𝐈𝐕. 𝐋𝐀 𝐃𝐎𝐍𝐂𝐄𝐋𝐋𝐀 𝐘 𝐄𝐋 𝐂𝐀𝐏𝐓𝐎𝐑
Capítulo 4
—No creo que sea seguro para ti retar a Darcel. Su silencio contigo me tiene preocupada —comentó Valeria, caminando hacia su primo Vermilion, que yacía de pie en las puertas del balcón de la sala de los príncipes.
—No tienes que preocuparte por él y su silencio. No hace nada porque simplemente no tiene nada bueno que decir o hacer.
Valeria miró a su primo de reojo con una ligera sonrisa en el rostro. —No hables así de él.
—Sé que lo adoras y que solo contigo es un poco más amable, pero sabes que hay mucha razón en mis palabras.
—¿Sabes cuándo vuelve Aisak?
—No lo sé. —Ambos caminaron juntos a la orilla del balcón, observando el paisaje y el horizonte desde aquella altura—. Lo único que sé es que, si Aisak llega a volver en este momento, se desatará un enorme caos aquí. Mi padre le dio mucho poder en el consejo y tal vez yo no pueda tumbar las reformas de Darcel, pero quizás él sí lo logre.
—¿No puedes o no quieres?
Vermilion endureció sus facciones, observando el movimiento de los guardias desde el balcón. —Sinceramente, no puedo, no porque no tenga poder, sino por la abuela Diana. Hacer lo que debo hacer junto a Aisak y a los regentes sería devastador para el reino, ya que estaríamos prácticamente bajando a Darcel del trono, y eso implicaría tener que exiliarlo por sus malos manejos, pero antes de que eso suceda, sus buitres en el consejo nos acusarían de traición y querrían asesinarnos; eso sería una enorme pelea entre nosotros mismos que no beneficiaría a la corona y quien más sufriría con esto sería la abuela; ella viene de un mandato impecable y unido, y que esto suceda le destrozaría el corazón.
—¿Y la tía Anya?
—Madre ha sido demasiado permisiva con Darcel; tarde o temprano eso le costará. Yo por mi lado, lo único que puedo hacer es dificultarle sus estupideces, porque tengo la necesidad interna de hacerle frente a los asuntos militares del reino y las malas decisiones que él toma.
—Es por tu sangre, y por quien fuiste una vez.
Vermilion miró a Valeria, confuso. —¿Quién fui una vez?
—Sí, he leído los pergaminos antiguos de los primeros daskalos. Ya hubo alguien como tú, con tu nombre y tu casta.
Vermilion sonrió.
—Entonces ya lo descubriste.
—Sí, y por supuesto sabía que lo sabrías, y al parecer los dioses decidieron que este era el tiempo en que debías encarnar. El príncipe Vermilion fue el cuarto Worwick de casta dorada que existió cuando dicha casta apareció por primera vez en la familia Worwick, y su vida no fue muy grata.
—¿Sabes lo que vivió?
—¿Tú no lo sabes?
—Vagamente.
—La corte del rey de ese entonces lo describió como un hombre fuerte y apuesto, de cabello largo y ondas doradas que se asemejaban al color del oro. Su carácter era feroz, pero también era gentil y siempre estaba dispuesto a servir a la corona, pero no de la forma en que el rey quería.
—¿De qué forma?
—Él quería pertenecer al consejo y a la guardia real, pero en ese tiempo ningún rubio podía pertenecer al consejo siquiera; por ningún motivo ellos debían intervenir en asuntos militares, ya que se les consideraba un referente de paz en medio de la sangre hirviente de la casta blanca, pero Vermilion era distinto; al final, su hermano lo humilló rechazando sus propuestas militares y condenándolo a ser de ayuda a los daskalos que escribían nuestra historia en los gruesos pergaminos.
—Debió ser frustrante.
—Sí, más que eso; su vida íntima no fue a mejor. Fue forzado a contraer matrimonio con una princesa Blackroses, pero cuando ella llegó a Northlandy para ser desposada, él se terminó enamorando de su doncella y al final se casó con ella, creando un descontento en la reina madre y en su hermano el rey. Al final, la madre de Vermilion esperó que la mujer tuviera dos hijos del príncipe y la asesinó envenenando su té, y él murió solo, postrado en una cama en sus aposentos. —Valeria miró a Vermilion—. Creo que llegó el momento de tomar el mando que él siempre quiso tener y de ser feliz con la mujer que en verdad ama tu corazón; por eso estás aquí. Una parte de él vive en ti, por eso sientes esa necesidad, y lo estás logrando.
Vermilion sonrió, se acercó a Valeria, la tomó de la cintura y, pegándola a su cuerpo, le dio un beso en los labios a la rubia y dijo:
—Tú eres esa mujer.
Una fuerte algarabía interrumpió el momento, llamando la atención de los príncipes desde el balcón. Ellos se giraron para ver qué estaba sucediendo, encontrándose con la formación de Darcel entrando al castillo a la distancia. La algarabía provenía de los hombres que gritaban desesperados desde una especie de jaula donde los metían, pidiendo que los dejaran ir, sabiendo a dónde iban.
—¡Maldita sea, sigue apresando a gente inocente!
—Vermilion, cálmate.
En ese instante, ambos vieron cómo un guardia abrió la puerta de una carroza y de ahí sacaron a una jovencita que parecía estar inconsciente en brazos de uno de los guardias, quien recibió instrucciones de Darcel y de inmediato el hombre se dirigió al interior del castillo con la joven en brazos.
—¿Quién es esa mujer? —indagó Valeria, confusa.
Vermilion suspiró, irritado. —No lo sé, pero supongo que tampoco es nada bueno. Iré a dar la orden de que suelten a esos hombres.
—Vermilion, creo que no es conveniente hacer eso tan pronto.
—No te preocupes, mi guardia me respalda; de todos modos, yo mismo me encargaré de abrir las celdas. Esos hombres roban comida en el pueblo porque él, con su absurda estrategia, tiene al pueblo pasando hambre y por eso roban. Es una injusticia lo que está haciendo.
—Por favor, trata esto con mucho tacto, ¿sí? —rogó Valeria, preocupada.
—No te preocupes, sé lo que estoy haciendo.
Vermilion le dio un beso a Valeria en los labios y salió de la sala, dejando a la princesa sola. Ella caminó hacia el balcón y se volvió a asomar, viendo a Darcel dando instrucciones a los guardias y al concluir; Darcel alzó la mirada hacia el balcón, viendo en lo alto a Valeria observándole, y regalándole una ligera sonrisa, le guiñó un ojo a su prima, y ella también le sonrió con ligereza a su primo.
Frente a la ventana de sus aposentos, el príncipe Volker deslizaba el camisón de su traje militar sobre su torso delgado, pero definido. Los músculos de su abdomen y pecho se tensaban ligeramente con cada movimiento mientras ajustaba las correas del traje con una precisión que solo alguien acostumbrado a la disciplina podría tener, sin siquiera ver las correas al hacerlo, mientras que suave luz de la mañana iluminaba su piel y cada rincón de la habitación.
Justo en ese momento, la puerta se abrió sin previo aviso, y la princesa Minerva entró con dos trajes militares en sus brazos, ella se dirigió hacia la cómoda y dejó los trajes allí con cuidado, diciendo:
—Ya están listos, solo hay que organizarlos.
El príncipe, ajustándose aún las correas, se acercó a ella, oyendo cómo Minerva comenzaba a hablar sobre el pequeño Aiseen.
—Dejé a una de las nanas alistando a Aiseen, y una vez me desocupe aquí lo llevaré al jardín para que juegue un rato y...
Antes de que ella pudiera decir algo más, él tomó el delicado rostro de ella entre sus manos, y la besó con ternura, pero su vez con un intenso deseo. Al separarse, él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, con un fuerte brillo en sus ojos.
—Me encanta cómo lo haces.
—¿Hacer qué?
—Cómo estás conmigo y cómo estás al pendiente de Aiseen. Sabes que eres mi adoración —él acarició el rostro de Minerva con ternura, pero ella no dijo ni una sola palabra, limitándose a agachar la mirada, lo cual él percibió con extrañeza—. ¿Qué sucede, preciosa?
Ella alzó la mirada preocupada, observándolo con esos bellos ojos grises que a él tanto le encantaban.
—¿Es verdad que la tía Danya llegará pronto al castillo con la tía Arlette?
Volker asintió. —Sí, ellas llegarán en unos días.
—Volker, ¿cómo haremos con el hecho de que estamos juntos y de que tú tienes esposa? Estoy segura de que Astiria se indignará delante de ellas.
—Por Astiria jamás has tenido que preocuparte.
—Lo sé, sé qué lugar ocupa ella aquí, pero ya sabes lo problemática que es, y si no me he enfrentado a ella es porque no quiero provocarte un problema.
—Lo único que importa es el lugar que tú ocupas aquí. He estado moviendo mis fichas para poder deshacerme de ella sin que se lleve a mis hijos, porque si dejo que crezcan con ella, será el peor error que pueda cometer.
—¿Cuando hablas de deshacerte de ella, te refieres a la anulación del matrimonio?
Él la miró con malicia y una sonrisa que le dejó en claro a Minerva que él no se refería a eso.
—Tiene que pagar por lo que hizo de la manera más justa, por lo de mi madre y mi abuela no te preocupes; tú seguirás estando junto a mí —dijo él, llevándola junto a él—. Yo me encargaré de todo.
Ella sonrió con ligereza y dejando ir el tema, quiso despejar una duda más que rondaba su cabeza.
—¿Le comunicarás a Darcel sobre el nombramiento que le piensas dar a Aiseen?
Volker negó con la cabeza, terminando de acomodar su camisón.
—No hay necesidad. Lo que diga mi primo sobre las tierras Dunnotor me tiene sin cuidado.
—Volker, quieras o no, Darcel es el rey de Northlandy y Armes pertenece a Northlandy.
—Lo sé, pero estas tierras conservan el legado de los Dunnotor, así lo estipuló el rey Valko I. Por esa razón, el príncipe Aiseen tomó el trono, por ser hijo de una princesa Dunnotor y tener esa sangre corriendo también por sus venas. Así que le daré a Darcel un regente como él desea, pero será el que yo elija.
Minerva suspiró al darse cuenta de que Volker estaba decidido a hacer su voluntad sin tener en cuenta a su rey y decidió dejarlo así.
—Está bien, solo trata de llevar estos asuntos en tranquilidad con Darcel.
—Lo menos que debes hacer es preocuparte, lo único que quiero es que vivas feliz y sin preocupaciones —él le dio un tierno beso en la frente.
Minerva asintió, confiando en sus palabras y sin decir más, Volker le extendió la mano, ella la tomó y así salieron juntos de la habitación. La pareja caminó por los pasillos del castillo, agarrados de la mano hasta llegar a la sala privada y antes de entrar, él se detuvo y mirándola a los ojos dijo:
—Apenas me desocupe, iré contigo y con Aiseen al jardín.
Mientras él pronunciaba aquellas palabras, Astiria se acercaba por ese mismo pasillo, observándolos desde la distancia. Astiria endureció su mirada con rabia al ver a Minerva junto a su esposo, pero a pesar de querer intervenir, sabía que no podía acercarse. Así que solo le quedó a ver cómo Volker, ajeno a su mirada vigilante, intercambiaba un último beso con Minerva antes de que él entrara en la sala.
El ambiente era frío y silencioso en los aposentos del rey, donde una joven yacía en la cama del monarca, envuelta en suaves mantas, sumida aún en un sueño del que poco a poco, la joven comenzó despertar; removiéndose sobre las sábanas, y sus párpados temblaron antes de abrirse lentamente.
Al principio, ella no sabía dónde estaba, asomándose la confusión en su rostro mientras sus ojos recorrían la habitación, intentando captar algún detalle que le resultara familiar, pero todo era extraño.
Ella sintió cómo un vacío gélido la comenzó a envolver y de repente, la realidad la golpeó al recordar por qué estaba allí y todo lo que había sucedido. Evelyn recordó su hogar, estar en los campos con su hermano y sus padres, la mirada del rey, su voz autoritaria que no admitía discusión a la hora de pedirla como si fuera un objeto a comprar, y cómo la habían llevado a la fuerza hacia una carroza donde la durmieron para que dejara de forcejear. Su corazón comenzó a latir con fuerza, y el pánico no tardó en apoderarse de ella.
Evelyn se levantó de un salto de la cama y mientras su cuerpo temblaba, corrió hacia la puerta buscando salir de allí. Sus manos intentaron desesperadamente girar el picaporte, pero pronto se dio cuenta de que estaba cerrada con seguro.
Desesperada, hiperventilando y con los ojos empañados, miró hacia la ventana, que en ese instante era su último rayo de esperanza y se acercó sin vacilar e intentó abrirla, pero el cristal estaba firme y sellado contra cualquier intento de escape.
—¡Déjenme salir! —gritó con la voz quebrada, mientras las lágrimas comenzaban a correr por su rostro—. ¡Por favor, sáquenme de aquí! ¡Rewan! ¡Mamá! ¡Papá!
Sus súplicas resonaron en el pesado aire, pero no hubo respuesta alguna a sus gritos y finalmente, ella cayó al suelo, abrazando sus rodillas, mientras un doloroso llanto la consumía, hasta que el sonido de un cerrojo deslizándose la hizo levantar la mirada, viendo así como la puerta de la habitación se abría lentamente, revelando una figura alta y majestuosa en el umbral.
Era él, el rey.
Evelyn se levantó de su lugar y quedó inmóvil ante él, pegada a la pared. Su respiración se detuvo por un instante, el miedo la invadió y comenzó a retroceder lentamente, chocando contra la esquina de la pared detrás de ella, como si intentara fundirse con las piedras para escapar de la presencia de aquel hombre. Sus ojos lo miraban con terror, pero algo cambió mientras lo observaba porque en medio de su pánico, notó algo que antes había pasado por alto. El rey era hermoso.
Su piel pálida relucía ante los rayos del sol que se filtraban por el cristal, los mismos que reflejaban sus ojos, dejando ver cómo su ojo gris brillaba en contraste con su ojo azul intenso y su mirada, aunque severa, poseía una intensidad inquietante para ella; a pesar de eso, el miedo seguía allí, arraigado en su pecho, pero mezclándose con una extraña fascinación, mientras él permanecía en silencio observándola con su mirada fruncida clavada en ella.
La joven, con el rostro empapado en lágrimas, lo miró con desespero y llenándose de valor, dejó que su voz temblorosa rompiera el silencio.
—Por favor... déjeme salir —suplicó con dolor en sus palabras.
Darcel, con una expresión imperturbable, negó lentamente con la cabeza, respondiendo con frialdad:
—No.
—¿Por qué? —preguntó ella, intentando entender y buscando alguna explicación de por qué él la tenía allí encerrada—. ¿Por qué me quiere aquí?
—¿De verdad debo explicártelo? —habló su soberbia.
—¡Dígamelo! —gritó ella con un llanto espeso saliendo de sus ojos.
—Es obvio. —Él se acercó un poco más hacia ella—. Te he elegido para que te conviertas en mi esposa.
La declaración cayó sobre ella como un balde de agua fría, sintiendo cómo un peso insoportable oprimía su corazón. Evelyn rompió en llanto al oír aquellas palabras y sin medir sus acciones, ella se lanzó hacia la puerta, intentando abrirla con toda la fuerza que le quedaba, pero antes de que pudiera llegar, él la agarró por los brazos, deteniéndola con firmeza y en un movimiento ágil, él la giró colocándola contra la puerta, aprisionándola entre su cuerpo y la madera fría.
La joven alzó su rostro con sus ojos aterrorizados, esperando lo peor, pero algo extraño sucedió. Darcel se inclinó hacia ella, observándola de cerca, y a pesar del dolor y la melancolía que ella reflejaba, él no pudo evitar ver lo hermosa que ella era a su vista.
Él exploró sus bellos ojos marrones, clavando su mirada en ellos y moviendo su mano con cuidado, la llevó hasta el rostro de Evelyn con delicadeza, mientras ella apretaba sus ojos con miedo al no saber qué le iba a hacer él. Darcel deslizó sus dedos sobre las mejillas de la joven, contemplando esos puntitos marrones que cubrían sus rosadas mejillas, al tiempo que el sollozo de ella incrementaba.
—Deja de gritar, por tu bien —le ordenó él en voz baja, regresando su mano a la puerta—. No hay nada que puedas hacer para cambiar esto; ya está decidido. Serás mi esposa y pronto nos casaremos.
Ella intentó apartarse, pero su fuerza era insuficiente ante la firmeza de su captor.
—Por favor, no —susurró ella entre lágrimas.
—Debes sentirte afortunada de convertirte en la esposa de un Worwick. Pronto vendrán sirvientes para ayudarte; ellas te prepararán un baño y te vestirán como una señorita —continuó el rey, sin inmutarse ante las lágrimas de ella—. Más tarde volveré para cenar contigo.
Con esas últimas palabras, el rey se apartó, soltándola de su amarre y ella corrió hacia el dosel de la cama, mientras que él abría la puerta y antes de salir, él lanzó una última mirada hacia Evelyn, que aún temblaba, sujeta al dosel como si fuera lo único que la mantenía en pie.
—Es mejor que dejes de llorar, no tienes escapatoria —advirtió, cerrando la puerta tras de sí.
Al cerrarse la puerta de nuevo con seguro, Evelyn corrió hacia ella pidiendo ayuda, pero las súplicas de la joven resonaron en el aire. El rey no escuchó sus lágrimas y la habitación volvió a sumirse en el silencio con ella sola, presa del hombre que pronto la tomaría para él.
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