𝗖𝗵𝗮𝗽𝘁𝗲𝗿 𝟮𝟮. Decadencia. (Parte 1)
🔞TRIGGER WARNING (+18)🔞
Este capítulo contiene escenas de violencia explícita. Lee bajo tu propia responsabilidad.
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Desde la llegada del Héroe de la Luz al bosque, Mido había colapsado. Ninguno de los kokiri le había visto nunca tan afectado. Temblaba, y era imposible tener una conversación coherente con él. La cosa llegaba al punto de que lo único que había terminado diciendo en todo ese tiempo era: «No quiero morir».
Aquello había conmovido al Gran Árbol Deku y a todos sus compañeros. Ninguno se había olvidado de esa noche en la que Link se marchó del bosque. Ninguno se olvidaría de la despedida que le dedicó a Mido. De las malas vibras que transmitía con sus ojos.
Los ánimos no mejoraron cuando, más allá de los límites del Bosque Kokiri, empezaron a escucharse un sinfín de alaridos y estruendos infernales. Todos los kokiri fueron convocados inmediatamente a la pradera del Gran Árbol nada más escucharlo. Lo primero que el viejo árbol quiso saber, fue si alguno había visto a Mascot salir de los Bosques Perdidos. Cuando los kokiri le dijeron que no, sus ramas crujieron y su rostro de madera se torció. Esperaba que el chico estuviera bien y que no se hubiese perdido en el bosque, ni nada por el estilo.
A decir verdad, por lo que Saria dijo, Rauru tenía que haber ido a buscarle. Por lo que era muy posible que ya hubiese salido del templo, pero ninguno se hubiese enterado.
No obstante, hacía mucho que Saria había dejado caer que le era imposible comunicarse con Rauru, ni con Mascot, ni con ningún otro miembro de la red telepática. Decía que se había vuelto muy extraña. Como si se hubiese distorsionado por alguna razón.
Eso desató aún más el pánico entre los niños. La cosa ya no pintaba bien desde un inicio. Eso no hacía más que confirmar la temible envergadura de la situación. Una red telepática de muy difícil acceso... corrompiéndose. No podía ser una casualidad.
El Gran Árbol, escuchando el creciente estruendo del exterior, volvió la vista hacia los kokiri.
Gran Árbol Deku.- Kokiri, refugiaos tras mi corteza.
El árbol abrió la boca y los niños se mostraron reacios. Si había peligro de que les pasase algo, a él también podrían hacerle daño. Si eso sucedía, ¿qué harían ellos?
Gran Árbol Deku.- ¡Daos prisa!
Saria.- ¡No! ¿Qué te sucederá a ti?
Gran Árbol Deku.- Mi corteza y madera son viejas, pero aún son duras. No temáis por mí. No me ocurrirá nada. Siempre he sido el protector del bosque y vuestro padre, y es lo que seguiré siendo hasta que se sequen mis raíces. Hacen falta hachas de una fuerza y un filo incalculable para tirarme abajo.
Los kokiri se miraron entre ellos. El árbol no les dejó demasiado margen.
Gran Árbol Deku.- Por favor, entrad ya.
Al fin, los primeros kokiri obedecieron. Con ellos, todos los demás. Algunos se quedaron rezagados, ayudando a Mido a levantarse pese a su pésimo estado anímico. El Gran Árbol, al verle, no pudo evitar añadir algo.
Gran Árbol Deku.- Mido, no temas. Yo os protegeré. Link no será capaz de hacer algo tan terrible como lo que tú tienes en mente. Todos lo sabemos.
Mido dirigió la mirada más triste que el Gran Árbol vio jamás en él hacia sus ojos. El kokiri no dijo nada, y todos los niños entraron. Se cerró la boca del árbol y, tan pronto como había estado rodeado de kokiri, se había vuelto a quedar solo en la pradera. Solo, ante lo que estuviese a punto de suceder.
El árbol cerró los ojos. Se esforzó en creer en su propia palabra, y en la bondad que estaba seguro, aún había en lo hondo de su corazón.
«Link no será capaz de algo así.»
No sabía quién era Tortus, ni quién era esa anciana. Tampoco sabía cómo conocía el camino de vuelta al Bosque Kokiri. Lo que sí sabía, es que le estaría eternamente agradecido. Los escalofríos le recorrían la columna vertebral a voluntad, como una calle transitada, cuando pensaba en qué hubiese sucedido si hubiese tenido que salir él solo de los Bosques Perdidos.
Su camino tenía muchas lagunas, demasiadas. Y esa no era la primera, ni tampoco sería la última. Luchaba contra esos pensamientos que le martilleaban la cabeza sin parar y, por el momento, la mejor forma que encontró fue distrayéndose con cualquier otra cosa.
En ese caso, no fue difícil. Los dos escucharon un estruendo ensordecedor proveniente de la Llanura de Hyrule. Mascot se estremeció al pensar de nuevo en cuánto tiempo pasó dentro del Juicio.
El rostro amable de la anciana había cambiado bruscamente para cuando él se dio la vuelta. Con solo verla, se dio cuenta de que los dos estaban pensando exactamente lo mismo.
En qué había pasado durante el tiempo que los dos se habían alejado de la llanura.
Incapaz de pensar con claridad y a punto de entrar en pánico, Mascot se dirigió hacia la mujer. Dadas las urgencias repentinas, fue incapaz de encontrar otra solución. Obviamente no podía salir del bosque con ella.
Todo lo amablemente que pudo, le dijo que se dirigiera al fondo del Bosque Kokiri y que siguiera una senda estrecha, hasta que viese una explanada. Allí se encontraría con el Gran Árbol Deku, y podría saber qué hacer mejor que él mismo.
La anciana obedeció, casi ausente. Los alaridos del exterior eran tan aterradores que opacaban el sonido de cualquier conversación, o de cualquier otra cosa.
Mascot se dirigió hacia la entrada del bosque. No tenía tiempo de regresar para comunicarle al Gran Árbol que ya había completado el primer Juicio.
Sin embargo, le pidió a la anciana que lo hiciera por él. No estuvo muy seguro de si entendió bien lo que le dijo que le contase al árbol, pero tuvo que confiárselo.
Cuando la anciana se perdió por la estrecha senda del fondo, Mascot también se perdió por la entrada del Bosque Kokiri. Y entró directo al ojo de la tormenta.
La visión regresó. Y ya ni siquiera le hizo falta estar dormido para verla. Fue nada más tocó la grieta rojiza.
La punta de su dedo índice la atravesó como si fuese agua desafiando a la gravedad. Sin embargo, no pudo disfrutar de la sensación por culpa de lo que vio nada más lo tocó.
El Templo del Agua, otra vez. La sala vacía, cubierta por un fino velo de agua. Sin paredes, sin delimitación alguna. Dos puertas, ambas cerradas.
Una isla pequeña, con un árbol seco en el centro. Estaba esperando. Esa vez estaba esperando. Estaba al borde de la isla de tierra. Perdió de vista la puerta que tenía enfrente, la tierra, el árbol y la inmensidad de la sala. Solo pudo ver su reflejo en el suelo, un agua cristalina y clara como un espejo.
Un rostro oscuro le devolvió la mirada, abriendo los ojos, cegándole con un infernal brillo rojo que se mezcló con el de la grieta cuando volvió a la realidad.
Cuando fue consciente de su regreso a la realidad, Xerxeus le estaba observando. Pese a lo extraño de su actitud, el león no dijo nada. Or-Volka tampoco lo hizo.
El poder de la Trifuerza Oscura le había ascendido a un nivel superior al del resto de mortales. Desde que empuñó la Espada Maestra Oscura y se desprendió de sus raíces hylianas, también había abandonado algunas necesidades mundanas como dormir. Xerxeus le dijo que no es que dejasen de existir para él por completo, sino que no serían ya estrictamente necesarias. Por ese mismo motivo, Or-Volka creyó casi con total seguridad, que habría dejado por fin ese estúpido sueño de lado.
Pero no había sido así y se sentía rabioso. No era solo que se repitiese esa escena sin sentido incluso cuando no estaba soñando. Era la sensación tan chocante que le dejaba después, descolocándole y haciendo evidente para los demás que algo sucedía.
Xerxeus.- La fuerza requerida para sostener este portal, es suficiente para que los Sabios lo descarten por completo de sus posibilidades —interrumpió de golpe—. Una vez llegues abajo, yo me marcharé.
Or-Volka salió de sus pensamientos a la fuerza y asintió. Ya lo habían hablado antes, pero sabía que el león lo hacía para distraerle de lo que fuese que le hubiese sucedido.
Xerxeus.- Necesitamos tenerlos a nuestra disposición lo antes posible para que puedas seguir manteniendo la segunda grieta con vida.
Or-Volka.- Ese será también tu papel.
Xerxeus rió un poco por lo bajo.
Or-Volka.- ¿Ella estará allí de verdad?
Xerxeus.- Con toda seguridad. No te lanzaría a los perros, ¿no crees? —Dijo en un tono confuso—. Ahora eres nuestro Or-Volka. Baja hasta el fondo, a lo más oscuro del castillo. Son pasillos largos y sinuosos, pero no son complicados de recorrer. Inutiliza a la guardia, y a la Sabia que la acompaña. Eso desatará el pánico y no habrá alternativa.
Desde ese punto de vista, parecía que las órdenes estaba dándolas Xerxeus y no él. No obstante, no tenía mucho que objetar al respecto.
Or-Volka.- Es útil que conozcas la estructura del castillo —dejó caer—. Pensaba que no me quedaba nada por saber de Hyrule. Me equivocaba.
La red telepática era imposible de manejar. Rauru trató por todos los medios de ponerse en contacto con los demás Sabios, pero ninguno le devolvía contestación alguna. Ya no tenía sentido seguir intentándolo y, desesperado, sobrevoló Hyrule en dirección al campo de batalla. No tenía modo de comunicarse con nadie, ni siquiera con la princesa o con Mascot. No podía saber cuál era su ubicación ni su estado. Al menos esperaba que, sino todos, algunos se hubieran quedado en sus respectivos dominios para cuidar de su gente.
Se tranquilizó un tanto al no ver a Saria en la zona. Tampoco vio a Darunia, lo que era reconfortante. Necesitaban la defensa de alguien fuerte para proteger la Montaña de la Muerte.
Impa estaría con Zelda. Al menos, de ellas, podía estar seguro de que se encontrarían a salvo.
No obstante, Rauru vio a dos figuras a lo lejos en el aire, en medio del caos. Una despedía un fulgor azul y la otra, un brillo anaranjado como un remolino de arena del desierto. Tres Sabios estaban a salvo, pero otros tres estaban en el campo de batalla. Al no poder comunicarse, dos de ellos habían recurrido a participar en la guerra. Ruto y Nabooru, arriesgando su energía y sus poderes, estaban inmersas en la batalla de lleno, ayudando a la Guardia Real desde los cielos.
El Sabio de la Luz se acercó a toda prisa hacia ellas. No tardaron en verle.
Rauru.- ¡Nabooru, Ruto! Lamento mucho lo sucedido. No me ha sido posible contactaros.
Ruto.- Lo sabemos. Algo ha pasado.
Las dos Sabias descargaron un poderoso torrente de energía que voló por los aires a un pelotón de criaturas darkworldianas.
Nabooru.- Hay alguien más en la red. Nosotras también lo hemos notado.
Rauru colaboró con su poder desde lo alto. Cuando se volvió hacia ellas, su rostro estaba bañado en sombra.
Rauru.- No puede haber otra alternativa. Sin embargo, me cuesta creer que le dieran tanto poder en su momento. Tanto como para tener acceso a la red.
Los tres tuvieron que separarse momentáneamente. Un combo sumamente sincronizado llenó el cielo de luz dorada y azul, como dos astros brillando al mismo tiempo.
Rauru.- Es él. Y ahora sirve a Or-Volka.
Una poderosa voz resonó por la muralla de la ciudadela y todos los arqueros prepararon una flecha en sincronía sobre sus arcos. Tuvieron escasos segundos para escoger la trayectoria de su disparo antes de que el jefe del pelotón de arqueros ordenase abrir fuego.
Una avalancha de flechas llovió sobre las criaturas darkworldianas, que empezaron a caer como moscas. Demonios de color escarlata, débiles a simple vista, pero que saltaban y danzaban a sus anchas por el campo de batalla. La Guardia Real no tardó en descubrir que su función era estrictamente distraer y molestar. Saltaban de un caballo en otro, se subían sobre los soldados e incluso a alguno de ellos lograron hacerlo caer de su montura.
Los demonios podían ser peligrosos si no se prestaba atención suficiente. Kafei observaba a su alrededor con mil ojos. Podía decir con orgullo que a esas alturas ningún demonio le había puesto la mano encima, aunque no tenía tiempo para alegrarse por ello. La grieta se hacía más y más grande, y las criaturas darkworldianas brotaban de ella como una virulenta colonia de hongos.
Un demonio intentó atacar a Kafei por la espalda, pero el chico fue más rápido y lo abatió sin dudas con un barrido de su espada. La criatura cayó patéticamente al suelo chorreando un líquido azul y espeso, agonizando hasta perder la vida.
Kafei se quedó mirándolo hipnotizado durante más tiempo del que debía. Su espada estaba manchada de la sangre de esa criatura y chorreaba de una forma asquerosa y horripilante. No pensó que eso fuese a sucederle. Nunca contempló esa posibilidad, y ahora que lo tenía delante, le pareció sumamente obvio. Empuñar las armas, era también matar.
Y, aunque fueran criaturas inmundas de otra dimensión, Kafei ya había asesinado a unas cuantas de ellas. ¿Cómo podía sentirse mal por ello? ¿Cómo podía siquiera estar planteándose no hacerlo?
Por un instante, estuvo a punto de dejar caer la espada. A Kafei se le taponaron los oídos por un momento y vio toda la escena desde el prisma de la tercera persona. Como si su cuerpo no le perteneciera. El estruendo se hizo más débil y él, ausente, fue incapaz de salir del trance hasta que un grupo de soldados celebraron algo.
Kafei se dio la vuelta y su caballo protestó. Entonces lo vio. Había tres Sabios en el aire, ayudándolos.
Los tres descargaron haces de luz sobre la llanura, abatiendo a grupos enteros de criaturas y destrozando el paisaje con ellas.
Kafei cerró el puño con fuerza, viendo a sus compañeros pelear. No podía permitirse el lujo de detenerse a pensar.
Una nueva lluvia de flechas cayó sobre las criaturas del Mundo Oscuro. Algunas de ellas cayeron al instante, pero otras se levantaban para tratar de llevarse con ellas a la tumba a algún soldado hyliano.
No era una patrulla. Ahora, todo estaba permitido. Y era matar, o morir.
Kafei espoleó a su caballo y, sujetando con fuerza su espada, galopó por la llanura con prisa. Arremetió con su espada a todo lo que se interpusiera en su camino, prohibiéndose pensar y mirar atrás. Sino miraba hacia la estela de cuerpos que dejaba a su paso, pensó, le sería más fácil no detenerse. Siempre creyó que la Guardia Real era algo idílico, como mucha gente además de él. Al fin y al cabo, era normal pensar así. En Hyrule nunca pasaba nada.
No obstante, la realidad de la Guardia era eso que tenía ahora frente a él. Luchar y defenderse. Convertirse en máquinas de matar.
Las mejores máquinas de matar para proteger a su reino.
Desde allí, la atmósfera era atroz. Junto con la Guardia Real, ellos eran quienes estaban más cerca del núcleo del problema.
Talon se había negado a dejar su rancho y a todos sus animales dependiendo del azar de la guerra. Había luchado mucho por sacarlos adelante y se negaba a perderlo todo. Malon se había negado rotundamente en un principio, pero los argumentos de su padre la conmovieron. Además, se le vino Epona a la mente. La más rebelde de todos los caballos que cuidaban, y a la que ella más quería. La vio nacer y las dos crecieron juntas. De los tres, era la que mejor la entendía. Y precisamente por ello, no pudo decirle que no a su padre.
Y de hecho, negándose a quedarse en Kakariko esperando angustiada, decidió acompañarle.
Ingo también había acudido al rancho, aunque ninguno de los dos sabía bien sus motivos. En comparación a lo resuelto y despreocupado que era siempre, ahora ofrecía una imagen triste. También era lógico. Sin embargo, Talon nunca le había visto así y eso le conmovió incluso a él.
Confiaban en poder trasladar a los animales o como mínimo, ponerlos a salvo antes de que sucediese nada. El plan de Talon, de hecho, era lograrlo mucho antes de que nadie en Kakariko se percatara de su ausencia, por muy descabellado que sonara.
Evidentemente, el plan no salió bien. No solo la gente de Kakariko sabían de su desaparición, sino que la guerra había estallado. Y ellos estaban atrapados dentro de ella.
Desde el rancho se veía una terrible grieta rojiza abierta en mitad del aire. De ella brotaba un estruendo ensordecedor, y había comenzado a circular un vendaval violento a lo largo de la llanura. Si hubieran podido tener un mínimo de calma, hubieran jurado que el cielo se oscurecía más por momentos.
Talon se encargó de varias vacas que había esparcidas alrededor del corral. Malon controlaba a los caballos y traía de vuelta a los que lograron salirse de las cuadras. Ingo, por otro lado, se preocupó de los cucos y de resguardarlos a todos dentro de la casa, lo cual tampoco era una tarea sencilla.
Los gritos llenaban el aire. Retumbaba el ruido de choques de acero, quejidos de caballos y silbidos de flechas surcando los cielos. A veces se escuchaban explosiones que les sobresaltaban y cuya procedencia preferían no saber. Era la peor de las situaciones que podían esperar. Y la peor forma en la que pudo salir el plan de Talon.
Pese a que seguían esforzándose por controlar a los animales, en las mentes de los tres se cruzaba el mismo pensamiento. No tenían forma alguna de escapar. No estaba previsto que ellos estuviesen allí y estaban completamente desprotegidos. No solo los animales morirían y el rancho sería destruido con todos sus esfuerzos. Ellos, muy probablemente, ya no saldrían de él tampoco.
Talon traía a la última vaca, agradeciendo que fuese dócil y no se revolviese por culpa del ruido de la guerra. Temía el momento en el que los animales estuviesen a salvo y ya no tuviesen nada más que hacer que refugiarse y rezar. Porque en ese momento, sería cuando él sería completamente consciente de lo que había hecho. De que, por proteger a los animales y todo por lo que había vivido, había puesto en peligro todo lo que amaba. Los había sentenciado a todos a muerte por su terquedad. Y ya no había forma de remediarlo.
Más allá, Malon batallaba con las riendas de Epona. Siendo la yegua más rebelde siempre, era obvio que no sería fácil controlarla en medio del caos. Talon puso a salvo a la última vaca y corrió a ayudar a su hija como pudo. Epona era dura de roer, pero al final los dos pudieron contra ella. Cerraron las puertas de las cuadras y las sellaron con todo lo que pudieron encontrar para que los animales no tuvieran ninguna oportunidad de abrirlas.
Después los dos se marcharon a la casa y se pusieron manos a la obra, tapiando puertas y ventanas con todo lo que encontraron. Ingo, en una esquina de la planta baja, estaba sentado sobre un montón de paja y arropado con los cucos. Los animales estaban aterrados, pero él no era menos. En otras circunstancias, quizás Talon lo hubiese dejado estar.
No obstante, después de lo que habían hecho acompañándole a ese pozo sin fondo que era poner a salvo el rancho, debían estar todos juntos. Se acercó al bigotudo y le ofreció la mano para levantarse. Junto con varios cucos, subieron a la habitación de Malon y se encerraron en ella.
Se quedaron a oscuras y en completo silencio, con una única rendija en la ventana por la que entraba luz. Una fina línea entre grisácea y roja, en medio de varias tablas, por la que Malon miró sin parar. Quería tener a la vista las cuadras todo el tiempo, aunque la vista se le nubló rápidamente.
Talon no dijo nada. Ingo tampoco. Cuando Malon empezó a llorar, los dos la entendieron mejor que nunca. Ninguno estaba preparado para vivir algo así, y ninguno comprendía el por qué había empezado todo eso... Ni qué era lo que se les venía encima exactamente.
Todo lo que podía hacer era caminar por donde le indicaron y no decir nada. Desde allí ya no se oía nada del exterior, pese a que la guerra hacía rato que había comenzado. Era irónico que, habiendo sido su hogar a lo largo de su vida, ni ella misma supiera que existían esos túneles subterráneos.
Entraron desde los jardines. Zelda escuchó alaridos y estruendos lejanos antes de descender por las escaleras. Ya habían localizado la ubicación del portal, por lo que lo más seguro era refugiados en el castillo por el momento. Cuando la batalla estuviese más controlada, el plan era ir desplazando a la princesa de refugio. Eso haría mucho más complicada la tarea de encontrarla o, en su extremo, secuestrarla. Según su padre y los Sabios, era lo más sensato por el momento, lo más seguro. No obstante, Zelda no se sentía bien. No dejaba de pensar en Link.
No dejaba de darle vueltas a la situación. A lo que hizo después de derrotar a Ganon. Lo que ella creyó que sería una buena decisión, de corazón, ahora no dejaba de verlo como un error fatal. Y lo peor era que toda Hyrule pagaría ahora las consecuencias, mientras ella estaba escondida en un profundo sótano.
Zelda poseía un don que había que proteger como la gema más preciada, y era lo que importaba. A ella no se lo parecía tanto. Y resultaba incluso absurdo que siendo la princesa, tuviera que acatar las órdenes de todo el mundo menos las de su propia voluntad.
Debían aprovechar la ventaja, pensó, a regañadientes. Ni siquiera Link tenía constancia de los auténticos poderes de la princesa. Fue incluso un acierto no haberle revelado todo desde un inicio. Para todos, era la mejor baza que tenían, pero para Zelda era como haber llevado una máscara puesta ante Link en todo momento. Sentía que le había mentido deliberadamente. El les salvó en otro tiempo, y ella ni siquiera había podido contarle todo lo que debía. O lo que ella creía que debía contar.
Link...
Había empezado a pensar que realmente ella le dio motivos para transformarse en... Lo que quisiera que fuese ahora.
Bajó la cabeza. Iba en el centro de la marcha, rodeada por una escolta de guardias. Impa iba en cabeza, y no se giró en ningún momento. Zelda observaba de vez en cuando su atuendo sheikah, recordando su disfraz. Ni siquiera con Sheik estaría a salvo, por muchas cosas que aprendiese en su momento. Link en ese entonces no tenía la menor idea de quién era esa persona, pero ahora sí. No era una idea plausible a ningún nivel.
Hacía rato que Impa había percibido el tremendo desastre que había dentro de la red telepática. Ya no podían saber dónde se encontraba cada Sabio, ni hacia dónde ir, ni intercambiar la más mínima palabra. De vez cuando percibía una pincelada de la presencia de Rauru, pero no era suficiente para entablar una conversación. Era cierto que tenían un intruso en la red, aunque no sabían quién o qué era. Lo único que sabían era que los estaba saboteando, cada vez con menos escrúpulos, con menos cuidado.
Atravesaron el último pasillo, iluminado tenuemente por antorchas encendidas aquí y allá. Pasaron frente a un cuadro desproporcionadamente grande al que ninguno de ellos prestó atención. Era una pintura olvidada de la realeza, a la que mucho tiempo atrás se la condenó al olvido y a acumular polvo donde nadie pudiera verla.
Se acercaron a una puerta de madera e Impa agarró el picaporte. Al abrirla, crujió y chirrió como un demonio. El estruendo llenó todo el pasillo, reverberando por todas las paredes hasta perderse en la penumbra.
Aquello dio paso a una sala oscura, tétrica y no muy grande. La sala en la que esperarían para poder volver a salir... Y volver a encerrar a la princesa en otro lugar.
Gran Árbol Deku.- Comprendo —dijo con cierto alivio—. Agradezco que hayas venido hasta aquí para decírmelo. Al menos...
Dejó la frase inconclusa, observando detenidamente a la anciana con una cesta colgando del brazo. Hacía poco que había llegado ante él. El Gran Árbol no pudo evitar preguntarse qué hacía allí. Creyó que la Guardia Real se habría encargado de poner a salvo a la gente de Hyrule, tal y como había hecho él con los kokiri. Ver a esa mujer allí, habiendo recogido plantas medicinales tan tranquila, ignorando lo que había a las afueras, le hacía ver qué había un caos mucho mayor al que creía.
La mujer le contó lo que Mascot le había dicho, lo que tranquilizó al árbol. No contaba con tener siquiera la confirmación de que el Héroe de la Luz hubiera salido del Templo del Bosque, por lo que fue casi un motivo de celebración.
La mujer lo describió vagamente. Al principio lo había confundido con un conocido. Le dijo que era esbelto, alto y joven, vestido de blanco, con el pelo presumiblemente verde. No lo había visto muy bien. Andaba perdido por el bosque y ella le ayudó.
La descripción encajaba a la perfección.
Una vez le contó todo, el Gran Árbol se negó a dejarla marchar. Le dijo que allí afuera correría peligro, que le ocurriría lo peor nada más pudiera un pie fuera de los límites del bosque. No iba a consentir que esa pobre anciana corriese ningún riesgo. Si no se había puesto a salvo con los hylianos, lo haría al menos con los kokiri en sus propios dominios.
Abrió la boca y la anciana entró de buen grado, agradeciéndole permitirle refugiarse allí mismo. En cuanto la vieron, algunos kokiri se apresuraron a ayudarla. Le buscaron un lugar cómodo para que se sentara, aprovechando un hueco entre algunas raíces salientes, hojas secas y musgo.
Una vez el Gran Árbol cerró sus fauces de nuevo, la llanura se quedó en relativa calma. Los Skull Kid observaron todo desde las alturas. Ninguno se acercó al árbol, pero empezaron a tener miedo. Nunca vieron tantos adultos entrando al bosque y hablando con el árbol, y menos en tan poco tiempo. Algo pasaba, algo malo.
La espada del Rey surcó el aire, firme y contundente. Un demonio cayó a los pies de su montura, al cuál él casi no prestó atención. No era consuelo suficiente que estuvieran cayendo los seres más pequeños del bando enemigo. Sobre todo, cuando las tropas no dejaban de atravesar el portal, empeorando más por momentos.
La hoja de Su Majestad, bañada en un espeso líquido azulado, chorreaba sobre la hierba. Sangre de demonio. Tiró un tanto de las riendas de su caballo, observando el panorama. Observó la realidad del campo de batalla que tenían delante por primera vez desde que comenzaron a luchar. Una guerra en la que Hyrule parecía tener ventaja y control absoluto, se había transformado sin notarlo en una catástrofe sin precedentes. Hyrule no dominaba, en absoluto. Las fuerzas parecían estar igualadas, pero el Rey supo ver que no era así del todo. La Guardia Real estaba en el lado de la balanza que menos peso tenía. La situación había empeorado tan despacio que casi no lo habían notado. Era como haber metido una rana en agua tibia, para calentarla hasta hervir lentamente.
Los darkworldianos no eran débiles, y quizás él fue el primero en cometer el error de subestimarlos.
Apretó las piernas alrededor del caballo para que se pusiera en marcha. Al trote, se unió a varios soldados y entre todos armaron una formación improvisada. Se dirigieron hacia un grupo de demonios y de otros seres de aspecto cánido. Sus aceros chocaron ruidosamente al llegar a su altura. Esos chacales a dos patas tenían una fuerza espantosa. Además, sus armas eran muy distintas. Eran brutas, broncas, como los dientes de un pez abisal. Como si estuviesen hechas de cualquier manera. Eso, sumado a la fuerza de los animales, no sólo les daban un aire salvaje, sino nocivo para las armas hylianas.
La brutalidad de las armas oscuras debilitaba el filo de las hylianas despacio, un filo tallado en la calma frente a las fauces de un arma curtida en batallas constantes.
Su Majestad forcejeó frente a una de ellas, dándose cuenta solo en ese instante de la debilidad de su propio acero. Comprendió por qué su Guardia Real perdía las armas, cómo era posible que los despojaran de ellas. Había habilidad, pero sobre todo fuerza bruta.
La avanzada hyliana logró vencer el enfrentamiento al final, aunque a Su Majestad le daba la impresión de no ser una victoria propia, sino una concesión enemiga por lástima. No marchaba bien. Era demasiado obvio.
Al grupo enemigo prácticamente anulado, le quedaba la parte más molesta pero quizás menos importante. Los demonios se dispusieron a hacer de las suyas bajo una nueva lluvia de flechas que venía desde la muralla. Consiguieron subir a los caballos y tirar a algunos soldados de ellos. El Rey y varios guardias más hicieron lo posible por ayudar a los que cayeron, no consiguiéndolo con todos. Afortunadamente, el Rey no cayó del caballo, aunque los molestos seres rojos hicieron de todo por conseguirlo. Se aferró a la silla del animal, apretó las piernas a los costados y se sujetó a cualquier parte que pudiera. Si caía del caballo, no estaba todo perdido, pero se convertiría en una presa mucho más fácil y sus huesos ya no eran lo que fueron.
Los que lograron volver a subir se apresuraron a formar un corro alrededor del Rey para protegerlo y evitar que le hicieran caer. Varios caballos blancos galoparon y huyeron, liberados de jinetes que les indicaran hacia dónde ir.
Maniobraron con sus monturas y sus armas para controlar la situación y defender a Su Majestad de la oleada de demonios que se cernían sobre ellos. Era como si salieran de debajo de las piedras mismas. Habían jurado que cada vez había más, muchos más. Lejos de mermar al bando enemigo, era como si no hiciesen absolutamente nada. El Rey tuvo un mal presentimiento, que quiso ignorar durante un buen rato, y ya no era posible.
El tiempo parecía ir, lentamente, dándole la razón.
Al inicio, no les hubiera costado tanto derrotar a un grupo de demonios como esos. Incluso de los chacales a dos patas. Principalmente, porque al inicio de la batalla, no había ni mucho menos lo que tenían alrededor a ese punto. Más del doble de ellos se les venían encima, acompañados de sentimientos terribles de frustración. ¿Cuántos más de ellos había? ¿Realmente estaba sirviendo de algo matarlos? ¿Era algún tipo de magia oscura que los hacía duplicarse, o crear una especie de espejismo?
Un demonio estuvo a punto de lograr completar un ataque traicionero a Su Majestad por la espalda, de no ser por los agudos reflejos del hombre. Se dio media vuelta, saliendo de sus pensamientos, y lo abatió de un tajo, cortándolo en dos a la altura del pecho.
Tomó un ligero respiro, antes de que ese cambio de posición repentino le hiciera mirar de vuelta a la grieta rojiza.
Su sangre se heló y por un momento perdió el color en la piel.
Sus ojos se habían clavado en algo que no era un espejismo. Pudo pensar que era magia oscura, hasta ese momento. A esos seres no los habían visto todavía. Y dadas las circunstancias, no sabían cuántos horrores más estarían aún por emerger del portal.
Soldados armados de la cabeza a los pies, montaban sobre unas criaturas famélicas que pretendían ser caballos. Sus siluetas eran tristes, como un amasijo de huesos adornados con una fina y oscura piel. Sus ojos, hundidos, ofrecían las miradas más tenebrosas que habían visto nunca.
Con ellos, jinetes que cabalgaban unas enormes aves surcaron los cielos hylianos. Los arqueros corrían peligro. Todos ellos corrían peligro. Sus suposiciones, pesimistas, eran correctas.
Los darkworldianos no sólo estaban apareciendo por oleadas cada vez más intensas y numerosas. Estaban ocultando su auténtica fuerza.
Estaban jugando con ellos, como si pretendieran hacer tiempo para algo más.
Estaban jugando a agotar al ejército hyliano de una forma despiadada, haciéndoles perder el tiempo con las partidas más numerosas, pero más débiles. A ese ritmo, no estarían preparados para recibir lo demás que se les pudiese venir encima.
Y lo peor...
Si estaban realmente haciendo tiempo...
¿Para qué era...?
Desde que la princesa se marchó había cundido el caos por todo el dominio. En un principio no habían querido que el resto de los zora se enterasen. El inconveniente era lo concentrados que eran sus dominios. Era el lugar perfecto para que los rumores y las noticias circularan más fácil que la pólvora. Y más aún, claro estaba, si la noticia en cuestión se trataba de algo como lo de ese día.
Entre los zora, los murmullos de que había comenzado una guerra y que su princesa había ido a participar en ella, no callaban. Ganaron fuerza progresivamente, hasta convencer a todos de que, efectivamente, la batalla ya había comenzado. Eso, sumado a que el rey zora no hiciese esfuerzo alguno por desmentirlo, le daba aún más fuerza.
Los dominios se convirtieron en un hervidero de nervios, rumores y silencios incómodos. Los adultos no sabían qué hacer ni qué esperar. El rey esperaba instrucciones, pero no decía nada. La inquietud se reflejó también en los renacuajos, como se les conocía a los niños de esa raza.
Las mentes de todos tenían las mismas preguntas, aunque nadie las formulara en voz alta. ¿Dónde se abrió el portal? ¿Qué estaba saliendo de él para que Ruto hubiese acudido...? ¿Qué le esperaba a Hyrule a partir de ese momento? ¿La Guardia Real sería suficiente?
El rey se puso en pie en la sala del trono. Con dificultad, salió por la parte trasera, hacia la laguna de Jabu-Jabu. Se topó con un cielo gris que a duras penas reflejaba la luz del sol. Una brisa fría anunciaba lluvias próximamente.
Esperaba que su hija estuviese bien. Al fin y al cabo, formaba parte de los Seis Sabios. Aunque eso, por otra parte, no evitaba que se preocupase por ella.
No podía recordar que Link la salvó de las entrañas de Jabu-Jabu una vez, en otro tiempo. Que Ruto se prometió con él dándole la gema de su madre. Simplemente aquello nunca sucedió. Para el rey zora, Link no era más que un extraño, un renegado hyliano que se corrompió por la oscuridad. Para su hija, era muy diferente. Pero él no podía saberlo.
Meditó largo y tendido a solas, y decidió que no esperaría indicaciones por parte del Rey de Hyrule. Creyó más oportuno velar por sus dominios cuanto antes, como siempre hizo, sin esperar segundas opiniones. Por lo que pudiera suceder.
Los zora serían evacuados a los pozos de aguas subterráneas que conocían desde hacía generaciones, pero que nunca se vieron en la necesidad de utilizar. Después de tanto... Iban a servirles.
El ejército hyliano dio paso al desorden absoluto. La guerra, lentamente, estaba consiguiendo su propósito. Los estaba separando, como si fuesen grupos aislados e independientes entre sí.
Las historias de tiempos remotos contaban que, una vez, el pueblo de Hyrule utilizó monturas aéreas para desplazarse. Esas aves habían pasado, con el tiempo, a ser consideradas casi un mito. Solo se hablaba de ellas en los cuentos.
Tantos años después, la Guardia Real las tenía sobre sus cabezas, sin comprender muchas de las cosas ligadas a ellas.
Si realmente existían, ¿quién las desterró al Mundo Oscuro? ¿Qué hicieron para ser consideradas peligrosas? ¿Por qué Hyrule no las quería de vuelta en sus dominios?
Nadie esperaba que una cosa así emergiera del portal. Sin embargo, no venían solas. Las dirigían jinetes, hombres armados con ballestas y arcos. Hasta el momento, solo se habían enfrentado a partidas darkworldianas de cuerpo a cuerpo, y eso cambiaba los esquemas. Los jinetes aéreos eran ataques a distancia, cuyo propósito era exterminar las defensas de la muralla.
Afortunadamente para la Guardia Real, tenían a tres Sabios que actuaban deprisa. Rauru, Nabooru y Ruto dividieron fuerzas y trataron de abarcar la mayor cantidad de espacio posible.
Los darkworldianos tenían estudiado el campo de batalla, como si hubiesen luchado en él decenas de veces. Poco a poco estaban dejando salir su auténtico potencial, haciendo que incluso las ofensivas de los Sabios resultasen, en ocasiones, ineficaces.
Los jinetes aéreos descargaron su primera lluvia de flechas sobre la Llanura de Hyrule, arrasando incluso con parte de su propio ejército. Otra parte de la lluvia cayó directamente sobre el pelotón de arquería, aunque la mayoría solo resultaron heridos.
Aún así, los Sabios vieron caer a varios hylianos del muro a tierra o al foso, con un sinfín de flechas clavadas en partes críticas. En el campo de batalla lograron abatir a unos cuantos soldados y a varios caballos, acribillándolos de pies a cabeza. El capitán de arquería dio la orden de descargar contra los jinetes del aire sin dudarlo, y los Sabios se alzaron en el aire desde diferentes puntos. Quizás las avanzadas terrestres fuesen peores, pero desatender más de la cuenta la parte aérea podía ser fatal para todos.
Ruto y Nabooru se miraron durante una fracción de segundo antes de acudir hacia el grupo que se movía por el aire. Las dos reflejaban lo mismo con la mirada, aunque ninguna lo dijo. De seguir así, el ejército del Mundo Oscuro acabaría por superar al suyo, y no solo en número.
Solo podían cooperar para tratar de inclinar la balanza a su favor, todo lo que pudieran. Y rezar a las Tres Diosas.
Aunque no los pudieran oír.
Era lo poco que aún les quedaba.
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