Verlangen.
“Nunca creas en todo lo que dicen, hay veces que debes entrar en la boca del lobo para descubrir la verdad”.
A veces, no nos gusta presumir.
La mañana tan variada pero a la vez tan triste, una sola acción para pocas verdades de un mazo de cartas, sin embargo, deseaba poder molestarse con el cielo, con la noche, con todo lo que hubiese tenido a su percance. La nueva doncella de la diosa Nyx no estaba del todo contenta, sin embargo, una de sus hermanas no pensaba en que ocurría tanta atracción hacia un cuerpo semejante, aunque claro, amor prohibido dirían algunos.
—Vamos hermana, servirle no es el fin del mundo — sonrió la joven de orbes avellanas.
—¡No puedo Bell! ¡No puedo! — Se quejó la joven mientras se cruzaba de brazos — Extraño pasar tiempo con mi señor Érebo.
Una mueca se formó en el rostro de la contraria, escuchar ese nombre no era algo que le causara buena impresión. — Sin embargo, a veces debes matar la mala ley de las leyes, callarte y morir — La hermana de la joven, observó detenidamente aquello que no pensaba distinguir de un día para el otro, algo curioso en ella, quizá demasiado.
—Estás no son formas de hablar — respondió un joven quien entraba como si fuera su casa.
—Fobos — susurró enojada la pelirroja mientras se acomodaba sus mechas moradas.
La personificación del miedo le observó de arriba a abajo, sonrió con complicidad para acercarse a ella como si fuera lo más insignificante del mundo y sonrió.
—Pensé que aún seguías con Érebo, con eso de que se llevaban tan bien — sonrió de lado el mismo.
—Y yo pensaba que habías cambiado ese sucio carácter, con eso de que nadie se acerca a TÍ por tus falsas ilusiones — aclaró la contraria.
Fobos torció sus gestos, quería en estos momentos provocarle el mayor temor a la joven, que sintiera deseo o inclusive hasta piedad por su vida pero se limitó a examinarla y sin importarle su opinión se llevó a Bell a rastras, no pensaba darle toda la razón a una mujer que no valoraba los esfuerzos de su hermana.
Por otra parte, Janette suspiró sin dudarlo mucho, se estaba quejando con los cojines de su cama mientras que sus hebras rojizas se apagaban debido a su energía. Aunque sus hebras moradas por un momento ocultaron su vista, algo ocurrió pues su cuerpo cayó lentamente hacia su cama, sus ojos se fueron cerrando y con ello se sintió en un sueño del cual no despertaría en un largo rato.
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En sus sueños eran muy relajantes las imágenes que aparecían, no quería admitirlo pero aquel tacto le hacían decidir sus propias acciones. Sin embargo, no lograba reconocer al hombre que tenía a su delante. Era alto y fornido, como su antiguo señor —le tenía un gran afecto—, sus orbes brillaban —algo que no lograría a distinguir con claridad—, pues sus labios se movieron solos con el compás del baile que se les daba, ocultando un grito al sentir las manos del presente en sus caderas, desgarrando toda aquella ropa que estorbaba, poder verla desnuda era un pecado para muchos pero eran sus sueños, y no debía por qué avergonzarse con quién lo estaba presenciando.
Sus suspiros llenaban la pequeña habitación como si fuera un cubo de colores solo que sin giros ni vueltas, las manos pálidas del hombre acariciaron con lujuria sus caderas pero pronto pasaron a sus muslos. —Los placeres de la vida—, pero no todo terminó allí, puesto que ahora las bocas de ambos callaban lentamente las próximas acciones que el mayor deseaba hacer.
Sus falanges fueron a parar a la intimidad de la joven la cual gritaba del propio placer, sin embargo el nunca frenó. Se movían rápido, casi como una embestida, el cuerpo de la joven doncella se retorcía como si se tratase de liberar aunque fuera todo lo contrario, el de hebras oscuras se deleitaba por sentirla arañar su espalda y ni hablar de escuchar sus súplicas por más, algo maravilloso la verdad.
Siguió y siguió. Eso es lo que se oyó.
Pronto comenzó a escucharse como la chica gritaba para sus adentros como si pudiera escapar, de sus labios salían susurros, en sentido que todo lo que rodeaba su voluptuoso ser era infinito y con ello llegó al final de su carrera.
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De a poco abrió sus ojos, no entendía porque la dolencia que sentía en su cuerpo aparecía pero el sentir de una mano helada en sus muslos la hizo dar un brinco sin medir las consecuencias de sus actos observó al hombre de hebras rubias que tenía a su delante, entonces entendió...
—Debí...— susurró la pelirroja mientras intentaba ocultar su desnudez, pero fue detenida por el contrario.
—Se que es un pecado lo que cometí, pero me das demasiadas razones para hacerte esto y más — susurró el dios del sueño.
—¿De qué hablas? — cuestionó la joven.
—Janette, ¿En serio crees que no se lo que sueñas en las noches? — preguntó el rubio.
—Ah... Yo...── se excusó ── No sé de qué hablas.
Se escondió entre sus mechas moradas, no era momento para hablar de lo que ocultaba.
──¿Tienes miedo al rechazo? ¿Piensas que haré que te vayas tan rápido de mi lado para volver a tu estancia junto a Érebo? ── cuestionó mientras tomaba su mentón y lo acariciaba.
—No me has dado razones para pensar lo contrario, Hypnos ──. Le respondió sin observar sus ojos.
—Mi querida Jen, no sabes cuánto anhelo ser yo quien sea dueño de tu sueños — sonrió el mayor mientras acariciaba sus muslos con pasión.
Los suspiros no tardaron en aparecer.
──Hypnos.. ── no podía evitarlo, intentó apartarlo pero acabó debajo del mismo.
──¿Quieres ver cómo es que entro a tus sueños, Jenny? ── sonrió el dios mientras se deleitaba con dejar besos húmedos en su cuello.
—Que osadía es tocar a una doncella, dios del sueño ── susurró la de orbes oscuros.
—Osadía es la suya, señorita ── la tentó el contrario ── por provocar sensaciones en los hombres ── sonrió el dios para observarla por el rabillo del ojo — Ahora sabrá lo que es un castigo, Jenny.
──Hypnos...
La joven cayó dormida otra vez, mientras que un nuevo amanecer lleno de sorpresas se asomaba a la pequeña habitación. Al menos podrían agradecer tener algo que muy pocos tenían, privacidad.
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