𝐓𝐄𝐑𝐂𝐄𝐑 𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎:
𝐓𝐄𝐑𝐂𝐄𝐑 𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎:
❝𝐑𝐄𝐓𝐑𝐀𝐓𝐎❞
<<Pero, ¿quién era él?>>
𝟑𝟏 𝐝𝐞 𝐨𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝟏𝟖𝟔𝟏, 𝐒𝐨𝐫𝐫𝐨𝐰 𝐖𝐢𝐥𝐥𝐞
Llovía el día en el que Lawrance encontró el retrato. De hecho, aquella fue la razón que lo hizo aventurarse a la biblioteca aquella tarde. La lluvia llevaba cayendo profusamente sobre el pueblo desde hacía dos días, anulando cualquier deseo de salir a pasear por los boscosos alrededores de su nuevo "hogar", y debido que Barnabas había estado muy atareado cuidando de los hijos del quesero, a los que había ordenado reposo en cama por un fuerte catarro, el Alfa no había tenido más que hacer que vagar por la enorme propiedad sin más compañía que la que le otorgaban sus propios pensamientos.
Tras dos días enteros dedicados a aquel propósito, concluyó para sí que el Allenbrought Estate carecía de los grandes e inquietantes misterios que auguraba su tétrica fachada. Ni pasadizos secretos ocultos tras el anticuado papel tapiz, ni cuadros que escondían reliquias familiares; solo un interior que mezclaba elementos arquitectónicos de una fortaleza del medievo y del barroco. "Para ser una casa encantada", ironizó al segundo día, después de solo haber encontrado unos polvorientos tapices flamencos y un par de atroces sillones rococó (5) protegidos del polvo por una sábana amarillenta, tras una tarde entera de exploración, "es todo un aburrimiento. Ahora mismo agradecería que algún fantasma viniese a atormentarme, y uno que no fuese Barnabas, para variar". Aquel pensamiento le arrancó una carcajada.
De repente, un grave sonido rebotó en las paredes como el eco en las montañas, como si algo se hubiese precipitado de las alturas. El Alfa se sobresaltó.
—De acuerdo — murmuró nerviosamente —: Nada de meterme con mi marido y su familia.
El sonido se volvió a repetir, ahora más bajo, pero Lawrance pudo identificar de dónde provenía.
"La biblioteca", pensó, y corrió hasta ella.
La biblioteca era una habitación espaciosa, dotada de un alto ventanal cuyo vitral representaba el blasón de la familia —un campo de azur profundo con un cuervo de sable con las alas abaissé (6)—, una sólida chimenea de estilo isabelino (7) labrada en madera noble y piedra gris y más de un millar de libros encuadernados en piel y terciopelo que comenzaban desde el suelo hasta las molduras de ébano del techo. Al entrar, reparó en que todos los libros seguían ocupando su lugar, y que nada había caído de la repisa de la chimenea.
Volvió la mirada hacia la pared frontal, desde la que siete u ocho generaciones de Allenbrought lo escrutaban con su mirada llena de superioridad. Después de haber pasado el día anterior observándolos, concluyó en que todos ellos estaban cortados por el mismo patrón — caras huesudas y cetrinas, ojos y cabellos negros y una mueca desdeñosa grabada en los finos labios—, a tal punto que no habría podido distinguir a uno de otro de no ser por las ropas. Casi no había mujeres, y las pocas eran tan despectivas y poco agraciadas como sus contrapartes masculinas. Y sus nombres, escritos en una pequeña placa ovalada en la parte inferior del marco, eran siempre bíblicos y se repetían constantemente: Enoch, Gideon, Moses, Barnabas...
Debía haber algo más, algo que se le escapaba, algo que...
La punta de su zapato chocó contra la chimenea, y solo entonces, reparó en el borde de un marco de madera que sobresalía discretamente de una de sus esquinas. Guiado por la intriga, lo extrajo. Estando atascado en su angosto escondite, aquello le costó, pero tras el cuarto tirón, logró desencajarlo por fin.
Se trataba del esmerado retrato de un joven aristócrata. El modelo estaba sentado en un fondo oscuro, inapreciable debido a que la pintura no se había conservado del todo sobre el lienzo. Su rostro tenía ángulos suaves y estaba terriblemente demacrado, como si estuviese cansado y enfermo. El joven tenía el cabello rizoso, negro como el pecado, y facciones que ya había visto en los anteriores retratos, solo que un poco más embellecidas. Al bajar la vista, descubrió que alguien había arañado con un punzón la placa donde debía figurar el nombre y la fecha del cuadro, con tanta fuerza que había resquebrajado la madera pintada de dorado a su alrededor, aunque, por el ancho cravat de seda oscura que llevaba, la blanca camisa y el solemne abrigo negro (8), supo que se trataba de tiempos más recientes que la mayoría de cuadros que ocupaban la pared, aunque no pudo acertar a decir de qué año o qué década exactamente. La única pista que tenía era la firma de su pintor, que figuraba discreta en una esquina inferior del cuadro, escrita en una pulcra y afilada caligrafía: A. Everling.
Se quedó turbado. Era un hombre hermoso, pero había algo desolador en su mirada perdida. Se inclinó, tratando de observarlo por segunda vez, cuando un gañido metálico se hizo sonar en la distancia. Era la verja de la mansión siendo abierta. Estuvo a punto de dejar caer el cuadro por el sobresalto.
"Ha estado escondido allí durante años", pareció susurrarle su lobo al oído, "y así debería seguir siendo. Si Barnabas lo ve, a lo mejor..."
No necesitó pensar más. Se apresuró a devolver a su escondite antes de ir a recibir a su "querido" esposo con una sonrisa nerviosa. Pero incluso al saludarlo, no pudo dejar de preguntarse, ¿quién era él?
Aquella noche cenó con Barnabas. El Omega se había animado a cocinar por fin algo decente, como forma de festejar que había logrado curar al par de mocosos de su resfriado del tres al cuarto. El kedgeree (9), servido en la usual fuente de porcelana de ceniza de hueso (10) y con la acostumbrada cubertería de plata, desprendía un agradable aroma a pescado ahumado y a mantequilla.
Mientras el Omega hablaba del tiempo y de sus pacientes, Lawrance se permitió estudiar su rostro con los ojos entrecerrados. A su pesar, podía comprender a aquellos que lo creían un impostor, un farsante disfrazado de Allenbrought. El Omega era delgado y largo como un junco, cuando los retratos de cuerpo habían mostrado que los Allenbrought eran más bien pequeños y anchos, su cara era más alargada y su piel era pálida en vez de cetrina, a juego con su lacio cabello rubio níveo, casi plateado. Los únicos rasgos que compartía con los Allenbrought eran los ojos, aunque los suyos eran más bien de un gris tormentoso en vez de negros, y sus finos labios. Sus labios... Le costó recordar aquel fugaz beso ante el altar que los había convertido en Alfa y Omega, pero a pesar de lo delgada que era su boca, no recordaba que hubiese sido necesariamente desagradable. De hecho, había sido...
—Estás muy observador esta noche, por lo que veo — comentó de repente, haciéndolo abandonar sus pensamientos, que muy probablemente habrían tomado un rumbo un tanto impío. "Cálmate" se dijo a sí mismo, pero su lobo parecía compartir aquella opinión.
—Siempre soy un admirador de tu hermosa cara, querido mío — mintió galantemente, pero aquello no causó ninguna reacción apreciable en su marido, quien bajó la mirada hasta su plato y siguió comiendo en hosco silencio, como si el piropo le hubiese sabido a mentira.
—Hoy has hecho una buena comida — continuó, tratando de sonar sincero — No siempre es así.
Cayó en cuenta que lo que había dicho era poco adulador demasiado tarde, pero así como con el piropo, la expresión de su marido fue tan helada como si estuviese hecho de hielo en vez de carne y hueso.
—Comprendo — contestó fríamente. "En verdad que hace justicia a su apodo", pensó el Alfa, mientras un amargo silencio caía en el comedor. Su padre y su hermana habrían montado en cólera de ser criticados, Washington se habría entristecido, minimizado, como siempre lo habían tratado. Los Pemberton siempre habían estado bullentes de emociones... Pero su esposo no era un Pemberton, y comenzaba a dudar que fuera un humano con sentimientos también.
—Me gustaría hablar contigo de eso — dijo con torpeza — Aprecio tus esfuerzos en la cocina, pero creo que...
—... no son suficientes, ¿verdad? — lo atajó sin ganas. El Alfa asintió. Si aquello afectó a Barnabas, éste no lo demostró.
—¿Podrías hacerlo mejor, por favor?
—¿No preferirías aprender a cocinar para preparar tu mismo tus comidas preferidas?
—No — contestó con franqueza. —No te pido que cambies todo el menú... Solo que al menos hagas un mejor almuerzo...
Barnabas alzó la mirada hasta él, y mientras que el Alfa habría esperado encontrarla ofendida, la vio brillante de desafío.
—El "mejor almuerzo" se gana, Lawrance, no se le da a uno por su cara bonita — enfatizó — ¿Sabes como se llaman a los hombres que traen el pan a la mesa?
El otro negó: — "Ganadores del pan" (11), así se les dice — continuó — ¿Quieres desayunar como un rey? Gánatelo, entonces. No pienso convertirme en tu criado no pagado solo porque seas mi marido — concluyó, mortalmente serio.
Tras un tenso silencio, el Alfa rió.
—De acuerdo — bromeó — Entonces dame algo en lo que trabajar. Yo sugeriría que decorador de interiores — se rió, aunque el gesto del Omega se había tornado duro como el granito — Porque este lugar necesita tener un aire un poco menos... fúnebre. ¿Lo pillas?
—Tengo un trabajo mejor para ti — dijo, incorporándose de la mesa — Duerme bien esta noche, querido.
Al día siguiente, estaba metido hasta los tobillos en el barro.
5)
6)
Nota de R:
🎵Oh, who is sheeeee?🎵
Os debía muchos capítulos que no publiqué desde mayo, así que aquí tienen un ✨MaRaTóN✨ del matrimonio más desastroso que ha escrito este teclado.
Ahora, las preguntas de siempre:
-¿Quién era el hombre del retrato y por qué su cuadro estaba escondido y su nombre había sido quitado?
-¿Qué creéis que Barnabas planea para Lawrance?
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