10 de enero 2019.

—¿Por qué te gusta leer? —inquirí curioso. Tenía tantas ganas de hablar con él.

—No sabía que te interesaban tanto mis gustos —replicó Rogers, encogiéndose de hombros—. Después de todo, no soy más que el chico al que te encanta golpear en los baños.

—Si lo pregunto es porque estoy interesado —espeté con un tono agresivo que hizo temblar al más pequeño. Claramente amaba molestarme.

—Bueno, me gustan porque me enseñan que la vida solo vale cuando la plasmas en un libro. Un libro que podrá leer cualquiera y conocerá lo trágica que fue o es tu vida. Es sumamente trágico e irónico —sonrió el rubio de contextura delgada.

—¿Trágico e irónico? —cuestioné, esperando la respuesta de Rogers. Cada día se volvía un completo misterio para mí.

—Trágico porque la vida no se vale por sí misma, e irónico porque a nadie le interesan los problemas de los demás, pero leen los libros donde se plasman los problemas de otras personas, reales o ficticias —respondió Rogers, cerrando el libro que estaba leyendo.

—¿Eso es lo que piensas de la vida?

—Eso es lo que la vida y las personas me orillaron a opinar —reparó el rubio, subiendo las escaleras del puente que daban a la avenida. Hasta allí llegaba el camino y la conversación para mí.

Ambos nos separamos, pero no dijimos nada en absoluto porque nos veríamos mañana en la escuela y la rutina sería igual. 

Nota: Ese día descubrí que Ángel Rogers, el rarito de mi clase, era mucho más raro de lo que imaginé.