XXVII. Acróstico
Añoro la locura de tus manos,
anhelo también ese rojo escarlata,
esas dosis de tu sonrisa en llamas
y el castaño de tu mirada furtiva.
Deliro por la brisa en tus cabellos,
critico tus procedimientos
mientras me escondo en tu pecho
fingiendo querer soñar.
Deberías, no, debes
asfixiarme de a poco
deslizando tus crueles labios
acechando mi garganta.
Pierdo la razón,
nublas mi juicio a placer.
Fijaría mi presencia a mares
y así, sumergirme en tu piel.
Eres tan... cómo sea.
No es mi objetivo definirte.
Redactaría diccionarios y libros
con tus variados adjetivos.
No tienes remedio, querida:
tu fragancia gélida a carmesí,
pasión y simple belleza...
una pócima de la que beberé.
Acaricia mis miedos y temores,
trataré a tu averno con dulzura.
Préndeme fuego y déjame solo,
que volveré a por ti hecho cenizas.
Visítame cada noche, sin pausa,
da melodía a cada verso que escriba.
Podría desear no tenerte,
y bajar a los infiernos por ti.
Podría... ¿Tú podrías?
Escribiré hasta desfallecer,
alegorías y encantos nocturnos,
enamorado ¡nada más!
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