𝐒𝐄𝐆𝐔𝐍𝐃𝐎 𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎:



𝐒𝐄𝐆𝐔𝐍𝐃𝐎 𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎:

❝𝑹𝑼𝑴𝑶𝑹𝑬𝑺❞

<<No puedo permitirle que hable así de mi esposo>>



𝟐𝟗 𝐝𝐞 𝐨𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝟏𝟖𝟔𝟏, 𝐒𝐨𝐫𝐫𝐨𝐰 𝐖𝐢𝐥𝐥𝐞

Lo primero que anunció su despertar fue un escalofrío. El frío matutino había tomado posesión de la habitación aun a pesar de que la ventana había permanecido celosamente cerrada durante el transcurso de la noche, y una vez fuera del refugio que de las muchas sábanas en la cama, su cuerpo se enfrió con tanta rapidez que creyó que para cuando saliese al pasillo ya habría pescado un resfriado. Tampoco es que se encontrase bien: su primera noche bajo el techo del Allenbrought Estate sido larga e insomne, ora por la extraña sensación de aprensión que lo había asaltado al entrar a la mansión, ora por los sonidos chirriantes e insoportables que habían dado comienzo al poco de acostarse y que lo habían mantenido en vigilia hasta casi el alba. 

Apretando los dientes, se desnudó y se vistió casi al momento con una camisa blanca y pantalones color pizarra. Al terminar, se encaminó a la cocina, donde el olor a desayuno era a penas apreciable.

—Buenos días, Lawrance — lo saludó Barnabas, sin molestarse a mirarlo a la cara. Estaba de espaldas a él, cocinando una abominación cuyo color y textura le recordaron a yeso aguado. 

—Qué... ¿Qué es eso? — murmuró, ignorando su saludo, más asqueado de lo que habría estado si hubiese encontrado una rana muerta flotando en su sopa. 

—Vaya... — dijo, y a pesar de que su tono y rostro permanecieron dolorosamente neutros, Lawrance creyó distinguir que un destello de preocupación asomaba detrás de sus gafas — Pareces una máscara mortuoria.

—Muy halagador por tu parte, querido mío — ironizó sin humor alguno, aunque sabía que no había mentira alguna en sus palabras — Ahora dime algo que no sepa, como por ejemplo, que es eso que estás cocinando.

Barnabas no pareció amilanarse ante el tono desdeñoso de su voz.

—Porridge. ¿A caso no lo habías probado antes?

El Alfa reprimió un gesto de repugnancia y falseó una sonrisa cínica: —No.

¿Gachas? Si aquello era lo que desayunaba, no le sorprendía que aquel Omega estuviese tan flaco y descolorido como un espantapájaros. No duraría ni un mes si su esposo se dedicaba a "alimentarlo" tan precariamente. No obstante, Lawrance sentó a la mesa y recibió el cuenco con cara de circunstancias.

—¿Puedo saber quién o qué te ha quitado el sueño esta noche? — preguntó Barnabas, sentándose al otro extremo de la mesa con su desayuno medio comido.

—Nada — dijo lacónicamente, elevando la cuchara hasta sus labios — Parece ser que las ratas, o, en su ausencia, el viento, honró mi llegada con una sintonía de... crujidos en el piso de arriba. No  he dormido demasiado. 

—¿Te da miedo esta casa?  

Lawrance calló. Sintió como dentro de su pecho, su orgullo lanzaba un gañido agonizante, como herido de muerte por el comentario. Antes de que pudiese replicar con la ferocidad que le imbuía el ego maltrecho, la mirada de su esposo se desvió a la ventana.

—No creo que vuelva a llover hasta la noche, así que puedes salir a conocer el pueblo. No es que vayas a descubrir nada interesante, pero quizás te guste ver la fuente o la iglesia, o tomarte una bebida en la taberna, antes que quedarte aquí mirando los cuadros familiares o las telarañas del sótano. 

—Pensaba que me presentarías el pueblo tú.

En la mirada del Omega destelló algo indefinible. Apuró las pocas gachas que aún quedaban en su plato y se incorporó.

—En este pueblo soy más extraño de lo que lo es un forastero como tú. Si vas conmigo del brazo, te señalarán inmediatamente como mi marido, y créeme, aquí no te lo harán encontrar ... halagüeño.



Las campanas de la iglesia tañeron lúgubremente, y Lawrance no pudo evitar que un estremecimiento lo sacudiese.

A penas unos minutos después de haber abandonado la colina y la densa fronda que la arropaba, se dio cuenta que Sorrow Wille hacía justicia a su deprimente nombre. A la luz del día, aquella durmiente aldea a los pies de la colina que había visto fugazmente la noche anterior no era más que un pálido fantasma, con viejas casas de fachadas despintadas y habitantes esquivos que parecían observarlo con sospecha cuando creían que él no miraba. Un río de aguas grises lo sesgaba en dos, y pudo ver a mujeres de rostro macilento y serio lavar pesados canastos de ropa en la orilla. 

Después de corroborar que Barnabas tenía razón y que allí poco había que ver, buscó refugio del creciente frío en la taberna. Aquel lugar tenía un aspecto tan pueblerino y gris como los escasos parroquianos que allí se encontraban, y nada de lo que ofrecía era mucho mejor que el patético desayuno que el Omega le había servido horas atrás, así que se limitó a ocupar una chirriante silla al lado del hogar y disfrutar en silencio de la calidez que emanaba. Después de un rato al calor de la chimenea se incorporó, dispuesto a irse, pero una repentina conversación lo hizo detenerse.

—He oído que el Omega de Hielo ha vuelto al pueblo después de un tiempo, dicen que con compañía — señaló un Beta que bebía en la barra. Lawrance se quedó quieto, con la mano aún aferrada al respaldo de la tambaleante silla.

—¿Un pariente? — sugirió la taberna, mientras colocaba una de las jarras de cerveza en un curvo gancho metálico.

—No lo creo, Ann. Ya sabes que el último Allenbrought murió con... Bueno — pareció incómodo al mencionarlo — Tú-ya-sabes-quien. Y que ese impostor sin feromonas ni color que ahora se pavonea como amo y señor de la casa y cabeza de la manada está tan solo como el perro de un ahorcado.

—Los Allenbrought, ja — la mujer dejó escapar una amarga risita, mientras apoyaba los rollizos codos en la barra — Menudas joyas que eran los desgraciados esos. Odiaban este pueblo con pasión y sin compasión, pero estaban tan arruinados que esto era lo único que les quedaba. El viejo cuervo de Enoch Allenbrought  habría casado a su hijo con su propia hija antes que permitir que una sola gota de sangre común "manchase" la estirpe, pero la sangre y la semilla ya eran débiles en ese entonces y solo tuvo a un chico blando y torpe, a pesar de que se casó una segunda vez. Era de admirar que fuese el muchacho quien sobreviviese el cólera antes que él o su madrastra, pero mejor habría sido que se hubiera muerto con ellos. Se habría ahorrado un dolor... Y el concebir al fenómeno de circo que es Barnabas Allenbrought.

Lawrance no pudo seguir oyendo. Se movió con brusquedad, derribando la silla y una mesa en su camino hacia la barra. Hasta los parroquianos más silenciosos que bebían al fondo de la taberna se giraron para mirarlo, entre alarmados y entretenidos por lo que estaba por venir. 

—Señora, con todo respeto, no puedo permitirle que hable así de mi esposo ni de su familia — escupió al llegar. La tabernera lo miró con desprecio.

—Así que eres el nuevo... — dijo la mujer, sin molestarse en disimular su desdén — Dime, muchacho, ¿cuánto te ha pagado ese rarito para que le hagas compañía? Porque, que yo recuerde, hasta hace poco, los Allenbrought eran más pobres que las ratas de la alcantarilla. La última vez que tu Omega y su "familia" bajó al pueblo fue para mendigar comida. ¿O es que caso estás con él por lástima?

—Silencio... — advirtió, cada vez más tenso.

—Y, me pregunto yo — continuó ella — El porqué de que te hayas casado con él, cuando no es un verdadero Omega. ¿Qué buscas en él, dinero? No lo tiene. ¿Belleza? No lo tiene. ¿Hijos? Saldrán igual que él: Extraños y...

¡Silencio!

Hasta el tiempo pareció congelarse en el lugar cuando aquellas palabras abandonaron sus labios. La mujer estaba tan encogida como si hubiese recibido un puñetazo en el abdomen, y solo cuando el eco de su voz de mando se perdió en el silencio, volvió a hablar, transida de ira y de humillación a partes iguales.

—En este establecimiento no se permite la voz de mando — manifestó, aún contraída — Márchese, Lobo, y vaya a defender a su engendro a otra parte.

Lawrance no puso pegas a aquella orden. Abandonó la taberna con un portazo tan violento que estuvo a punto de arrancar los goznes de la madera. Jamás en su vida se había dejado llevar por su Lobo, y mucho menos había usado su voz de mando contra alguien. Se sentó al lado de la fuente, tratando de encontrar la calma y el aliento perdidos. ¿Cómo podían odiar tanto a Barnabas?

—Disculpe, joven — una afable voz llamó su atención — Noté que en la taberna no recibió un merecido acogimiento, por lo que he venido yo mismo a presentar mis respetos.

A su lado había un hombre que pasaba de la quinta década. Tenía un rostro común, arrugado y pecoso, enmarcado por una barba entrecana que aún exhibía vetas castañas. Su menudo cuerpo desprendía un vulgar olor a lana y a animal que lo delataba no solo como un simple Beta, sino como un granjero. 

—Amos Dutton, de la granja Merryfields — se presentó.

—Oh, yo soy Lawrance, Lawrance Pemberton.

El Beta estrechó su mano respetuosamente y le sonrió.

—No crea ni por un momento que las cosas que ha oído en ese tugurio son verdad. Los Allenbrought no son... eran — se corrigió —, tan terribles como los han pintado, y su marido no es ningún engendro. De hecho, le debo mucho al doctor.

Aquello despertó la curiosidad del Alfa: —¿Por qué? 

—Cuando la señora Dutton cayó enferma, hace ya algunos años, no estábamos en la mejor situación económica — dijo, y su semblante, antes sonriente, adquirió una expresión taciturna — El anterior doctor del pueblo ya se había retirado y los que había en Morpeth exigían un pago demasiado elevado para lo que yo podía pagarles. Entonces, tu esposo, fresco de la facultad, me ofreció su ayuda incondicional. Mi Bessie murió en el transcurso de dos meses, pero hasta el último momento, el doctor cuidó de ella y se aseguró que no sintiese miedo ni dolor. Cuando todo acabó, se negó a recibir mi escaso dinero, diciendo que no debía pagarle por algo que no había conseguido. Desde entonces, siempre le dejo algo de comida cuando paso por su casa, aunque se bien que ni todos los huevos de codorniz o las cestas con pan o frutas que le deje en la puerta podrían pagar lo que hizo por mí.

Lawrance permaneció en silencio, gratamente impresionado.

—Como ve, le tengo mucho aprecio al doctor, así que si algún día quieren venir a mi granja a tomar un té y pastas, o quiere venir usted solo, siéntase más que libre de ir cuando quiera — al ver que el Alfa asentía, el hombre sonrió — Dele saludos de mi parte cuando vuelva con él, joven. 

Lawrance le sonrió mientras el Beta se marchaba.

No importaba la noble naturaleza del ofrecimiento: no pensaba ir a merendar a una mugrosa granja en su vida. 



Nota de R:

Guess who's back again.jpg

Hay algo fundamente mal en el Allenbrought Estate, la inquietante mansión donde se desarrolla esta historia, que está envuelta por un halo tan trágico como legendario: todos y cada uno de sus dueños perecieron en circunstancias cada vez más sórdidas, conforme la descendencia fue reduciéndose hasta el punto en el que, al comienzo de la historia, solo queda un Allenbrought con vida, Barnabas, quien aparentemente es un paria social a quienes la extensa mayoría de aldeanos tratan con desdeñoso rechazo. Pero (spoiler no tan spoiler) este rechazo no se debe solo a su apellido, sino a otra cuestión más.

Cosas a tener en cuenta:

-Un personaje mencionado muy superficialmente en este capítulo va a ser uno de los grandes enigmas de la historia.

-El buen Amos Dutton no desaparecerá en la narrativa, sino que, de hecho, aportará mucho a ella, y al relato de quienes eran los Allenbrought.

-Lawrance va a emprender su propio camino de descubrimiento personal y humildad... A las malas.



Un moodboard de Sorrow Wille




Un moodboard del Allenbrought Estate


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