𝐏𝐑𝐄𝐋𝐔𝐃𝐈𝐎:



𝐈'𝐦 𝐧𝐨𝐭 𝐮𝐩𝐬𝐞𝐭 𝐭𝐡𝐚𝐭 𝐲𝐨𝐮 𝐥𝐢𝐞𝐝 𝐭𝐨 𝐦𝐞, 𝐈'𝐦 𝐮𝐩𝐬𝐞𝐭 𝐭𝐡𝐚𝐭 

𝐟𝐫𝐨𝐦 𝐧𝐨𝐰 𝐨𝐧 𝐈 𝐜𝐚𝐧'𝐭 𝐛𝐞𝐥𝐢𝐞𝐯𝐞 𝐲𝐨𝐮   

Friedrich Nietzsche 







𝑨 𝑽𝑶𝑾 𝑶𝑭 𝑳𝑰𝑬𝑺

Conquistar a su propio esposo y a su fortuna no iba a resultar tan sencillo como  creía.




-𝟎-


𝟐𝟕 𝐝𝐞 𝐨𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝟏𝟖𝟔𝟏, 𝐋𝐨𝐧𝐝𝐫𝐞𝐬

La nacarada luz del mediodía se derramaba sobre Londres cómo una clara y vaporosa cortina. En las calles, los viandantes ya comenzaba a vestir gruesos abrigos para mantenerse resguardados de los primeros síntomas del otoño que ya se anunciaba en la palpable frescura del clima, y el cielo sobre la ciudad era blanco e inmaculado, como si se vistiese para la boda que tendría lugar en media hora en la Southwark Cathedral.

Mientras el novio se demoraba inexplicablemente en la tarea de vestirse, Bruno Hauser y Washington Pemberton, dos de sus mejores amigos, si no los únicos, lo aguardaban sentados en la salita, con aquella inequívoca expresión de aburrimiento que tiene alguien que lleva casi una hora esperando a otra persona a que termine de vestirse impresa en sus facciones.

—¿Y quién más decías que iba a venir a la boda, Washington? — preguntó en un tono monótono Bruno, esperando que la respuesta lo distrajese de la larga y tediosa espera. 

—Algunos amigos de Lawrance. Johnny Saltman, Daniel Cannard, Roch Aguillard y Denis Rideau, creo.

—Ah, los conozco. Unos canallas de primera clase. Se ve que no les tengo en muy alta estima, pero en fin — comentó Bruno. Contempló el rostro de Washington, extrañamente pálido y fatigado — ¿Te encuentras bien? Te veo un poco descompuesto.

Washington asintió con lentitud —Lo estoy. Sólo me pasa que desde que llegué, he estado sintiéndome muy cansado. El viaje, los preparativos, supongo. Mi marido también se ha preocupado por eso.

—¡Ah! Alfas siendo Alfas. Sus parejas sienten la más mínima de las molestias y ellos actúan como si creyesen que están moribundos. Tan exagerados... — rezongó, para luego decir — ¿Cómo vas, Barnabas? ¿Ya te has vestido o te has hecho uno con el ropero?

—Muy gracioso — contestó el otro en un tono ácido desde el probador — Pero no acostumbro a vestirme... así

—Ya, como sea, termina pronto que de aquí a la catedral hay trecho y no quiero que te pongas histérico por llegar tarde.

—Ya voy, ya voy...

Barnabas abandonó el vestidor, vacilante. La luminosidad que surgía de la calle y que se colaba por la ventana dio de lleno sobre él, iluminando su vestido de bodas. Incluso para un día de lujo y despreocupación como aquél, Barnabas había elegido la austeridad, otra vez. Era un vestido liso, de seda color marfil con cuello alto de encaje y una pequeña corona de azahares coronando el velo.

—Y bien, ¿cómo me veo?

Los dos intercambiaron una fugaz mirada entre ellos.

—Estás... — comenzó Bruno, para luego quedarse en blanco.

—¿Presentable? — aventuró Barnabas con cierto recelo. Lo último que deseaba aquel día era suscitar comentarios procaces entre los invitados y hacer el ridículo. Porque él era Barnabas, el "amargado", "el solitario", el Omega "que no parecía uno". Y aparecer vestido así, después de años desafiando las convenciones con sus levitas y pantalones...

—Maravilloso — terminó Washington, sonriéndole con ternura —Muy maravilloso. Pareces un... no sé, ¿un pavo real blanco, quizás? ¿Un armiño invernal con encajes? ¿Un cisne con falda? ¿Un...?

—Por Dios, Washington, era darle un cumplido, no hablar de todo los animalitos blancos que conoces — después, se giró a mirar a Barnabas — Lo siento por el lapsus, pero es que nunca te había visto con algo de este color... ni mucho menos dentro de un vestido.

En la distancia, comenzaron a sonar las campanas y Bruno se alertó.

—Bueno, yo me marcho ya a la catedral. No pienso hacerme de rogar tanto como vosotros — se despidió con cierta socarronería.

Washington lo vio marcharse y sonrió un poco. 

—Por cierro, aquí tienes tu ramo — le dijo, mientras se lo tendía. Barnabas lo recibió con cierta incredulidad

—Lavanda, peonías y ¿camelias? No es una elección muy usual. Supongo que habrá una razón para ello, ¿no?

—¡Claro! Para ello hay que entender el lenguaje de las flores.

—Pues ilústrame — lo incitó Barnabas. Washington carraspeó.

—Bueno... La lavanda, aunque sea una flor hermosa y fragante, representa la desconfianza. Las peonías, son el alivio que supone la presencia del otro. Y las camelias, el amor latente, eterno...intacto, a pesar de todos los infortunios vividos.

Barnabas se quedó en silencio, pues comenzaba a experimentar una creciente intranquilidad por lo oído.

—¿Crees que irá bien? — preguntó repentinamente, mientras Washington se acercaba a bajar su velo y a acomodar la tiara sobre él.

—¿La boda? Por supuesto. Lo has planeado todo muy bien, y a los invitados les encantará.

—No... — repuso suavemente — El matrimonio.

Aquella era una duda que lo había asaltado algunas semanas atrás. Pensando en frío, haber aceptado la repentina propuesta de matrimonio había sido algo peligrosamente precipitado. Aunque encantador, su futuro esposo no estaba exento de escándalos. Único hijo del poderoso Elias Pemberton, a Lawrance lo precedía una reputación escandalosa ya en la época de la Academia, y a la joven edad de veintiún años que tenía ese día, ya era por todos conocido que su gran apetito carnal lo había llevado a pasar incontables noches en lechos ajenos, por no mencionar su larga lista de amantes. Lawrance era fiero, bohemio y descaradamente insolente, rasgos que en una ciudad tan puritana y moralista como lo era Londres lo habrían condenado al ostracismo social, de no haber pertenecido a la Manada Pemberton. Y de no haber sido tan atractivo

Washington detuvo los arreglos y se giró para mirarlo directamente a los ojos.

—Barnabas, Lawrance puede llegar a ser a ratos un poco salvaje y... voluble, pero no dejes que eso te cause incertidumbre acerca de vuestro futuro. Cuando habló de ti en la cena de vuestro compromiso... Estoy seguro de que él sabrá hacerte feliz. Muy feliz. Lo mereces.

El nudo en su garganta cedió y se sintió reconfortado por las palabras de su amigo.

—Ahora, déjame que termine de arreglar esas flores, porque a este paso cuando lleguemos a la iglesia, lo que estarán celebrando será la Misa de Todos los Santos (1)


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-𝐈-

𝐂𝐞𝐫𝐞𝐦𝐨𝐧𝐢𝐚

Todos los rostros se giraron para ver entrar al novio a la catedral. 

Barnabas caminaba como un autómata, esforzándose en que las piernas no le cimbreasen a cada paso que daba. Sentía las miradas clavarse en él como diminutos pero certeros estiletes, pero trató de aparentar indiferencia. El único escrutinio que verdaderamente le importaba era la del hombre que lo esperaba, sonriente, en el altar.

Lawrance Pemberton.

Era alto y esbelto como una lanza, pero su sonrisa, amplia y con hoyuelos, evitaba que tuviese una apariencia tan intimidante como la del Alfa de Washington. El blanco y los colores claros de su chaleco y demás prendas favorecían mucho el tono bronceado que exhibía su piel y su corto cabello castaño oscuro, y realzaba aún más el turquesa de sus ojos, que lo observaban caminar hacia él entre juguetones y enternecidos.

El Alfa extendió una mano en su dirección, que él aceptó espontáneamente, y lo asió de la muñeca para ayudarlo a arrodillarse sin esfuerzo ante el altar. Se lo agradeció con la mirada.

Por un momento, se giró para mirar a sus amigos. Washington presenciaba la boda desde uno de los bancos más próximos a los novios, siempre junto a su Alfa, Étienne. Bruno contemplaba la escena apoyado en uno de los pilares de mármol, cruzado de brazos y con una expresión de soberano aburrimiento que cantaba a los cuatro vientos lo mucho que quería que la ceremonia diese comienzo de una santa vez.

El cura comenzó a hablar, citando pasajes de la Biblia y enunciando las ineludibles responsabilidades maritales, pero Barnabas se sentía entre las nubes. Pronunció sus votos con serenidad, aunque por dentro no podía contener la emoción. Cuando fue el turno de Lawrance, este se giró para encararlo.

—Yo, Lawrance Pemberton, te tomo a ti, Barnabas Allenbrought, como mi legítimo esposo y Omega, para honrarte y alegrarte, para sostenerte y protegerte, desde este día hasta el último, en los buenos y en los malos tiempos, tanto en la prosperidad como en la miseria, sin importar si es en la salud o en la enfermedad — sus manos cobijaron las suyas en un apretón — Y mil veces maldito aquél que intente separarnos, porque no lo logrará.

Barnabas sintió como un escalofrío le ascendía por la espalda.

—Yo os declaro esposos. Ahora, compartid un beso para sellar eternamente vuestra unión.

Barnabas sostuvo su mano, acariciándola levemente con el dedo pulgar y, escrutándolo con unos ojos tan tiernos que creyó que se ruborizaría, lo atrajo hacia él y lo besó.

La pequeña risa triunfal que emitió después de separarse de Barnabas quedó sepultada bajo el estruendo ensordecedor del casi centenar de aplausos y felicitaciones con que los invitados celebraron a los recién casados. "Diablos, todo está siendo más fácil de lo que me esperaba".



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-𝐈. 𝐈-

𝐂𝐚𝐦𝐛𝐢𝐨 𝐝𝐞 𝐫𝐨𝐩𝐚

El vestido por el que cambió el que había usado durante la ceremonia también era muy hermoso, y apropiado para la fiesta que se había trasladado al Brown's Hotel, en el opulento barrio de Mayfair. Confeccionado en suave tafetán azul zafiro, las lazadas a su espalda lo ceñían a su cuerpo de una manera que él encontraba muy íntima. Su cuello estaba cubierto por la gargantilla de dos vueltas de perlas que Washington le había obsequiado cuando se hizo público el compromiso con Lawrance, y había prescindido de las gafas de lentes redondos que acostumbraba a usar en todo momento. Aún sin ellas, la imagen que le ofrecía el espejo de marco barroco del cambiador le resultaba tan favorecedora como desconocida. "Es un poco incómodo", pensó inevitablemente para sus adentros, "echo de menos vestir mis camisas y pantalones, pero la boda no va a durar eternamente". Consolándose con ese pensamiento, salió de allí y caminó por el pasillo que desembocaba en la salida a la sala de eventos. 

Accidentalmente, pasó cerca de una habitación con la puerta descuidadamente entreabierta, por la que se filtró una risa conocida, que lo hizo detenerse.    

Dentro de la habitación, Lawrance se había desprendido del chaleco de seda blanco y los pantalones azulados que había llevado durante la ceremonia y, con la ayuda de uno de sus caballeros de honor, comenzaba a enfundarse unos pantalones de pinza color gris paloma y una ligera americana negra ribeteada de botones plateados.

—¿Negra? — preguntó uno de los caballeros, Denis Rideau, creía que se llamaba, mientras que, recostado de lado en el diván, apuraba un generoso trago del brandy que se había servido en uno de los pequeños vasos de cristal tallado — ¿No es un mal augurio para los sajones vestirse de ese color en un día tan alegre como una boda?

Lawrance lanzó una ligera risa que Barnabas encontró algo desasosegante. 

—Por eso mismo — dijo, con la voz aún airada por la carcajada — "Ellos" lo ven como un gran día. Para mí es... ¡una gran farsa!

Todos rieron entre dientes, y Barnabas comenzó a sentir como una repentina tensión se asentaba en su estómago y garganta. 

Lawrance comenzó a fingir bailar con alguien imaginario.

—Oh, Dios mío, Dios mío — dijo, mientras daba vueltas, incentivando mas risas histéricas — Deberíais haberme visto en la iglesia, cuando el buen cura me hizo decir los votos matrimoniales, y yo los dije con un sentimiento que habría hecho llorar a Shakespeare — se sentó en la silla, llevándose una mano al pecho con un gesto dramático — Todos debieron pensar que lo decía en serio. Supongo que las clases de actuación con mi maestro han dado sus frutos. 

—¿Por qué te casaste con él, entonces? — preguntó uno de ellos, que Barnabas sabía que se llamaba Johnny Saltman.

—Porque mi padre así lo dispuso. Me dijo "¿te acuerdas de ese chico que iba cuatro años por delante tuyo en la Academia y que era amigo de Washington? Es un Omega, y un Omega solo y rico. Ya sabes lo que debes hacer". Y yo siempre sé lo que debo hacer.

Barnabas se sintió desfallecer. 

—Tan rico... y qué entendible que esté solo — apuntó Roch Aguillard con su profundo acento créole — Hoy se ha afanado para verse lindo para ti, pero de igual sigue sin encajar. Un Omega pálido y descolorido, que no huele y ni siquiera se digna a actuar como uno... Está claro que no está hecho para ti.   

—¡Ni para nadie! — canturrearon entre risas Denis Rideau y Daniel Cannard.

—Bajad la voz, o de lo contrario alguien podría oíros — pidió Lawrance, aunque aún mantenía una sonrisa de oreja a oreja en su cara.

—¡Bah! Que nos oigan. Estoy seguro de que todos los invitados opinan lo mismo que nosotros, ¿verdad que sí, Roch? — se burló Daniel Cannard. 

—Y dinos, amigo — preguntó Johnny, imitando la voz de un confesor — ¿Cómo te sientes y acerca de tu anterior vida libertina ahora que estás casado? ¿Te arrepientes?

Lawrance sonrió lentamente. 

—Amigo mío, ahora que el yugo del matrimonio pesa sobre mi cuello, no puedo dejar de añorar haber estado solo y libre antes. Os recomiendo a todos que no sigáis mis pasos y cometáis el mismo error. Prefiero sufrir este cautiverio yo solo — contestó con dramatismo. Otra vez, Barnabas oyó las nocivas risas de los caballeros de honor.

—No te lamentes por eso, porque la próxima vez que vengamos te traeremos a un Omega o a varios con los que sí vale la pena pasar el rato — agregó Johnny Saltman

Daniel Cannard y Johnny Saltman prorrumpieron en una escandalosa carcajada que rechino en los oídos de Barnabas como un cántico infernal. Lawrance terminó de vestirse y se atusó el cabello rápidamente.

—Ahora que estoy de punta en negro, permitidme que vaya a reunirme con mi maridito y complete esta obra por fin.

Barnabas oyó los pasos avecinarse a la puerta y palideció. Antes de que la manija se girase, corrió a esconderse dentro de una habitación cercana. 

—¿Cariño, has terminado de vestirte? — preguntó en un tono dulce — No puedo esperar a verte. ¡Seguro que estás aún más hermoso que antes, si cabe!

"Me ha mentido" pensó, "me ha mentido completamente"

Y desde ese momento de realización, todo se volvió oscuro de nuevo.



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-𝐈𝐈-

𝐁𝐚𝐧𝐪𝐮𝐞𝐭𝐞


—¿Me estás escuchando?

Barnabas cabeceó, despertándose de su ensoñación. O, más bien, de su larga y silenciosa pesadilla. A su lado, Bruno lo escrutaba con unos ojos perspicaces que conocía demasiado bien. 

—No. Lo siento, estaba ensimismado — "vacío".

—Ah, como sea. Te estaba preguntando si quieres que le pida a los músicos que toquen alguna pieza en específico. El vals nupcial va a ser pronto.

—No. Diles que toquen lo primero que se les ocurra — y, antes de que Bruno tuviese oportunidad de preguntarle la razón detrás de su repentina y ostensible apatía, añadió — estoy seguro de que sabrán sorprendernos para bien.

El joven lo miró con la misma mirada intrigada, pero se marchó a acatar su orden.

Barnabas caminó hasta la mesa, donde todos lo esperaban. Su alrededor fluía como un incesante río de bendiciones y gestos de congratulación; en el suelo comenzaban a apilarse los regalos de bodas, y en la larga mesa, llena de candelabros de plata y ostentosos arreglos florales, estaban servidos varios aperitivos y postres. Pero, a pesar de lo maravilloso que todo se suponía que era, él estaba serio como una piedra.

Washington tampoco parecía muy animado por el banquete. El dulzón olor de los postres, lejos de abrirle el apetito, parecía resultarle nauseoso, a juzgar por su expresión ligeramente asqueada. Después de un rato, se acercó tímidamente a él, acompañado por su Alfa.

—Barnabas... Lamento esto, pero no me siento muy bien ahora — le dijo con un tono apagado — ¿Me dejarías irme ahora? 

Él asintió con un nudo en la garganta, y la pareja se retiró deshaciéndose en disculpas.

Después de aquello, se sentó, rígido como un espantapájaros, y sin dar más que un desabrido "hola" a su recién marido. Giró la cabeza para ver el bullicio a su alrededor, tan lejano como el eco en una montaña.

Era curioso. Los invitados americanos de Lawrance y los ingleses de él mismo no tenían a penas algo en común que no fuese el idioma. Mientras que la sociedad inglesa condenaba al ostracismo social a aquellos que no seguían al pie de la letra sus rígidas etiquetas y complejas normas no escritas, los americanos solo requerían de saber beber sin perder la cabeza, montar un caballo con valentía, ser un cazador decente y saber tratar con cortesía a las señoritas para ser considerados señores. Eran desinhibidos, ruidosos y completamente ignorantes del escándalo que causaban con solo beber directamente de una botella de vino o sentarse a horcajadas sobre su  silla.

Lawrance no era mucho mejor. En la sala palpitaba el denso calor de los muchos invitados que la ocupaban y el que las estufas de leños que habían apostadas en las esquinas exhalaban, y Lawrance no había tenido mejor idea que desabrocharse los primeros botones de la camisa. A pesar de ello, actuaba con desenfado y naturalidad, deslumbrando a todos los invitados con su inacabable y acogedor sentido del humor y su actitud "sinceramente enamorada" por Barnabas. 

Desde que se había sentado, Lawrance le había hablado palabras tiernas a las que él respondía con un mudo asentimiento o un sonido afirmativo, le había servido un plato con fresas y nata (2) y había apoyado su mano en su hombro en un gesto que todos encontraron romántico, pero que a Barnabas le resultó dolorosamente impostado.

—Tienes un poco de nata debajo de la barbilla, justo... ¡aquí!

Limpió una mancha que sentía ficticia con la servilleta de lino y luego depositó un fugaz beso justo allí. Lawrance parecía engañosamente juguetón y cariñoso, como si no se hubiese casado con él por interés horas atrás. Barnabas empujó el plato, en gesto de no querer continuar comiéndolo. 

—Deberías comer más, Barney — le sugirió Daniel Cannard con socarronería, mientras se servía a sí mismo una generosa rebanada de pastel — Necesitarás energías para lo que te espera esta noche entre las sábanas.

La vulgar insinuación detonó una ola de carcajadas por parte de los amigos de Lawrance y un coro de murmullos escandalizados en los demás invitados. Barnabas se sintió empequeñecer, y el estómago se redujo al tamaño de una canica.

—No les hagas caso, mon bonheur (3) — repuso Lawrance, apelando a un tono conciliador. La música comenzó a alzarse suavemente, y le sonrió. Extendió una mano para recoger la suya, y lo instó a levantarse para empezar a bailar. Barnabas se dejó hacer, como un muñeco de trapo  — Come lo que sientas necesario. De lo que suceda esta noche ya me encargaré yo.



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-𝐈𝐈𝐈-

𝐍𝐨𝐜𝐡𝐞 𝐝𝐞 𝐛𝐨𝐝𝐚𝐬

Barnabas miró el camisón que colgaba de la percha revestida en seda como si mirase a un monstruo. Era blanco, vaporoso y presentaba un modesto escote ribeteado en encajes de Chantilly que le conferían un aire engañosamente inocente. A pesar de ello, la intención de la prenda era más que clara: la de alentar a quienquiera que lo fuese a ver vestido así a consumar el matrimonio, una intención que había repudiado hacía ya varias horas.

Se había liberado de aquella apretada prisión de tafetán el mismo, entre los solitarios mármoles del cambiador. Había requerido de un largo tiempo para deshacer las lazadas que le ceñían ajustadamente el vestido al cuerpo, pero lo prefería antes que pedir a su marido que lo asistiese en la tarea de desnudarlo. No podría sobrevivir al tacto de aquellos dedos estremeciéndolo, a la caricia de su cálida respiración peligrosamente próxima a su cuello, y a la noche de bodas que debía enfrentar como un soldado enfrenta al enemigo, cuando acababa de descubrir que todo había sido una humillante farsa desde el comienzo... hasta entonces.

Se lavó la cara con suavidad y una vez aseado, se deslizó dentro de una holgada camisa de dormir que le caía por debajo de las rodillas. Prescindió del collar de perlas que Washington le había entregado horas antes y, después de lanzar una ojeada rápida al espejo, se subió el cuello lo más que pudo y abandonó el cuarto de baño para enfrentar a su "querido y devoto esposo", y mostrarse ante él tal y como él lo había visto siempre; pálido, aburrido e indeseable.

"Recuerda, crío estúpido. Los de tu familia sólo pueden ser locos, débiles o desafortunados. No me hagas creer que eres los tres a la vez".

Sintió que el recuerdo le cortaba el resuello, pero se esforzó por modular de nuevo su respiración. Cuando lo consiguió, dirigió sus pasos a la habitación.

Lawrance estaba tumbado de lado en la cama. Cuando lo vio apoyado en el umbral, en sus ojos turquesas relampagueó un brillo extraño, animal. Llevaba una camisa suelta y a medio abotonar que dejaba entrever un poco de su pecho y del colgante en forma de rosa de los vientos que llevaba colgado al cuello. Y olía demasiado bien. Cuero, alguna madera oscura y aromática y, sobretodo, sándalo; cálido, intenso y  atrayente, un aroma que definía todo lo que el Alfa había encarnado para él durante un tiempo. 

—¡Cariño! — lo saludó — Llevaba un rato esperándote.

Él se levantó para atraerlo a sus brazos, pero Barnabas adelantó la palma de la mano, en gesto de rechazo. 

—Detente. Solo he venido a darte las buenas noches — dijo con simpleza.

Aquello no pareció descolocarlo. De hecho, retrocedió solo un poco y volvió a sonreírle, mostrando una sonrisa que habría tentado hasta a un beato. 

—¿No preferirías antes acostarte conmigo? — sugirió con un tono bajo pero profundo.

"No"

—Es tarde — aseveró. La expresión seductora de Lawrance se descompuso brevemente, como si su respuesta lo hubiese pillado con la guardia baja, pero volvió a adoptarla, ahora más vacilante.

—Solo son las diez — arguyó tranquilamente, señalando la cabeza el viejo reloj de pie que estaba al fondo de la habitación — La noche no ha terminado aún, y hay formas muy interesantes de pasarla, si así lo prefieres.

—Es muy tarde ya, Lawrance — replicó con dureza, sorprendiéndolo y sorprendiéndose a sí mismo del tono de voz que acababa de  emplear para decir la frase —, y estoy muy cansado. De todo.

El otro pareció quedarse sin palabras: —Oh. Bueno... ¿no querrías dormir conmigo, entonces? — preguntó con torpeza. 

Barnabas se llevó dos dedos al entrecejo, donde las cejas fruncidas comenzaban a formar una arruga del estrés.

—Temo anunciarte que tengo tendencia a patear todo lo que está cerca mío durante el sueño — dijo con voz cansina.

Lawrance no intentó nada más. Se quedó en cama, mirándolo como aturdido, mientras se encaminaba a la puerta.

—Y por cierto. Espero que no hayas deshecho del todo tu equipaje — añadió con voz cortante —; mañana al alba partiremos a Sorrow Wille.

—¿Quieres decir que iremos a casa? — preguntó Lawrance. Barnabas no pudo soportar aquella insolencia: hablar de aquel lugar como si fuese un nido de amor... Aquel lugar, precisamente.

Barnabas no contestó. Abandonó la habitación en silencio y cerró la puerta tras de sí, dejando solo a un confuso Lawrance.

"Casa", repitió para sus adentros mientras caminaba hasta la habitación más alejada posible. Un estremecimiento le hizo detenerse justo ante la puerta, uno que poco o nada tenía que ver con el frío. Se tocó fugazmente el cuello y suspiró pesadamente.

"Tú no tienes casa. Tú no eres nadie."

Entró con un nudo en el estómago. Se dejó caer en la cama, sin preocuparse por cubrirse con las sábanas ni en atenuar la luz del quinqué que había en la cómoda colindante.

Aquella noche volvería a pasar.




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1) Misa que se celebra el Día de Todos los Santos, el uno de noviembre. 

2) Eton Mess es un postre constituido por nata o merengue, fresa, y otros frutos del bosque, tradicionalmente servido en vasitos bajos o en copas.

3) Mon Bonheur es un apodo de pareja francés que se traduce como "mi felicidad". La razón de que le hablase en francés cuando es americano, es porque en America vivió entre Nueva York (angloparlante) y Nueva Orleans (en parte francoparlante)

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