02| Harem Otomano.
El sol bañaba los jardines del palacio con una luz cálida y dorada, mientras Serkan caminaba tranquilamente junto a sus dos hijos. La pequeña Raziye, con apenas siete años, corría entre las flores, admirando su entorno con la curiosidad y energía propia de una niña alfa. Serkan, con su presencia imponente, mantenía una mirada atenta y orgullosa sobre ella, consciente del futuro que le aguardaba a su hija como una posible heredera al trono.
—Raziye, no te alejes demasiado —dijo con suavidad, mientras su hija hacía una pausa, mirándolo con una sonrisa antes de volver a sus exploraciones.
En ese momento, la calma de los jardines fue interrumpida por la llegada de Mahidevran Sultan y su pequeño hijo, el Sehzade Mustafá, de apenas cinco años. Mahidevran caminaba con elegancia, como siempre, manteniendo su compostura impecable. Serkan, al verla, endureció ligeramente la expresión. No había simpatía entre ellos, y las interacciones entre ambos siempre estaban marcadas por una tensión que cualquiera en el palacio podía sentir.
—Sultana Mahidevran —dijo Serkan en un tono firme, inclinando la cabeza en un saludo que, aunque respetuoso, carecía de verdadera cordialidad.
Mahidevran le devolvió el gesto con educación, manteniendo la distancia. —Serkan. —Su voz era calmada y su mirada se dirigió brevemente a Mustafá, que miraba con curiosidad a Raziye, quien seguía jugando cerca.
—Veo que el pequeño Sehzade está aquí también —comentó Serkan, con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Aunque su tono intentaba ser neutral, había un leve matiz de desdén que no pasaba desapercibido.
Mahidevran, siempre la imagen de la diplomacia, respondió con calma: —Sí, a Mustafá le gusta pasear por los jardines. Es un lugar tranquilo para los niños.
—Tranquilo... por ahora —replicó Serkan, dejando escapar una risa baja. —Claro, hasta que estos tiempos de transición en el trono traigan cambios. Uno nunca sabe lo que el futuro nos depara.
Mahidevran mantuvo su porte sereno, pero sus ojos revelaban una chispa de desagrado. —El futuro está en manos de Alá, Serkan. Nosotros solo podemos hacer lo mejor para nuestros hijos y para el imperio.
Mustafá, ajeno a la tensión entre los adultos, tiró de la mano de su madre. —Madre, quiero jugar con Raziye.
Mahidevran bajó la mirada hacia su hijo con una suave sonrisa. —Tal vez en otro momento, hijo. Ahora es tiempo de descansar.
Serkan observó el intercambio con una mezcla de desdén y burla oculta. —Ah, claro. No querríamos que el joven Sehzade se cansara demasiado... aunque sería interesante ver cómo se las arregla jugando con una verdadera alfa —dijo, refiriéndose a Raziye, quien ahora se acercaba al grupo.
Mahidevran levantó una ceja, su paciencia apenas intacta. —Mustafá es fuerte y tiene un gran futuro por delante, Serkan. Igual que cualquier otro niño de esta tierra.
La sonrisa de Serkan se tensó. —Veremos, Mahidevran. Veremos.
El jardín, con su aire fresco y fragancia de flores, no podía ocultar la pesada atmósfera que envolvía a Serkan mientras observaba a Mahidevran y su hijo. Para cualquiera que los viera desde fuera, la tensión entre ellos parecía simple: la de dos individuos que nunca lograron entenderse, unidos solo por los lazos del palacio. Pero la verdad era mucho más profunda y oscura, un resentimiento nacido en los días tempranos del harén, cuando Mahidevran no era más que una joven omega asustada, cuyo nombre verdadero ni siquiera era Mahidevran... era Rosne.
Serkan lo recordaba bien. Ella tenía apenas catorce años cuando llegó, una niña aterrorizada que había sido arrancada de su hogar, un pequeño pueblo sin nombre. Al principio, no era nada para él, apenas una figura insignificante entre tantas otras en el harén. Él, por su parte, ya ocupaba un lugar importante como el amante favorito de Hurrem, quien entonces era solo una Haminsahde, pero destinada a grandes cosas. Hurrem, su Hurrem, la alfa más poderosa y cautivadora que él hubiera conocido.
Sin embargo, todo cambió cuando Hurrem posó sus ojos en Rosne.
Lo que había empezado como una simple curiosidad por parte de Hurrem se transformó rápidamente en un enamoramiento desenfrenado. Serkan aún podía recordar con amargura los primeros signos de su caída: las miradas prolongadas de Hurrem hacia la omega, los pequeños gestos de afecto, los regalos que comenzaron a fluir hacia Rosne. Lo que más lo dolió fue cómo Hurrem, antes siempre atenta a él, empezó a distanciarse, enfocando su pasión en esa joven omega que, hasta ese momento, no tenía más importancia que una flor pasajera en el vasto jardín del harén.
Rosne, asustada y sola, al principio no entendía la atención que estaba recibiendo. Pero no tardó en acostumbrarse a la vida privilegiada de ser la favorita de Hurrem. El afecto y la devoción de Hurrem hacia ella crecían cada día, mientras que Serkan se consumía en el fuego del resentimiento. No podía soportar la idea de que la mujer que él amaba profundamente, la alfa a quien había entregado todo, estuviera desviando su amor hacia otra persona. Y no solo cualquier persona, sino una omega, una niña asustada que había crecido para convertirse en Mahidevran.
El odio en su corazón había comenzado en esos días. Serkan veía cómo Hurrem dedicaba tiempo y esfuerzo a Rosne, cómo la elevaba, hasta finalmente convertirla en la favorita del harén. Y todo el tiempo, él era dejado de lado, relegado a la sombra de un amor que ya no podía sostener solo para él. Fue entonces cuando comprendió que jamás podría perdonarla. Ni a Hurrem por su traición, ni a Mahidevran por haberle robado el corazón de la alfa que él adoraba.
El resentimiento lo carcomía cada vez que veía a Mahidevran. Incluso ahora, años después, convertida en la madre del Sehzade Mustafá, aquella omega seguía siendo un recordatorio viviente de lo que él había perdido. Cada vez que cruzaban miradas, Serkan sentía cómo se revolvía la ira en su pecho, recordando el pasado, sintiendo una rabia muda por cómo la vida había cambiado desde aquellos días en el harén.
Mientras observaba a Mahidevran despedirse y tomar la mano de Mustafá para marcharse, el fuego en su interior seguía ardiendo. Las palabras educadas y la compostura no podían ocultar la verdad: nunca la perdonaría. Nunca. Y aunque Hurrem lo hubiera mantenido a su lado durante todos estos años, el veneno del resentimiento aún lo corroía por dentro, silenciosamente.
[***]
La oscuridad envolvía el pequeño espacio bajo cubierta, donde Halit estaba hacinado junto a otros omegas capturados, tanto hombres como mujeres, sus cuerpos apretados unos contra otros en el estrecho espacio del barco. El aire era espeso, cargado de un hedor nauseabundo que provenía de las ratas que correteaban entre los pies de los cautivos, y del sudor y suciedad que se acumulaban tras días, quizá semanas, sin contacto con el agua. Halit apenas podía recordar la última vez que había visto la luz del sol, la última vez que el viento limpio de las montañas persas había acariciado su rostro.
Todo se había desvanecido en una sola noche. Una noche en la que su mundo, su hogar, su familia, había sido reducido a cenizas. Las imágenes aún asaltaban su mente cuando cerraba los ojos: su aldea ardiendo en llamas, los gritos de su madre mientras intentaba proteger a sus hermanos, el sonido desgarrador del acero cortando la carne y el fuego devorando todo a su paso. Lo había perdido todo. Y ahora, estaba aquí, solo, en un barco mugriento, rodeado de desconocidos que compartían su misma desgracia. Todos eran omegas, de todas las edades, pero a los ojos de sus captores no había diferencia. Solo eran ganado, mercancía.
El frío acero de las cadenas en sus muñecas y tobillos era un constante recordatorio de su cautiverio. Cada pequeño movimiento provocaba un tintineo que resonaba en el silencio desesperado del barco. Sus labios estaban resecos, la piel cuarteada por la falta de agua y la salinidad del aire marino. Su estómago se retorcía por el hambre, pero había aprendido a ignorarlo. El hambre, el cansancio, el dolor... todo se volvía parte de una misma sensación, una mezcla amarga de sufrimiento y desesperación que lo envolvía por completo.
Los demás omegas que lo rodeaban tampoco hablaban. No había palabras para expresar el horror de lo que habían vivido, ni consuelo que pudieran ofrecerse entre ellos. Muchos de ellos eran apenas niños, con ojos asustados y rostros cubiertos de lágrimas secas. Otros, como Halit, eran jóvenes que hasta hace poco habían tenido una vida, un futuro, que les fue arrebatado de golpe. El miedo, palpable en el aire, mantenía a todos en silencio, mientras el barco avanzaba lentamente hacia su destino desconocido.
De repente, el sonido de pasos pesados se escuchó sobre cubierta. Los captores, brutales y crueles, empezaron a descender por las escaleras de madera, llevando con ellos el eco de sus voces ásperas y risotadas crueles. Halit sintió cómo su cuerpo entero se tensaba, sus manos apretadas en puños por puro reflejo. Ya no sabía si el miedo lo paralizaba o lo mantenía alerta. Las puertas de la bodega crujieron al abrirse y una ráfaga de aire salado y frío entró, pero no fue un alivio. Era el preludio de lo que vendría.
—¡Preparen al ganado! —vociferó uno de los hombres, su voz ronca y autoritaria. Las palabras cayeron como un mazazo en la conciencia de Halit.
El caos estalló en la bodega. Los captores comenzaron a empujar y golpear a los omegas, sacándolos de su letargo con brutalidad. Halit fue arrastrado junto a los demás, su cuerpo débil y adolorido apenas resistiendo el empuje de los soldados. Las cadenas que los unían a todos chirriaron mientras los hacían levantarse de golpe. Algunos omegas más jóvenes tropezaban, caían al suelo, solo para ser levantados a patadas por los soldados impacientes. No importaba cuánto lloraran o suplicaran, no había piedad en sus captores.
El aire fuera del barco era húmedo y pesado, pero la luz del día cegó a Halit cuando al fin lo sacaron a la cubierta. Parpadeó repetidamente, tratando de acostumbrarse a la claridad después de tanto tiempo en la oscuridad. Pero lo que vio lo hundió aún más en su desesperación. El puerto estaba a la vista, y allí, en la distancia, aguardaban los Aghas del harén, figuras vestidas de negro con sus turbantes bien ajustados. Eran los encargados de seleccionar a los omegas para la sultán, y Halit supo en ese instante que su vida nunca volvería a ser suya.
Lo único que sentía era frío, miedo y una aplastante sensación de soledad. Ni siquiera sabía si podría seguir caminando, pero no tenía elección. Un soldado lo empujó, y el joven omega dio un paso hacia el puerto, hacia el nuevo destino que le esperaba.
El puerto bullía de actividad mientras los cautivos, exhaustos y desorientados, eran arrastrados fuera del barco. Entre ellos, Halit se tambaleaba, aún recuperándose de la luz del día que parecía una cruel ironía después de haber sido prisionero de la oscuridad durante tanto tiempo. Su cuerpo flaco y sucio apenas podía sostenerse, pero no había lugar para el descanso. Los soldados otomanos los apuraban con empujones y gritos, formando una fila desordenada de omegas capturados.
La selección fue rápida y brutal. Un grupo de aghas, con sus ropas oscuras y turbantes blancos, examinaban a cada omega como si estuvieran eligiendo ganado en un mercado. Los hacían girar, observaban sus rostros, manos y cuerpos en busca de imperfecciones. Algunos de los omegas lloraban en silencio, otros miraban al suelo, resignados. Halit se quedó inmóvil cuando uno de los aghas lo inspeccionó, sintiendo cómo el hombre lo miraba con ojos fríos y calculadores. No hubo palabras. Simplemente una señal al soldado más cercano.
De los muchos que habían sido capturados, solo veinte fueron seleccionados para ser enviados al harén de la nueva Imperatorice. Halit fue uno de ellos. Aunque el alivio no lo llenó, tampoco sentía miedo. Era como si hubiera perdido toda capacidad de sentir algo más que una profunda desesperación. Fue empujado hacia una carreta junto a los demás seleccionados, y una vez dentro, la caravana comenzó su lento avance hacia el Palacio Otomano. El viaje duró horas, durante las cuales Halit permaneció en silencio, viendo cómo el paisaje pasaba ante él sin emoción, sin esperanza.
Cuando finalmente llegaron al palacio, las puertas imponentes de Topkapi se alzaban como una bestia majestuosa y aterradora ante los nuevos cautivos. Los obligaron a bajar de las carretas y los alinearon frente a un grupo de encargados del harén. Los aghas supervisaban a los omegas varones, mientras que un grupo de kalfas, mujeres de semblante severo, se encargaban de las omegas femeninas. La revisión fue rigurosa y humillante. Los tocaban sin consideración, buscando cualquier defecto o señal de debilidad, como si no fueran seres humanos, sino simples objetos.
Una vez terminado el proceso, los omegas fueron llevados a los baños. Allí, por primera vez en lo que parecía una eternidad, Halit sintió agua caliente sobre su piel. No era un alivio, sino más bien una orden: debían purificarse, limpiar el olor a miseria y desesperación antes de entrar en los aposentos del harén. Las kalfas no mostraban compasión, supervisaban cada movimiento con ojos atentos, y cualquier desviación o lentitud era castigada con un golpe o una reprimenda.
Después de bañarse, los hicieron formar una fila en uno de los largos pasillos del harén. El lugar, aunque grandioso, parecía una prisión disfrazada de lujo. Las paredes doradas, los mosaicos brillantes y los techos altos no podían ocultar la sensación de cautiverio. Frente a ellos, apareció la Daye, una mujer de rostro severo, jefa de los aghas y las kalfas. Su mirada fría recorrió la fila de omegas, su voz resonó con autoridad y crueldad mientras les hablaba.
—A partir de este momento, —dijo con tono cortante—, todo lo que conocían ya no existe. Este es su nuevo hogar, y aquí aprenderán a servir, a obedecer, y a convertirse en concubinos leales, buenos y morales. Este palacio puede ser su cielo si son obedientes, pero también puede convertirse en su infierno si se rebelan.
Sus palabras cayeron pesadamente sobre Halit. Ya no había un mundo fuera de esas paredes. Todo lo que alguna vez conoció —su familia, su hogar, su libertad— había sido reemplazado por este nuevo destino. Sabía que ya no era dueño de su propio ser; estaba atrapado en un lugar donde su valor se medía por su capacidad de servir.
Los ojos de la Daye se clavaron en cada uno de ellos, como si estuviera evaluando quiénes serían los primeros en quebrarse. —Aquí, la obediencia es todo. Si fallan, si desobedecen, serán castigados. Si complacen a sus amos, podrían ganar su favor. El harén no perdona la debilidad.
El silencio era absoluto. Nadie se atrevía a moverse, ni siquiera a respirar demasiado fuerte. Halit tragó saliva, sus labios todavía resecos, y sintió una fría corriente recorrer su espalda. No sabía qué le esperaba en este palacio, pero las palabras de la Daye dejaron claro que su vida, de ahora en adelante, sería una constante lucha por sobrevivir, una lucha por ser algo más que un número, un objeto entre tantos.
Mientras la Daye terminaba su discurso, los omegas fueron enviados a sus nuevas celdas —lujosas, pero celdas al fin—, con la advertencia de que su formación comenzaría al amanecer. La realidad del palacio otomano era una trampa dorada, donde el resplandor de los mosaicos y las riquezas no podía ocultar la sombra de la opresión y la desesperanza.
Esa noche, mientras las luces del palacio se apagaban una a una, Halit yacía en la cama que le habían asignado, un colchón suave y delicado, completamente opuesto al caos de su alma. Aunque el lujo del harén era evidente en cada rincón, nada de eso podía brindarle consuelo. Se acurrucó entre las sábanas de seda, sintiéndose diminuto en ese lugar extraño y ajeno.
Las lágrimas comenzaron a correr silenciosamente por sus mejillas, mojando la almohada debajo de su rostro. Lloraba en silencio, con miedo de ser oído, temeroso de que incluso su vulnerabilidad pudiera convertirse en motivo de castigo. Las sombras de la habitación parecían más grandes de lo normal, y el silencio, roto solo por el murmullo lejano del palacio, hacía que cada pensamiento fuera aún más aterrador.
Todo lo que conocía había desaparecido, su hogar, su familia... Ahora estaba solo, prisionero en un lugar que nunca había imaginado. El miedo al mañana lo consumía. ¿Qué esperaría al amanecer? La vida que había llevado hasta ahora parecía un sueño lejano, una fantasía que no podía recuperar. Ahora, todo lo que quedaba era la incertidumbre, la soledad, y el temor de lo que sería de él en ese nuevo mundo.
Con cada lágrima, el peso de su situación se hacía más insoportable. Se cubrió el rostro con las manos, temblando, mientras intentaba ahogar el sollozo que quería salir de su garganta. Estaba asustado, completamente perdido, y lo único que podía hacer en ese momento era llorar en silencio, esperando que, de alguna forma, el dolor disminuyera.
Pero en su interior, sabía que el verdadero miedo llegaría con el amanecer.
[***]
Holis, tengo dos preguntas que me carcomen, la primera: ¿Quieren Maratón de esta historia? y la segunda: ¿Puedo narrar escenas más 18 o seguimos siendo family friendly?
Una pequeña noticia que quizás les alegre, voy a centrarme más en esta historia, van a haber actualizaciones más seguidas.
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