♰・𝕮apítulo 𝐈: El buen alemán
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➺ KAPITEL EINS
ະ𓄹 Der gute Deutsche
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La «eliminación de los incapaces» es algo que debemos
hacer para garantizar el porvenir de nuestra querida Madre Patria.
Damit leisten wir einen Dienst für den Herrn.
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Berlín, 1 de diciembre de 1938
𝐂𝐔𝐀𝐍𝐃𝐎 𝐄𝐋 𝐈𝐍𝐕𝐈𝐄𝐑𝐍𝐎 𝐋𝐋𝐄𝐆𝐎́ 𝐀 𝐁𝐄𝐑𝐋𝐈́𝐍, lo hizo con una fuerza implacable. El viento helado se colaba por las grietas de las ventanas y se arremolinaba en las esquinas de la mansión de los Reichenbach. Desde el salón principal, donde pasaba la mayor parte de mis días con Hans y Karl, veía cómo la nieve caía en silencio, cubriendo el jardín con un manto blanco que parecía suavizar el contorno rígido de su arquitectura. Pero nada podía suavizar el ambiente dentro de esas paredes, donde la tensión y las expectativas eran tan opresivas como el frío exterior.
La familia Reichenbach poseía una elegancia austera que se reflejaba en cada rincón del hogar. Los muebles oscuros, las cortinas pesadas y los cuadros de antepasados mirándonos desde las paredes, todo indicaba una riqueza antigua, una autoridad que no necesitaba ser proclamada. Y sin embargo, en esa casa tan ordenada y aparentemente perfecta, se sentía una especie de inquietud, como si los ecos del mundo exterior quisieran colarse, pero fueran detenidos justo antes de entrar.
Estaba sentada junto a Hans y Karl, los dos hermanos pequeños a mi cargo. Karl, el menor, con tan solo seis años, intentaba concentrarse en las sumas que le había pedido que resolviera, mientras Hans hojeaba un libro grande y pesado que había sacado de la estantería. Hans tenía diez años.
En el sillón junto a nosotros, Friedrich von Reichenbach, observaba la escena con sus ojos claros, siempre atentos y estudiosos. Tenía el aspecto del alemán ario ideal: alto, de complexión robusta, con el cabello rubio, aunque no del tono blanco que muchos exaltaban, sino más bien de un rubio arenoso, natural y desenfadado. Sus ojos eran grises, que a veces se oscurecían, como el color del agua bajo la sombra de un bosque. Friedrich era el mayor de los hermanos, tenía veinticinco. Dos años mayor que yo.
Él era el tipo de persona que llenaba cualquier espacio con su presencia, no tanto por su físico imponente, aunque ciertamente lo tenía, sino por la forma en que se movía y hablaba, como si todo lo que tocara le perteneciera. A veces, me sorprendía lo mucho que él y Alexei se diferenciaban. Friedrich era todo orden y pulcritud, cada aspecto de su ser controlado y refinado. Alexei, en cambio, tenía una libertad en su porte y su expresión, una espontaneidad que Friedrich jamás había conocido o que, al menos, no dejaba ver.
Si Friedrich era el prototipo de la Alemania que se erguía sobre el culto a la raza y el poder, Alexei representaba lo que se estaba perdiendo en Europa: la diversidad, la mezcla de ideas y de culturas que los tiempos modernos parecían querer erradicar. Alexei Zolotarev era un chico ruso que había huido de España tras el fusilamiento de sus padres comunistas por los franquistas. Mi madre, Edwina, lo había acogido tras hacerle una promesa a la madre de Alexei antes de que la asesinaran, un acto de generosidad que, sin duda, desafiaba los ideales de muchos que nos rodeaban.
—¿Qué planes les has preparado a mis hermanos hoy, Isolde? —preguntó Friedrich, con una sonrisa que rozaba la amabilidad— Überrasche mich.
Hans, de cabello castaño y ojos azules, estaba sentado al borde de la silla, absorto en un libro de música que había encontrado en la pequeña biblioteca de la sala de estar de la mansión. Karl con su cabello rubio y ojos grises, trabajaba con diligencia en sus ejercicios de matemáticas. La diferencia de edad no era tan notoria, además de que ambos compartían una determinación que los hacía destacar.
—Matemáticas para Karl, y Hans... —dije, mirando al niño mayor, quien había encontrado un viejo libro en la estantería y estaba absorto en él—. Hans ha decidido explorar la biblioteca.
Friedrich asintió, y sus labios se curvaron en una mueca que podía haber sido una sonrisa, aunque en él, las sonrisas siempre tenían un matiz ambiguo.
—La curiosidad es una virtud, die Gefährtin —comentó—. Aunque, por supuesto, depende de hacia dónde se dirija.
Me limité a asentir. Ya había aprendido que, con Friedrich, cada palabra podía tener un peso que no se veía a simple vista. Había una especie de juego entre nosotros, un tira y afloja constante. Era como si cada conversación fuera un duelo, donde las ideas se desafiaban sin llegar a romper el delicado equilibrio de nuestra relación.
Mientras observaba a Hans pasar las páginas del libro, noté que la portada mostraba un autor que no estaba en la lista de favoritos de Friedrich. Era un libro de música de Mendelssohn, y al ver la portada, me di cuenta de que Friedrich estaba observando con atención.
—¿Qué has encontrado ahí, Hans? —preguntó Friedrich, con un tono que era al mismo tiempo amable y autoritario—. Ich möchte es sehen. Déjame ver ese libro. Tráelo.
Hans levantó la cabeza y me miró antes de responder.
—Es un libro de música, Friedrich. Creo que es de... madre —dijo con voz tímida mientras se acercaba a su hermano mayor.
Friedrich tomó el libro de las manos de su hermano y lo abrió con un gesto elegante pero sus orbes lo percibían con desagrado, anticipándose a lo que iba a ocurrir; sabía que su madre siempre le traía problemas, según él, Adelaida era demasiado débil. Su expresión se tornó en una mezcla de desaprobación y odio cuando sus ojos se detuvieron en una página en particular. El nombre Mendelssohn era inconfundible.
—Un libro biográfico de Mendelssohn. —Un suspiro de desdén escapó de sus labios—. No es el tipo de hombres ni de música que apreciamos.
Mendelssohn era un compositor judío-alemán, ardiente defensor de los derechos civiles de los judíos y de su integración en la sociedad gentil. En esta casa, bajo el régimen que tanto adoraba Friedrich y su padre, eso lo convertía en algo más que simplemente un nombre en un libro de historia.
—Es un libro que te puede resultar entretenido de leer, Hans —continuó Friedrich al levantarse, cerrando el tomo con una precisión casi ritual y dejándolo fuera del alcance de los niños—. Pero es peligroso, debes elegir algo más apropiado para nuestra formación.
Karl, quien hasta entonces había estado concentrado en sus números, levantó la cabeza y miró a su hermano mayor con curiosidad.
—¿Por qué no podemos leer sobre Mendelssohn? —preguntó con la inocencia propia de su edad—. A madre le gusta.
Hans lo sabía pero le daba igual. Tal y como su madre Adelaida, había adoptado unas costumbres antifascistas y revolucionarias.
Friedrich se volvió hacia él, su expresión se suavizó un poco, aunque sus ojos seguían siendo fríos.
—Porque hay muchos otros compositores que se deberían explorar más a menudo, Karl. Beethoven, por ejemplo. Su música es grandiosa y más en línea con los valores que apreciamos. Nuestra madre debería reconsiderar sus gustos, últimamente escasea de ellos. Qué lástima.
—¿Beethoven...? —repitió Karl.
—Sí, Beethoven. Él refleja lo mejor de nuestra herencia cultural, no hace falta que te explique quién es, deberías de saberlo —le reprochó Friedrich, indicando a la perfección que no había lugar para debates.
Antes de que Hans aprovechara la sumisión de su hermano pequeño para negar el mandato de Friedrich, hablé:
—Podemos escuchar algo de Beethoven esta tarde, así lo van conociendo mejor —sugerí, intentando desviar la atención de la conversación incómoda—. Sus composiciones fueron compuestas para tiempos de grandes cambios, para hombres que soñaban con algo mejor. Quizás podamos aprender algo de esa música, de esa fuerza. Seguro que también podemos encontrar algún libro sobre él.
Aproveché que a Hans le gustaba la historia para poder convencerlo. No era buena idea enfadar a Friedrich, quien me lanzó una mirada, una de esas que significaban tantas cosas a la vez. Había en ella un desafío, como si estuviera probando hasta dónde llegaba mi comprensión de lo que él consideraba apropiado. Pero también había algo más, una especie de camaradería, como si en el fondo él supiera que yo no compartía sus ideas.
—Sí, eso harán —dijo al final, con una ligera inclinación de la cabeza—. Beethoven es un excelente ejemplo de lo que el genio alemán puede lograr. Y si quieren leer más, os recomiendo libros sobre la filosofía de Nietzsche, aquella que habla del superhombre y la exaltación de una nueva ética que se situaría más allá del bien y del mal. También me gustaría que conocieran el pensar de Darwin, que habla sobre la existencia de una «ley de la naturaleza» para que sepáis que la «eliminación de los incapaces» es algo que debemos hacer para garantizar el porvenir de nuestra querida Madre Patria. Damit leisten wir einen Dienst für den Herrn.
Karl asintió, satisfecho con la respuesta de su hermano mayor, y volvió a sus números con una sonrisa. Era más fácil de manipular. Hans, sin embargo, seguía mirando la estantería, con el ceño fruncido. Claramente molesto por las palabras de su hermano mayor.
«Sigue pensando en el libro de Mendelssohn».
Decidí aprovechar el momento para dirigirme a solas con Friedrich.
—¿Cuál sería tu autor favorito si no tuviéramos que limitarnos a la lista que tú consideras «apropiada»? —Me atreví a preguntar.
Friedrich levantó una ceja.
—Eso depende de lo que consideres «favorito», Isolde —respondió—. Pero si insistieras, podría decir que Goethe tiene un lugar especial en mi biblioteca personal. Sus obras ofrecen un vistazo profundo a nuestra cultura y filosofía. Adelaida debería de investigar más sobre ellos en vez de meter tonterías a los niños.
«Johann Wolfgang von Goethe, al igual que Beethoven, era alemán. No me extrañó su respuesta y menos la opinión que tiene de su madre al ser todo lo contrario a él y a su marido».
—Ah, Goethe —dije, con una sonrisa—. Es interesante cómo tu preferencia por Goethe encaja perfectamente con la visión de nuestro glorioso pasado. Pero me pregunto si, en el fondo, hay algún autor menos convencional que te atraiga. Además, sabes perfectamente que no todo el mundo puede tener los mismos gustos que los tuyos. Tu madre es tu madre y tú eres tú.
Friedrich me miró con interés, como si estuviera evaluando mi pregunta. Aunque no le hizo gracia en lo referente a su madre.
—Tal vez en privado —dijo al final—, pero no todo el mundo está preparado para apreciar las sutilezas de una obra literaria menos convencional. A veces, la belleza está en lo que uno elige ver. Pues bien, mi madre aún no ha elegido ver lo que realmente merece ser visto. Está cegada en su propio egoísmo, no entiende que sus gustos podrían poner en peligro a nuestra familia.
—Ya, claro. Te diré que lo primero que dijiste suena casi filosófico —respondí—. Aunque me pregunto, ¿qué pasaría si alguien te desafiara a ver la belleza en lo que consideras menos «apropiado»?
Friedrich me dirigió una mirada hastiada al ver que le hacía caso omiso a lo último que había dicho. Ya me había cansado de saber que la gente que pensaba por sí sola, estaría en peligro por el simple hecho de tener libertad a la hora de expresarse.
—Supongo que estaría dispuesto a escuchar tus argumentos —dijo Friedrich, inclinándose hacia adelante—. Pero eso no quiere decir que no todos los puntos de vista sean igualmente válidos.
—¿Ah, no? —respondí, arqueando una ceja—. Y dime, Friedrich, ¿quién decide qué puntos de vista son válidos? ¿Tú, tal vez?
—No yo, sino la razón y la lógica del Reich —replicó. Era obvio que no le gustaba mi forma de pensar—. Aunque admito que en tiempos como estos, la verdad es más cuestión de perspectiva que de hechos.
—Interesante —comenté, cruzándome de brazos—. Así que crees que la verdad puede moldearse a conveniencia. Eso explicaría muchas cosas.
Friedrich soltó una risa baja.
—No me malinterpretes, Isolde. La verdad es una, pero la gente tiene la molesta costumbre de interpretarla según sus intereses. Especialmente aquellos que no pueden aceptar la grandeza de la cultura alemana —su tono se endureció, la suavidad en su voz daba paso a un matiz más cortante—. Lo que me pregunto es si tu interés te lleva a Beethoven o si prefieres a compositores como Mendelssohn, que ciertos elementos insisten en exaltar.
—¿Y si te dijera que prefiero la complejidad de Mendelssohn a la grandiosidad de Beethoven? —le repliqué—. Quizá porque me gusta lo que desafía y no lo que confirma.
Sus ojos se estrecharon ligeramente, y por un instante, una sombra de peligro cruzó su mirada antes de disiparse.
—Eso es lo que me gusta de ti —dijo suavemente, aunque había una amenaza sutil en sus palabras—. Tienes una mente que no teme cuestionar. Pero te advierto que el cuestionamiento puede ser un lujo peligroso ahora. Especialmente cuando se cuestionan los valores del buen alemán, del Führer.
—¿Peligroso para quién? —repliqué, intentando no mostrarme intimidada—. ¿Para mí o para quienes temen que les arrebaten la certeza que tanto ansían?
Friedrich se quedó en silencio por un momento. Luego, sacudió la cabeza ligeramente, como si se burlara de mi valentía.
—Quizá para ambos. Pero hay momentos en los que las preguntas pueden llevar a lugares oscuros. Lugares donde la luz de la verdad se extingue ante la sombra de la duda.
—O tal vez —respondí con firmeza—: las respuestas son más peligrosas cuando provienen de aquellos que no están dispuestos a ser cuestionados.
Una sonrisa se dibujó en sus labios, aunque sus ojos seguían siendo fríos.
—Siempre tan ingeniosa —se sinceró, aunque había una nota de advertencia en su voz—. Te sugiero algo de Goethe para tu próxima lectura. Quizá te ilumine o te confunda. Contigo es difícil saberlo.
—Y yo te sugiero a Schubert para tu próxima escucha —respondí, sin dejarme amedrentar—. Quizá encuentres que la verdadera grandeza no siempre reside en lo grandioso, sino en lo sutil aunque claro, contigo no es fácil saberlo.
—Tomo nota de tus recomendaciones —comentó con una inclinación de cabeza, le había divertido ese pequeño desafío entretejido en mis palabras—. Tal vez haya algo de razón en tus elecciones, aunque sean inusuales.
Nuestros intercambios siempre terminaban en una especie de enredo verbal, cargado de una tensión que oscilaba entre la atracción y el desafío. Friedrich y yo, en cierta parte, disfrutábamos de estos duelos, como si cada conversación fuera una partida de ajedrez, un juego de estrategia en el que ambos intentábamos prever el movimiento del otro.
Mientras él regresaba a su escritorio, Karl había empezado a hacer otras actividades.
—¿Qué dibujas, Karl? —pregunté, dirigiéndome al más pequeño para aliviar la tensión que se había acumulado en la habitación.
—Dibujo como si fuera el héroe de la historia —respondió Karl con seriedad, sin levantar la mirada de su dibujo—. Pero no sé cómo puedo terminarlo. ¿Cómo se sabe el final de un héroe?
—Ninguno de nosotros lo sabe —murmuré más para mí que para ellos.
Friedrich, por su parte, comenzaba a revisar unos documentos. Sin embargo, sabía que siempre estaba escuchando, atento a cada palabra, a cada gesto. Había algo inquietante en su control, en su capacidad para enmascarar el odio que albergaba bajo una fachada de sofisticación y cultura.
—No te preocupes, Karl —intervino de repente—. Los héroes siempre encuentran un final honorable, que jamás se olvida, incluso si el mundo no entiende sus métodos.
La declaración me dejó helada por un momento. Era un recordatorio sutil de las ideologías que Friedrich había abrazado, inculcadas por su padre, un veterano de la Primera Guerra Mundial, que había arraigado en él la idea de la superioridad del buen alemán. Friedrich, con su físico ario y su mente afilada, encarnaba esa peligrosa creencia.
—Por cierto, Isolde —dijo Friedrich de repente, levantando la mirada hacia mí con una expresión inescrutable—. He hablado con mi padre. A partir de ahora, tendrás las tardes libres y también el domingo entero.
—¿Las tardes libres? —pregunté, sorprendida por la inesperada concesión—. ¿Qué ha hecho que cambie de opinión?
—Digamos que es un reconocimiento a tu trabajo —respondió con una ligera sonrisa, aunque había algo más detrás de esas palabras, algo que no podía descifrar por completo—. Mañana es domingo, así que tendrás más tiempo libre. Quizá puedas aprovecharlo para reflexionar.
—¿Reflexionar? —Arqueé una ceja, desconfiando del verdadero significado detrás de su sugerencia.
—Sí, reflexionar. Sobre lo que hablamos antes, sobre la importancia de las perspectivas correctas. Es fácil dejarse llevar por ideas equivocadas cuando uno no tiene tiempo para considerar su lugar en el mundo.
Había una advertencia velada en su tono, una que me puso en guardia. Friedrich estaba extendiendo una concesión, pero también estaba enviando un mensaje claro: mantenía su atención sobre mí, y cualquier paso en falso podría ser observado y juzgado.
—Lo tendré en cuenta —le mentí, manteniendo la compostura—. Seguramente también me dé tiempo para leer a Goethe, como me comentaste.
Una chispa de orgullo cruzó por sus ojos, pero rápidamente desapareció.
—Eso me alegra. Tal vez encuentres algo de claridad en las lecturas y en la música de calidad.
Me mantuve en silencio, esperando que la conversación se diera por terminada, pero Friedrich no parecía tener la intención de dejarlo ahí.
—De hecho, pensaba que, ya que tienes tiempo libre mañana, podríamos dar un paseo por la ciudad —sugirió casualmente—. Sé que te gusta el arte en todas sus corrientes, así que he pensando que a lo mejor te gustaría ir conmigo mañana a una función de teatro. Un digno espectáculo que muestre la grandeza de nuestro pueblo, de nuestras raíces. Creo que te haría bien verlo, para entender mejor lo que intentamos preservar.
Su propuesta me tomó por sorpresa. Friedrich rara vez mostraba interés en pasar tiempo conmigo fuera del contexto de la casa, y la idea de pasear por la ciudad con él tenía un aire inesperado. Sabía que no era una simple invitación; era una prueba, una forma de evaluar mi reacción, de medir si realmente estaba dispuesta a ver el mundo a través de sus ojos.
—Una función de teatro —repetí, intentando no mostrar mi cautela—. Suena interesante. Aunque no estoy segura de que la «grandeza de nuestro pueblo» sea algo que pueda capturarse en una representación.
O eso quería pensar.
—Te sorprenderá saber lo que puedes llegar encontrar cuando abres tu mente a nuevas posibilidades —dijo, sin dejar de mirarme—. Entonces, ¿qué dices? ¿Aceptas?
Mi mente se llenó de dudas. Berlín, especialmente en los últimos meses, se había convertido en un lugar de tensiones crecientes. Recordaba el Kristallnacht, la noche en la cual, la ciudad se llenó de cristales rotos y gritos, cuando los nazis tomaron las calles en una ola de violencia antisemita. Los judíos eran perseguidos, sus negocios destrozados, y las patrullas de la Gestapo rondaban cada esquina. Las calles ya no eran seguras, y el mero hecho de caminar por ellas podía ser peligroso si no eras cuidadoso, si no sabías encajar en el molde que el régimen había establecido.
Pero antes de que pudiera expresar mi preocupación, Friedrich inclinó la cabeza, observando mi expresión con una comprensión que no esperaba.
—No te preocupes. Estarás a salvo conmigo. No eres judía, ni una sucia comunista. No tienes nada que temer —dijo Friedrich, con una seguridad que bordeaba la arrogancia.
Había una frialdad en sus palabras, una seguridad cruel que reflejaba su total adhesión a la ideología nazi. Para él, el mundo se dividía claramente en quienes estaban a salvo y quienes no lo estaban. En su mente, yo pertenecía al primer grupo, bajo su protección. Pero sus palabras me hicieron pensar inevitablemente en Alexei Zolotarev, en lo que sucedería si Friedrich descubriera la verdad.
Si llegara a saber que un joven ruso estaba viviendo bajo nuestro techo, protegido por mi madre... No podía imaginar la furia que desataría. Friedrich despreciaba a los comunistas con una intensidad visceral, tal y como su padre. Los llamaba «escoria roja», «enemigos del Reich» creyendo firmemente que eran una amenaza para todo lo que él y su familia consideraban sagrado. Y luego estaban los judíos, que para él representaban la decadencia y la corrupción. Cualquier mención a ellos siempre iba acompañada de palabras cargadas de odio, como «parásitos» o «traidores».
Friedrich no dudaría en denunciar a Alexei a las autoridades. Y en este clima de represión, la simple sospecha era suficiente para condenar a alguien. No había lugar para la compasión en la visión del mundo de Friedrich; solo había enemigos y aliados, blanco y negro, correcto e incorrecto.
—Lo sé —respondí con calma, aunque mi mente seguía girando en torno a Alexei. La seguridad que Friedrich proclamaba era tan frágil y condicionada. No dependía de quién eras como persona, sino de qué etiqueta te asignaban. Él se consideraba el guardián de lo que era correcto y puro, su mundo de certezas se sostenía sobre una base de odio y miedo.
—Te recogeré en tu casa a las seis de la tarde —anunció Friedrich con una firmeza que no dejaba lugar a objeciones, como si ya hubiera decidido que así sería y no cabía discutirlo.
El pánico me recorrió al pensar en la posibilidad de que Friedrich se acercara a mi casa, de que pudiera cruzarse con Alexei de alguna forma, aunque fuera por un descuido. La sola idea me produjo escalofríos.
—No, no es necesario —dije rápidamente, tal vez demasiado rápido. Me esforcé por adoptar un tono más relajado—. Quiero decir, puedo ir yo misma a tu mansión. Así tienes tiempo de prepararte con calma. Y además, me gusta caminar.
Friedrich pareció evaluar mis palabras, tratando de descifrar si había algo más detrás de mi repentina insistencia.
—¿Temes que me pierda en Berlín? —preguntó después de un breve silencio, con un toque de burla en su tono.
—No es eso —respondí, intentando sonar despreocupada—. Lo que pasa es que no quiero molestarte. Además, disfruto de la caminata. Me ayuda a despejar la mente.
La última parte era cierta. Las calles de Berlín, aunque cargadas de tensiones, eran mi espacio para pensar, para ordenar mis pensamientos antes de enfrentarme a lo que el resto del día me traería.
Él pareció considerar esto por un momento antes de asentir lentamente, aunque no del todo convencido.
—Muy bien, entonces —aceptó—. Pero ten cuidado si vienes a esa hora, no es lo mismo que vengas por las mañanas, a que vengas por las tardes, cuando se acerca la noche, la situación de una mujer sola en la calle podría ser mal interpretada y sometida a toda clase de riesgos. Riesgos que no quiero correr contigo, naturalmente. Así que date prisa, ¿vale? Berlín no es tan segura como solía ser. No todos comparten nuestro entusiasmo por el orden y la pureza. Hay elementos que todavía intentan corromper nuestra ciudad.
«¿Elementos? ¿O personas de distintas ideologías?».
Había algo frívolo en la forma en que lo decía, en la manera en que reducía la seguridad de la ciudad a una simple cuestión de conformidad del Reich. Casi como si fuera un guardián, un vigilante dispuesto a erradicar cualquier cosa que no encajara en su visión de lo que debía ser.
—Lo tendré en cuenta —respondí, intentando mantener mi voz firme—. Vendré lo más rápido que pueda.
—Bien. Entonces nos vemos mañana aquí, sobre la hora propuesta para respetar el toque de queda. —Su mirada se ablandó aunque no dejaba de ser intensa—. Será un paseo interesante y una experiencia esclarecedora, te lo prometo.
Asentí, consciente de que aquella obra de teatro no sería una simple obra de teatro. Friedrich estaba poniendo a prueba mis límites, mis creencias. Y aunque aceptaba el reto, sabía que debía mantenerme alerta. Las calles de Berlín eran un reflejo de la situación en la que vivíamos: llenas de tensiones, peligros y decisiones difíciles. Y en compañía de Friedrich, todo tomaría un matiz aún más complejo.
Con un último vistazo a la sala, Friedrich se levantó para marcharse, no sin antes recoger los documentos y atrapar el libro de Mendelssohn entre sus manos. Los niños, aún curiosos, se acercaron a él.
—¿Qué vas a hacer con el libro de madre? —preguntó Hans, con una expresión de esperanza en su rostro.
Friedrich se detuvo.
—Nuestra madre carece de buenos gustos y está expuesta a toda clase de riesgos, ya te lo dije. El Führer estará agradecido de que esta noche hagamos una gran cena con la compañía cálida del fuego en su honor. Después de todo, el papel arde bien en la chimenea. Y mientras, le daremos los agradecimientos a Dios por los dones que nos ha inculcado y aunque algunos, como nuestra madre, se aferran a supersticiones y debilidades que solo nos retrasan, nosotros no tenemos motivo alguno para seguir sus equivocadas actitudes porque no necesitamos esas ideas antiguas, Hans. Lo que el Führer nos ha dado es la verdadera salvación, el orden y la pureza de nuestro pueblo. Eso es lo que debemos agradecer, no libros inútiles de gente corrupta ni oraciones vacías.
Hans miró el libro con inquietud.
—Recuerda, hermano —continuó Friedrich, arrancando una de las páginas del libro donde aparecía la imagen de Mendelssohn para hacer una bola con el papel y estrujarla entre sus manos—, el deber de todo buen católico es obedecer a su autoridad. Y en este hogar, como en todo el Reich, solo hay una verdadera autoridad.
Tiró la bola de papel al suelo.
—Tiradla a la basura hecha añicos antes de que padre la vea o mejor aún, quemadla. Pero antes, fijaos bien en esto. Abridla si queréis y mirad cómo ha quedado la imagen. Así son los judíos, se creen grandes, pero al final, basta un simple gesto para reducirlos a polvo bajo tu bota.
Como si sus palabras cobraran vida ante nuestros ojos, aplastó la bola de papel maltrecha bajo su bota con fuerza e ímpetu.
«A Adelaida no le gustará que su propio hijo quemé su preciado libro y mucho menos que lo trate como si fuera basura».
Mientras Friedrich hablaba, metió el libro entre sus documentos y se dirigió hacia la puerta. Su figura alta y esbelta se destacaba en el umbral, envuelta en una vestimenta negra que acentuaba su presencia dominante. El perfume que llevaba, con notas de madera y especias, era sutil pero penetrante, y su cercanía me hizo sentir una mezcla de respeto e incomodidad.
—Bis morgen —Me echó una última ojeada cuando pasó a mi lado, antes de abrir la puerta—. Doy por hecho que no me fallarás.
Me contuve para no mostrar mi preocupación. Detrás de mí, pude oír quejarse a Hans por el destino que iba a recibir uno de los libros que tanto quería leer.
—No lo haré. Bis morgen, Friedrich.
—Der Gebrüder, Isolde —se despidió de mí y de sus hermanos con una elegancia fría.
Friedrich salió, y pude ver su figura desaparecer en el pasillo. Los niños se habían quedado en silencio, observando cómo se alejaba. Cuando se marchó, Hans fue corriendo hacia la bola de papel que yacía en el suelo. Con manos temblorosas, desdobló la página rota del libro de su madre, sus ojos se llenaron de lágrimas al ver la imagen arrugada.
—Señorita, das Fräulein... —murmuró Hans, sin apartar la vista del papel—, ¿por qué? ¿Por qué deja que lo haga?
Me quedé en silencio por un momento, incapaz de encontrar las palabras. Sentí la mirada de Karl sobre mí también, esperando una explicación que no podía ofrecer. Respiré hondo y me acerqué a Hans, arrodillándome a su lado.
—Hans... —dije, sintiendo un nudo en la garganta—. A veces, no podemos detener a quienes creen que tienen el poder. Pero eso no significa que tengan razón. Solo obedece y todo saldrá bien.
Me miró, desconcertado, como si esperara más. Pero yo no podía darle más. No en ese momento.
—Mamá no lo perdonará... —susurró con la voz entrecortada.
«Y su hijo mayor jamás le perdonará por haber optado por la libertad de expresión antes que aceptar el deber alemán que él pensaba que era lo correcto».
Karl, en la mesa contigua, permanecía inmóvil, sin saber qué decir. Solo se miraron en silencio, compartiendo una tristeza que ninguno de ellos sabía cómo expresar.
¡Muchas gracias por el apoyo, los votos y los comentarios!
Ya sabéis que entre más interacción haya en los capítulos,
más seguidas serán las actualizaciones.
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