𝐐𝐔𝐈𝐍𝐓𝐎 𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎



𝐐𝐔𝐈𝐍𝐓𝐎 𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎:

𝐏𝐀𝐍

<<Pero la traición nunca llega de aquellos de los que la esperas, si no de aquellos a quienes muestras tu vulnerabilidad, de aquellos en los que tuviste el mal criterio de amar>>




𝐀𝐪𝐮𝐞𝐥 𝐦𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐝í𝐚𝟏 𝐝𝐞 𝐧𝐨𝐯𝐢𝐞𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝐒𝐨𝐫𝐫𝐨𝐰 𝐖𝐢𝐥𝐥𝐞


Barnabas acompañó con la mirada a Lawrance hasta que su esbelta silueta se perdió tras una esquina de la granja. Solo entonces tomó las fuerzas para volver sobre sus pasos y encaminarse a la mansión que, como tantos años antes de su boda, lo esperaba fría, silenciosa y, sobretodo, vacía.

El bosque lo recibió con un rumor de ramas y viento. Alzó el rostro para mirar al cielo que podía verse entre las ramas y, frunciendo el ceño, supo con certeza que aquel día no era sino el preludio del cruento invierno que se avecinaba. Las nubes ya no gestarían tormentas, sino nieve y granizo también. Se imaginó el bosque en hibernación, los árboles desnudos y las ramas trémulas, y la nieve como un sudario sobre el suelo, y aquella lúgubre imagen le hizo revivir el miedo cerval, imborrable, que sufrió años atrás al esconderse allí durante días enteros. Se golpeó suavemente la frente, como tratando de disuadir a aquellos recuerdos a seguir entrando en su mente. El bosque estaba lleno de terrores, pero era un refugio, y era sagrado. Y el pasado...

"Entierra a tus muertos, Barnabas", se increpó a sí mismo con aquella severidad con la que solía hacerlo, "solo así descansarán... y solo así quizás tú también". Pero una parte de él sabía que no era posible: Hacía cerca de dieciocho años, cuando tan solo era un cachorro, la paz y la inocencia lo había abandonado para ya jamás regresar. "Y no solo ellas", le recordó una voz en su cabeza con crueldad, una que le había inspirado terror y dolor en sus primeros años, pero se negó a dejar que sus palabras calasen en su embotada mente.

No obstante, antes de reencontrarse con Lawrance, por espacio de uno o dos años, había logrado cierta estabilidad de la que había carecido durante toda su vida. Una marcada rutina, una existencia frugal y, con suerte, noches en las que poder dormir sin que las sombras del ayer se apoderasen de sus sueños; aquello era lo que había aspirado desde que había comenzado a tener uso de razón, y lo que había conseguido... Hasta que Lawrance entró en su vida, dio con sus debilidades y fingió llenar sus carencias. "Hasta que la farsa comenzó", matizó la misma voz, con un punto de perversa satisfacción.

Ahora descubría a qué extremo desconocía a Lawrance. Durante su breve relación y los meses que habían precedido a la boda, su fachada se había mantenido inmaculada como un mausoleo recién lustrado... Pero, por muy pulcro que fuese su exterior, siempre habían cosas pudriéndose dentro. A lo sumo, lo había tomado por un Alfa algo arrogante y burlesco, pero no traidor. Nunca traidor. "Pero la traición nunca llega de aquellos de los que la esperas, si no de aquellos a quienes muestras tu vulnerabilidad, de aquellos en los que tuviste el mal criterio de amar", se reprochó internamente, y se dio la razón a sí mismo. Lawrance... el verdadero Lawrance, lo aquella ensoñadora quimera que le había mostrado para conseguir su egoísta y descorazonador objetivo, no era más que un ser vano y astuto que lo había elegido con fría premeditación, como hiciera un depredador que, desde su escondrijo en la maleza, acecha a una presa distraída. Un consumado actor, que había representado el encantador papel por el que Barnabas había caído a sus pies. Un despiadado bromista, que no había dudado en burlarse de su ingenuidad con sus amigos. Y un narcisista acostumbrado a lujos y a lisonjas que jamás perdonaría al Omega por haberlo "arrastrado" a la sencilla vida en el campo y al trabajo. No sería capaz de apreciar un paseo por el bosque, un puñado de bayas, una noche de lectura ante el hogar mientras la lluvia caía afuera, cosas simples e insustanciales que para Barnabas suponían una pequeña pero efectiva alegría, y que siempre había deseado compartir con alguien.

Un familiar graznido lo distrajo de sus consternadoras cavilaciones. Morrigan descendió de la delgada y desnuda rama de un alerce hasta posarse el muro cubierto de musgo vecino y le dedicó una de sus perspicaces miradas. De cuatro años de edad, aquel inteligente cuervo lo había acompañado en sus últimos años cursando la Facultad y había sido su más fiel amigo, incluso más que Bruno y que Washington... Ahora que pensaba en ello, debía enviarle un telegrama. Su estado de salud había mostrado un lento y silencioso declive desde que viajó de Francia a Inglaterra para ayudarlo a preparar la boda, con días en los que actividades físicas, que antaño realizaba con facilidad y soltura, le provocaban fatiga, además de que había sido víctima de síntomas tan poco halagüeños como repentinas jaquecas, calambres abdominales y una perpetua congestión nasal. Además, sus feromonas desprendían un olor extraño, con un toque a algo que Barnabas recordaba haber olido, aunque no podía recordar con exactitud en quién ni en qué circunstancia.

El cuervo reclamó su atención dándole un suave golpecito en los nudillos con su pico. Ya fuera del tormentoso reino de sus pensamientos, Barnabas le acarició en la cabeza con el pulgar muy suavemente y luego, tras asegurarse de que nadie había para oírlo —y acusarlo, como muchos habían hecho con su familia, de bruja, de practicante de las artes oscuras u otros términos mucho menos favorecedores para su ya denostada reputación—, le habló.

—Ven, Mor. Tengo algo de maíz para ti.

Como si le hubiese entendido, el cuervo abandonó el muro y lo siguió dando saltitos.




—Calienta ese horno, primor, porque vuelvo de ganarme el pan — anunció una voz cantarina. Al oírlo decir aquella frase, Barnabas no pudo evitar mirar al techo, como preguntándole a sus dioses por qué habían puesto precisamente a aquel hombre en su camino y con qué fin. Con. Qué. Maldito. Fin.

—Veo que has sobrevivido, esposo — dijo a modo saludo. Lo miró analíticamente por encima del marco metálico de sus gafas. Lawrance llevaba la fina ropa tan sucia que un mudlark se habría persignado tan solo de verlo, supo si le sorprendió más ver al Alfa cubierto de paja y barro, o ver que no parecía en absoluto desagradado por ello. Ante su repentino escrutinio, el Alfa esbozó una sonrisa retadora que en otro tiempo le habría cortado el resuello... Y que seguía haciéndolo, solo que en aquella ocasión no mostraría emoción alguna ante ella, como habría hecho meses atrás.

—Quería aguantar al menos un día para saborear los frutos del éxito — manifestó con socarronería — Y para echar sangre, sudor y lágrimas y así dejarte tranquilo. 

Barnabas negó para sí mismo y, tras mirar por segunda vez la horrorosa suciedad de sus ropas, se puso detrás de él.

—Hey, ¿qué haces ahí atrás? — preguntó el Alfa, entre curioso y complacido por su atención.

—Quitarte el abrigo, ya que no te veo hacerlo — gruñó, mientras le desprendía de la prenda — Está tan sucio que podría manchar cualquier superficie en el que lo dejes, incluso el cesto de la ropa sucia. Y el chaleco, por todo lo que es santo que ni que diez lavados van a quitar toda esa roña. Y... Oh, por Bagda, tu camisa está sucísima también.

Estaba deliberando si quitarle los pantalones y tirarlos al fuego o dejarlos en remojo con jabón al arsénico cuando notó la mirada de su esposo encima suya, sus ojos como fuegos de color azul verde.

—Cariño, si quieres desnudarme, preferiría que lo hicieras en la habitación, o en el baño. Como verás, estoy muy cansado después de un día entero de trabajar como para acostarme contigo así  — lo interrumpió con voz suave.

Barnabas palideció como si lo hubiese amenazado de muerte. Cuando logró recuperar la coherencia, se subió las gafas al caballete de la nariz.

—Tienes la boca más sucia que las cloacas de Londres y la mente aún más, si cabe — espetó, tratando de que el temblor que aquellas palabras habían causado en sus miembros no trascendiese lo suficiente como para que Lawrance aludiese a ello con un comentario peor — Ve al baño, date una buena ducha y ponte algo limpio. Yo pondré la mesa.  

Lawrance lo miró divertido, aunque creyó detectar cierta decepción como una sombra en sus pupilas.  

—De acuerdo, ¿algo más?

—Debo advertirte que hoy tenemos visita. Es mi cuervo — anunció, agradecido de poder abandonar por fin aquel peligroso rumbo que había tomado la conversación —. Y, antes de que digas nada, no es ninguna mascota, pero lo crié y no va a picarte en los ojos ni a robarte ninguna cosa brillante.

—Entonces, ¿es como un amigo tuyo?

—Si — contestó cautamente. Aquel era un terreno peligroso, en especial debido a lo malo que sería para él si trascendía que tenía un cuervo en calidad de "amigo".

Se puso la mano en la frente con un gesto de exacerbado dramatismo.

—Oh, que cruel destino el mío, tener que competir por el amor de mi persona amada con un cuervo.

Barnabas lo miró y se marchó a la cocina sin decir nada. Allí, trasladó la leña que tenía hacinada en un cesto y la puso en el hogar, que encendió con una cerilla, y tras asegurarse de que el fuego crepitaba de manera apropia, se lavó las manos metódicamente y se las secó con un trapo blanco con innecesaria insistencia, tratando con escaso éxito de apartar la imagen de su marido semidesnudo de sus pensamiento.

Exhaló con una mezcla de hastío y culpabilidad. Por primera vez en años, su razón, que lo había mantenido vivo, era incapaz de ganar a su corazón, y aquello era una agonía.  Y era por culpa suya. Por culpa de Lawrance.

A veces se culpaba por su debilidad, por lo rápido que había caído en su trampa... Pero recordaba aquella primera mirada intercambiada, la fiera intensidad latente en aquellos ojos turquesa, y , cuando se desviaron en otra dirección, la certeza de que ya nada sería lo mismo jamás.




Nota de R:

"Oh, que cruel destino el mío, tener que competir por el amor de mi persona amada con un cuervo"

      -Aegor al darse cuenta de que su enemigo mortal es el amante de Shiera. (Referencias que solo estudiosos de ASOIAF entenderán).


Actualización en tiempo récord porque: Charlie, hoy vengo inspirado.jpg




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