Epílogo

Ya no es asunto mío, cariño. Se lo dejo más nada que al destino, o al menos, a las que lo hacen efectivo.

Hace unos días decidí, por curiosidad, salir de esta inmensa oscuridad donde me abandonaste hace eones o semanas, que no percibo más el tiempo. Descubrí que aún ríes, vives y cantas; la partida se jugó a tu favor. Mientras yo buscaba mis emociones en el Estigia, tú -sobre el Olimpo- me veías con indiferencia.

Iba a descansar permanentemente, pero tenía que pagarle a un barquero viejo y desgraciadamente, no logré hacer que cobrara mi pasaje. Entonces me quedé de este lado y quise volver contigo, pero tampoco conseguí escapar de este lugar para atormentarte.

Así que decidí que, si no lo hago yo, que te atormenten entonces mis palabras.

Acá, en el Tártaro, conocí de casualidad a tres hermosas doncellas con las que conviví todo este tiempo. Repudiadas por aquellos falsos que se hacen llamar «dioses» y temidas por los que conozco a diario que se hacían llamar «mortales». Aprendí de ellas que los pecados, cualesquiera que fueren, siempre terminan pagándose. Tan solo basta con desearlo.

Y ahora, amor mío, solo deseo que Alecto te haga sangrar los ojos.

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