𝗖𝗵𝗮𝗽𝘁𝗲𝗿 𝟮𝟭. Pandemónium.
🔞TRIGGER WARNING (+18)🔞
Este capítulo contiene escenas de violencia explícita. Lee bajo tu propia responsabilidad.
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«—Y...¿por qué te llaman "el marionetista" —le había preguntado Or-Volka—. ¿Por qué tú, más que ninguno, no pareces ser de esta dimensión...?»
Por primera vez en años, Xerxeus respondió a ambas preguntas. Or-Volka ahora era el único que sabría de todo eso.
«—¿Es posible que los darkworldianos echen de menos el sol...? ¿Es posible que les duela lo que estoy a punto de hacer...?»
Xerxeus sonrió.
«—Nadie puede echar de menos algo que no ha visto en toda su vida —le contestó el león—. Sin embargo, para quiénes lo han tenido siempre, será como llevarles al infierno. Y transcurren años, muchos años hasta que uno se acostumbra a estar en él.»
Esa vez, fue Or-Volka quien sonrió.
Los más veteranos, parecían cargar con el peso del nerviosismo del resto. La temible orden había llegado al cobertizo de la Guardia Real. Los portones de la sala de armamento se abrieron y todos debían equiparse con sus respectivos artilugios.
Unos formaban parte de arquería. Otros, artillería. Kafei pertenecía quizás al grupo más arriesgado de todos. Los que llevaban las armaduras más fuertes, escudos y enormes espadas. Los que se batirían contra lo que estuviese a punto de llegar a Hyrule, directamente en el campo de batalla, cuerpo a cuerpo.
Se puso una reluciente armadura plateada, adornada con prendas blancas. Enfundó su espada y se la colocó a la cintura. Tomó un escudo hyliano y se lo colocó a la espalda. Pese a la cota de malla, al peso de las piezas metálicas, su arma y su escudo, no sentía el peso en el cuerpo. El peso lo llevaba por dentro. Llevaba el emblema de la Familia Real en la frente, tallado finamente en acero. Jamás esperó tener que cargar con el emblema tan pronto, ni mucho menos, en una situación como aquella.
Kafei se quedó bloqueado en el sitio, sin prestar atención a sus compañeros ni a lo que decían. Se le quedó la mirada perdida, aunque él no era el único en esa circunstancia. El chico tan patoso al que Kafei había visto entrenar tantas veces, estaba a pocos metros de él, con una tiritona preocupante. Kafei no le dijo nada, ni el chico era capaz de articular palabra para decirle nada a él. Sin hablar, los dos sabían que estaban pensando lo mismo. Uno, era muy hábil. El otro, no lo era en absoluto. Y en ese momento, no se sentían tan distintos.
Se escuchó bullicio por fuera del cobertizo, y poco después, uno delos instructores entró a darles palabras de ánimo dentro de lo posible. Les ayudó a salir al exterior. Kafei mentiría si dijera que había escuchado algo de lo que ese hombre le dijo antes de salir al patio.
El día era oscuro y frío, cubierto con un manto grisáceo en el cielo. El ambiente parecía saber lo que estaba a punto de pasar. Una molesta brisa pegajosa surcaba el patio del Castillo de Hyrule, removiendo las crines blancas de los caballos que irían con ellos a la guerra. Kafei eligió uno casi sin prestarle ninguna atención. Para entonces, los animales estaban armados y ensillados también, por lo que se subió a su lomo nada más escogerlo.
Poco a poco, todos los soldados se subieron a sus monturas y se agruparon dependiendo del cuerpo al que pertenecieran. La tensión se notaba en cada centímetro de la atmósfera, y no se escuchaba ni el vuelo de las moscas.
Kafei agarró fuertemente las riendas del caballo. El animal no estaba nervioso. Cabeceaba de vez en cuando y balanceaba la cola, pero no tenía intención de moverse del sitio. El chico que llevaba a lomos, por el contrario, estaba experimentando el mayor ataque de nervios que había tenido en toda su corta vida.
Un poco más allá, el joven al que antes se había quedado mirando en el cobertizo, no solo estaba aterrorizado. Su tiritona era tan obvia que estaba contagiándosela a su caballo. En animal se había empezado a poner nervioso, intentando romper la formación del patio. El chico, a ese punto, estaba entrando en pánico y era incapaz de manejar la situación y de evitar que el caballo dejara de moverse. Tuvo que ser uno de sus compañeros el que tomara las riendas tanto del suyo como del caballo del chico.
A Kafei aquello le dio tristeza. No estaban preparados. Ninguno de ellos lo estaba.
Su Majestad llegó al patio poco después. También iba armado hasta los dientes, y una enorme espada reposaba ceñida en su cinturón.
El mejor de todos los caballos, el más robusto y rápido, lo tenían preparado con una armadura especial, adornada con bordes dorados.
El Rey, escoltado por varios guardias del Castillo, subió a su caballo y se acomodó, llevando a su propio animal al frente de la marcha. En formación, con el Rey de Hyrule al frente, se dirigieron hacia la desolada Ciudadela. Kafei espoleó un tanto al caballo y las calles vacías se llenaron con los ecos de cientos de cascos, castañeteando contra los caminos de piedra.
La fuente, los locales recreativos, las tiendas, las casas de la plaza... Todo se sentía sumamente muerto. Desde la evacuación, la Ciudadela de Hyrule se había convertido en una especie de ciudad fantasmal. No parecía llevar vacía días escasos, sino meses o incluso años.
La Guardia Real atravesó la calle principal hacia el puente levadizo. Nadie dijo una sola palabra. Nadie levantaba la vista. Nadie se quería imaginar que quizás, ese sería el destino de, no solo la Ciudadela, sino de toda Hyrule si las cosas salían mal. Se sentían diminutos, incapaces de poder detener una amenaza como esa.
Kafei levantó un momento la cabeza entre la multitud para mirar al cielo triste bajo el que caminaban. Tal vez, nunca lo diría en voz alta. Creía cada vez con más fuerza que su tío tenía razón.
Y sin embargo, ahora estaba siguiendo la estela tornasolada de la armadura de Su Majestad, a punto de salir al mismísimo campo de batalla. Y, por mucha razón que tuviera, ya solo quedaba una cosa por hacer.
El chico volvió a bajar sus ojos rojos hacia la crin de su caballo. No obstante, su mirada estaba perdida entre el animal y él, en la nada absoluta.
Kafei.- Espero... que al menos pueda hacer que te sientas orgulloso de mí... —susurró.
El pánico se desató entre los habitantes de Kakariko y los trasladados de la Ciudadela. Llevaban muy poco allí y ya había llegado un pequeño pelotón de la Guardia a dar otra voz de alarma. Estar en las casas a la intemperie ya no era seguro, por lo que la evacuación de todos los hylianos a las cuevas subterráneas debía hacerse ya.
Varios niños empezaron a llorar con tan solo ver la atmósfera que rondaba entre los adultos. Algunos trataban de tranquilizarlos, sin mucho éxito. No era fácil conseguirlo, dado que los mismos adultos tampoco eran capaces de calmarse.
Ver a la Guardia Real vestida con ropas más aparatosas y con armaduras mucho más robustas, no ayudaba.
Anju se quedó sobrecogida con la noticia, y durante un rato fue incapaz de decir nada. Los guardas trataron de apaciguar los ánimos de la muchedumbre, respondiendo las pocas preguntas a las que podían contestar. Varios ancianos preguntaron qué estaba sucediendo, qué le depararía a Hyrule. Todos sonaban ansiosos, intentando sujetarse a cualquier mínimo resquicio de luz que se les pudiera proporcionar.
Además, los soldados no eran capaces de contestar a todo lo que se les preguntaba. Eso empeoraba la situación, y más aún, cuando no fueron capaces de dar más detalles y ordenaron a la gente una evacuación inmediata. La gente se quedó murmurando entre sí durante un buen rato, echándose las manos a la cabeza y creando toda clase de teorías alocadas. Unos querían escucharlas, rebatirlas o resignarse a ellas, aunque otros lo evitaban a toda costa.
Anju era de las que no se negaban a escucharlas, pero no querían resignarse al peor de los escenarios. Y menos aún, sin conocer qué era exactamente lo que vendría.
Varios de los guardias los condujeron a la entrada oculta a las cuevas subterráneas de Kakariko, dándoles varias antorchas. Entrada que se encontraba tras la valla de madera que impedía el paso a la casa dela anciana. Cuando pasaron y condujeron a la gente por la entrada de las cuevas, uno de los soldados abrió la puerta de la casa. Los habitantes de Kakariko echaron en falta a la mujer, y le dijeron que si no estaba en el grupo, seguramente estaría en su casa.
No obstante, cuando abrieron la puerta, se encontraron con múltiples columnas de humo de colores, olor a plantas medicinales de todo tipo mezclado con incienso, y un gato naranja recostado en el mostrador. Pero ni rastro de la mujer. Los soldados preguntaron extrañados si sabían dónde podría estar. A decir verdad, rara vez la veían por el pueblo simplemente paseando. Casi nadie le prestaba mayor atención y sabían de ella lo justo y necesario.
Y fue, recapitulando alrededor de ésto último, cuando la esposa del capataz de obras recordó a lo que la mujer se dedicaba, con horror.
Sino estaba entre ellos ni en su casa, no cabía otra posibilidad. Estaría en los Bosques Perdidos, en busca de plantas.
Una oleada de preocupación rondó por todo el tumulto de gente. Los soldados trataron de nuevo de calmar a la muchedumbre mientras les instaban a no salir al exterior. No podía ir ninguno de ellos a buscarla. Es más, incluso para los propios soldados era peligroso ya que, de perderse, jamás regresarían. No tenían idea de cómo la anciana podía ir y volver del lugar con tanta facilidad. Ni tampoco tenían idea de qué pintaba ella buscando plantas en un momento como ese... ni de por qué aún no habría regresado.
Uno de los soldados se quejó con frustración de la situación. De por qué diantres parecía que algunos ancianos insistían en poner sus vidas en peligro constante, con esa inconsciencia. Dejó escapar la frase demasiado alto y eso hizo que algunas personas replicaran, con los ánimos aún más crispados. Anju trató de poner de su parte para tranquilizarlos, pero casi nadie la escuchó. También la ayudó el hombre corpulento de la sala de juegos de puntería, aunque le ocurrió algo similar. Eso fue hasta que, reparando en la anciana supuestamente desaparecida, otra mujer se diese cuenta de otra pérdida. Era una señora oronda con un vestido blanco, que andaba siempre por la plaza de la Ciudadela de Hyrule. Se echó las manos a la cabeza y comenzó a ponerse histérica, como si le hubiese dado un ataque de pánico tan exagerado que era incapaz de controlarlo.
Entre sus gritos, se pudo entender que su perrito blanco se había perdido.
Varios de los carpinteros del capataz trataron de sujetarla y calmarla. Le repitieron que el perrito aparecería, aunque lo hacían más bien para que parase de moverse. A decir verdad, en la Ciudadela de Hyrule veían al perrito de la mujer fuera de casa prácticamente cada noche.
Llegaron a pensar que no era casual que el perrito se escapase sin más, sino que salía huyendo de esa mujer tan escandalosa.
Lograron hacer que se calmara y respirara más tranquilamente tras unos minutos de soportar manotazos y un sinfín de aspavientos violentos .En uno de ellos, la mujer le dio un golpe a un chico pelirrojo con un flequillo que le cubría los ojos, que había pasado todo ese tiempo desapercibido. Con el golpe, el chico dejó caer al suelo un frasco de cristal que se rompió en mil pedazos, liberando a cuatro insectos azules. Eso provocó que varias mujeres chillaran, incluso algunos hombres también, usando algunas antorchas para ahuyentarlos hacia las profundidades de la gruta.
Una joven y empalagosa pareja de enamorados se refugiaron el uno en el otro, y un hombre medio calvo empezó a hacer sonar su caja de música, esperando que ésta apaciguara los ánimos.
Los soldados no podían creerse el caos que se había desatado. La gente estaba desquiciada, y tan solo por las mil figuraciones que se estaban haciendo de lo que podría ser que sucediese.
A varios metros del tumulto, como si no fuese con ellos, la familia más adinerada de Kakariko estaban de brazos cruzados, con reticencia. Aún no eran capaces de asimilar que tendrían que permanecer en esa cueva pestilente, con aquellas ropas tan caras y rodeados de gente ridícula. Además, se quejaban de que la señora, si realmente quería tanto a su perro, debería haberse percatado de su desaparición mucho antes.
Y era cierto que en eso no les faltaba razón.
Los soldados pidieron al hombre de la caja de música que parara, pues no ayudaba a apaciguar nada. Más bien lo empeoraba.
Y más empeoró cuando otro habitante de Kakariko, se dio cuenta de que faltaban tres personas más.
Varios de los presentes se llevaron las manos a la cabeza. Aquello era un desastre. Las cuatro personas desaparecidas habían demostrado una irresponsabilidad pasmosa.
Talon, Malon e Ingo, los encargados del rancho, ya no estaban.
La mujer del capataz recordaba que Talon se quejaba de haber tenido que ser evacuados tan rápidamente. De que los caballos estaban desprotegidos y con ellos, el trabajo y el esfuerzo de toda su vida.
Los soldados estaban empezando a unirse a la desesperación de la gente. No era suficiente con que hubiese desaparecido una señora mayor en el bosque, sino que ahora otras tres personas más estaban en las mismas, o incluso peor.
Por lo que decía la mujer, los tres habrían vuelto al rancho. Y justo al lado de él, era donde se había abierto la brecha interdimensional. No solo corrían peligro, sino que para añadir más leña al fuego, estarían en medio de la guerra. Rescatarlos era mucho más peligroso aún que rescatar a la anciana de las medicinas.
Uno de los soldados se llevó una mano a los ojos, apretándose los párpados contra el tabique nasal. No se lo podían creer. ¿A quién se le ocurría salir del pueblo en una situación como aquella?
El pánico no tardó en cundir de nuevo entre la gente. La Guardia Real ya no sabía qué hacer.
Hasta que intervino el anciano de las ropas azules, por primera vez en todo ese tiempo. Se encogió de hombros, también afligido.
En cuestión de segundos, ese viejo consiguió hacer lo que no hizo ninguno de los allí presentes: hacer que todo el mundo se callara.
Anciano.- Cada uno sabe lo que hace y en qué momento. Unirnos a ello, solo nos hará que corramos más peligro. Si debe haber pérdidas, no debemos engordar la cifra. Nosotros no podemos hacer más, debemos depositar toda nuestra fe en nuestro Rey y en su Guardia. Y si os ayuda, rezarle a las Diosas por que protejan a los desaparecidos. Lo que sea para que vuelva la tranquilidad. El curso de la guerra no lo cambiará nuestro pánico.
Tras eso, el anciano no dijo una sola palabra más. Después, hubo un gran silencio. Los hylianos se miraron entre ellos, desinflándose poco a poco. Tenía razón.
Anju reflexionó con las palabras del anciano. Ella también se preguntaba dónde estaría Link. Ella también había perdido a alguien. Pero desde la evacuación de la Ciudadela, sabía que nada ni nadie debería salir de Kakariko. Tan solo les quedaba una opción y era hacer caso tanto a la Guardia Real como al hombre de azul.
Cuando salió del Templo del Bosque, la cosa no mejoró en absoluto. Seguía sin poder establecer contacto con Rauru, por lo que había intentado hacerlo con otros Sabios. La histeria le invadió cuando vio que el resultado seguía siendo el mismo.
Bajó de la entrada del templo de un salto y se arrepintió al momento de tocar el suelo. No se había detenido a pensar en la altura, y se hizo daño en una pierna.
Chasqueó la lengua y esperó simplemente haberse hecho mucho daño, pero no haberse roto nada.
No tenía tiempo que perder y Rauru no daba ninguna señal de vida. Así que solo le quedaba una opción. Tenía que lograr salir de los Bosques Perdidos como pudiera y, lo más importante, sin perderse.
Tragó saliva y se puso en marcha apretando los puños. En ese momento, más que en toda su vida, envidió a Link y deseó ser él. No era kokiri, pero al menos sabía moverse por el bosque como si lo fuera. Eso al menos, hasta donde él sabía.
Descendióunas enormes escaleras de piedra y atravesó un laberinto. Se detuvoen cuanto estuvo a las puertas de una gruta oscura.
Caminó a través de ella y apareció en un camino con solo dos troncos. Estaba siendo fácil hasta ese momento. Más concretamente, hasta el momento en el que el camino se bifurcó en tres.
Mascot se detuvo y observó las tres opciones que tenía delante. La posibilidad de confundirse era muy grande... y tenía que acertar un sinfín de ellas.
De pronto el bosque le pareció un mundo, y escapar de él más aún. Mascot se llevó una mano al pecho y trató de serenarse por todos los medios. Poniéndose nervioso no iba a lograr nada. Debía respirar hondo y observar bien los caminos. Alguna pista debía haber en algún lado. De alguna manera debían de orientarse los kokiri... pensó.
Caminó un poco más hacia el frente para mirar mejor a través de uno de ellos. Aunque un leve crujido de ramitas y hojas le hizo volver la vista atrás. Se quedó completamente quieto en el sitio, pensando en si había sido él sin percatarse o es que había alguien siguiéndole. Siguiéndole... ¿allí? No tenía mucho sentido. ¿Quién iba a estar en esa zona del bosque? ¿Para qué?
Mascot volvió a lo suyo. Estaba empezando a ponerse paranoico y tenía que centrarse en salir de allí. No hacía más que perder el tiempo y...
El mismo sonido otra vez.
El Héroe de la Luz ya estaba empezando a mosquearse. Esa vez no se había movido del sitio...
¿Un pájaro...? ¿Algún otro animal?
El sonido se escuchó otra vez. Y Mascot vio qué lo hacía...
Un arbusto en el que él no había reparado. Aunque no era nada tranquilizador. Porque el arbusto tenía que haberlo movido algo o alguien... porque no hacía nada de viento dentro del bosque.
El arbusto se zarandeó, acompañado de un quejido extraño que no pudo identificar con ningún animal. Ahora sí que no podía moverse del sitio.
¿Qué demonios era eso?
Lo que fuese, estaba tratando de salir. Y hacía ruidos raros. El arbusto se zarandeaba cada vez más violentamente... hasta que Mascot logró ver qué era lo que estaba saliendo de detrás de él.
Estaba ocurriendo otra vez, igual que las últimas veces que se comunicó con algunos Sabios. Particularmente, con los del Mundo Oscuro.
Rauru, ausente de todo y de todos, trataba de encontrarle una explicación. De dar con la fuente del problema. Por más que lo intentaba, era incapaz de identificarlo.
A pesar incluso, de ser mucho más notorio que las primeras veces.
No podía estar pasando, no ahora que necesitarían la comunicación telepática para la estrategia a seguir.
Se llevó las manos a la cabeza.
Eso no podía estar pasando ahora.
Rauru escarbó en los confines más recónditos de la red, sin éxito. Estaba pasando algo por alto y no sabía el qué. Y hasta que no lo encontrara, la red telepática no volvería a ser segura.
Hasta que no sacaran al intruso que había dentro de ella y que nunca hablaba. Pero lo escuchaba, lo escuchaba todo.
Ura se refugió detrás de las piernas de su madre. Era la niña gerudo más pequeña del clan y por ende, la que estaba más asustada viendo la situación. Todas las gerudo se habían reunido en una de las casas más amplias del valle. Nabooru se había marchado, habiéndoles dicho algunas cosas sobre qué hacer.
Todas las mujeres habían recibido la orden de no salir del Valle Gerudo, a lo que más de una se opuso. Sabían que Nabooru iría a ayudar, y ellas no querían ser menos. Sin embargo, la líder había sido clara como el agua. No podían ni debían salir del valle. No tenían idea de qué era lo que pasaría y, de ir todas a luchar, dejarían a las niñas más pequeñas solas y el valle desprotegido.
Varias adolescentes atrevidas tuvieron la idea de saltarse esa orden e ir en su ayuda. Eso les costó una fuerte regañina de las adultas, que les recordaron que las órdenes de Nabooru estaban por encima de todo lo demás.
Durante un rato, varias gerudo de las más mayores, les dieron una ominosa charla a las jóvenes acerca de la lealtad y la promesa hacia su líder. En ese momento, Ura dejó de prestar atención, pero no dejó de agarrar los pantalones de su madre. Si las adultas no podían hacer nada... ella mucho menos. Además, estaba asustada.
Desvió la mirada del grupo y volvió la cabeza hacia un lado.
Desde hacía rato, se veía un pequeño resplandor rojizo por encima de las montañas rocosas. Ura se preguntó si alguna más se habría dado cuenta de eso.
Los niños chapoteaban en el agua, jugando. Eran los únicos que se podían permitir el lujo de reír a carcajadas.
Ruto no paraba de dar pasear por las orillas de la región, ausente. No dejaba de darle vueltas a todo lo que había pasado, en tan corto espacio de tiempo. Hacía días que casi no hablaba. Todos los zora la notaban tan fuera de su dimensión que muchos de ellos no se atrevían siquiera a preguntar nada. Su cara lo decía todo, y temían oír más malas noticias. Aunque sabían que las oirían de todas formas.
La princesa se sentó en una orilla apartada y estiró las piernas. Sus pies membranosos entraron en el agua y jugó a moverlos para crear ondas. Aquel lugar era un paraíso, su paraíso. Hacía siglos que los zora habían aprendido a vivir en paz, en absoluta tranquilidad. A disfrutar de la armonía de las aguas de su reino, que eran claras como un cristal.
Siempre fue bastante altiva y lejana. Incluso con su padre. A decir verdad, desde el incidente de Jabu-Jabu había cambiado un tanto. Sin embargo, nada le hizo cambiar tanto como la noticia de que Link había derrotado a los Sabios del Mundo Oscuro.
Muchos de los zora allí presentes no sabían ni la mitad de los detalles de la historia. Pensó, con amargura, que aunque lo supieran todo con sus respectivos nombres, tampoco serviría de gran cosa. Nadie se acordaría de Link, ni de lo que hizo por ellos.
Concretamente por ella.
Era demasiada carga. Ella era la princesa, y estaba acompañada aún por su padre. Pero eso era mucha carga, por no contar el secretismo con su propia gente. Ni siquiera sabían qué pasarían ni tenían garantías de nada, y ya se sentía desmoronada.
Ruto se llevó las manos a la cara y dejó de jugar con el agua. Varias gotitas cristalinas resbalaron de sus ojos y se mezclaron con el lago. Si eso era lo que involucraba ser la princesa de un reino... no estaba tan segura ya de querer serlo.
La figura fue saliendo del arbusto. Mascot era completamente incapaz de mover un solo músculo para salir corriendo. Es más, eso hubiese sido incluso peor. Eso podría haberle conducido a perderse por el bosque sin remedio, que era justo lo que intentaba evitar.
No era muy grande, y parecía estar teniendo dificultades para ponerse de pie. Emitía unos sonidos muy raros, como una especie de quejidos temblorosos. Mascot logró distinguir una mata de pelo grisáceo, unas manos... ¿y un pañuelo estampado?
El Héroe de la Luz frunció el ceño y al fin, la figura salió del arbusto.
Lo que él creyó ser un animal temible y hostil, había terminado siendo una ancianita de corta estatura, ojos pequeños, nariz aguileña y con una cestita cargada en el antebrazo.
Mascot se relajó un tanto al ver que no era nada de lo que él podría haberse imaginado. Aunque eso solo dio paso a otras preguntas diferentes. ¿Por qué había una anciana en medio del bosque como si estuviese de excursión? ¿En esas circunstancias? ¿No se había enterado de lo que estaba por venir?
La señora guardó en la cesta varios ramilletes de plantas que, presumiblemente, acababa de recoger.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba acompañada, aunque por cómo entrecerró los ojos Mascot diría que ni siquiera podía distinguirle demasiado. Eso suscitó otra pregunta sobre cómo identificaba las plantas que recogía.
Anciana.- ¡Oh, Tortus! —le dijo de pronto—. No sabía que habías venido hasta aquí. No hacía falta que me acompañaras. Hoy te has vestido de blanco, te sienta muy bien.
Mascot enarcó una ceja.
¿Quién era Tortus? ¿La viejita realmente veía tan mal?
Antes de que él pudiera siquiera balbucear una respuesta, la anciana se puso en camino hacia uno de los troncos caídos a pasos muy cortos, pero veloces. Con sus temblorosas y arrugadas manos le hizo señas al héroe, quien seguía plantado en el mismo sitio.
Anciana.- Ven, Tortus. Este sitio es muy peligroso. Sígueme, no vaya a ser que te pierdas.
Mascot dudó un poco. La anciana veía mal sí. Por otro lado, no era como si fuese la primera vez que iba al bosque a por plantas. El Héroe dela Luz sopesó los pros y los contras rápidamente, dándose cuenta de que la mejor opción era seguirla, adónde quisiera que fuese.
Si la seguía y ambos se perdían, sería el mismo resultado que tendría garantizado a la fuerza si continuaba por su cuenta. Por el contrario, si estaba en lo correcto y la anciana conocía el camino, podría salir gracias a ella.
Después de meditarlo, siguió los pasos de la anciana. Esperaba estar haciendo lo correcto.
La primera grieta había crecido mucho en poco tiempo. Or-Volka estaba muy satisfecho, tanto, que había empezado directamente a prepararse para poner la guinda sobre el pastel.
Mientras tanto, el león guió a todo el ejército del Mundo Oscuro en el orden acordado, hacia la grieta roja. Aún debían esperar un poco a que estuviese completamente preparada, lo que era inminente.
Xerxeus se acercó hacia Or-Volka, que ya estaba empezando con lo que le dijo antes.
Or-Volka.- Voy a necesitar tu ayuda pronto —le advirtió—. Por ahora puedo sostenerla yo mismo. Pero necesitaré apoyos eventualmente.
El león asintió.
Or-Volka.- Dales una alegría. Diles que pueden atravesarla.
Xerxeus abrió de par en par sus ojos felinos, y miró a Or-Volka como si esperara una confirmación de que lo decía en serio. Naturalmente lo estaba haciendo, por lo que el león, obediente, les dio la noticia a los darkworldianos, quienes lo celebraron efusivamente.
Dado lo exaltados que estaban, se vio obligado a recordarles el orden con el que entrarían por la grieta. Se lo repitió varias veces, en particular a los demonios, que tendían a desperdigarse más de lo necesario. Poco a poco, demonios rojos y no muy grandes ni imponentes, atravesaron la grieta.
El orden se estableció en las tropas, por lo que Xerxeus no creyó que fuese necesario estar supervisándolos más tiempo.
Cuando volvió junto a Or-Volka, descubrió que estaba tan a punto la preparación que ya podría dejarla en el suelo, para que siguiera su curso natural. Xerxeus le indicó el lugar concreto y el chico la dejó allí.
Por primera vez, Or-Volka observó a su ejército atravesando la grieta. Su ejército. Aún le costaba digerir la expresión.
Or-Volka.- ¿Estás seguro de que estará allí?
Xerxeus ni siquiera le miró.
Xerxeus.- Completamente.
Después de eso, los dos se callaron durante un buen rato. Tan solo se oían las celebraciones del ejército atravesando el portal.
Or-Volka.- Vi algo... —intervino de repente, solo para que el león lo escuchara—. Mejor dicho, a alguien... cuando iba en busca de las Gemas del Mal. Esperaba verle entre las criaturas que estaban reunidas.
Xerxeus.- ¿Cómo era...?
Or-Volka dudó unos segundos, tratando de hacer memoria.
Or-Volka.- Era muy alto. De un color azulado... o violeta más bien. Era como fantasmal.
Xerxeus se quedó mirándole, con la sorpresa grabada a fuego en los ojos.
Or-Volka.- ¿Sabes qué es?
Xerxeus.- Phantom Lord —sentenció.
Or-Volka frunció el ceño. Nunca había oído mencionarlo.
Or-Volka.- ¿Y dónde está?
Xerxeus.- A la luz de los acontecimientos... está aquí.
El chico miró a su alrededor, sin conseguir distinguirle por ninguna parte. El león le llamó, deteniéndole.
Xerxeus.- No vas a verle allí.
Or-Volka estaba cada vez más desconcertado. Xerxeus señaló con la mirada el dorso de la mano de su señor. Él la alzó, viendo el brillante triángulo invertido dibujado en ella. Después, sus ojos ambarinos se volvieron hacia el león, entendiéndolo por fin, con asombro.
Habían llegado a la muralla de la Ciudadela de Hyrule y allí, cada pelotón se había dividido por la zona acorde al arma que llevaran.
Kafei y los demás avanzaron por el puente levadizo hasta pisar al fin la llanura. Durante horas de tensión constante, encararon directamente la grieta roja que se había abierto en medio del aire. Se notaba cómo crecía con el paso de los minutos, como daba pulsaciones y se movía. Más que un portal, parecía otro ser vivo más de la otra dimensión.
El Rey no apartó la vista de la grieta en ningún momento. Tampoco retrocedió. Estuvo al frente del batallón, montando guardia más cerca que nadie, sin perderse un solo detalle de esa cosa.
El paso del tiempo solo hacía que la tensión empeorase. Con cada minuto que transcurría con el ejército allí, pendiente del portal, empeoraba las expectativas. Ninguno sabía ya qué pasaría. Ni cómo llegarían, ni si lo harían ese día.
Su Majestad no le quitaba ojo, como si tuviera la corazonada de que no se harían esperar. Kafei deseó con respeto que la corazonada del Rey fallase, para darles más tiempo a prepararse. Sin embargo, para desgracia del chico, no falló.
De repente, se empezó a vislumbrar una especie de silueta oscura a través de la luz roja de la grieta. Danzaba como una figura debajo del agua, e iba ganando nitidez poco a poco.
Todos la vieron, y eso desató murmullos y algunos alaridos ahogados de sorpresa.
Fue entonces, aún antes de que la silueta se hubiera acercado lo suficiente a la grieta como para salir de ella, que Su Majestad se dio la vuelta. Se encontró con miles de rostros, con cientos de expresiones y emociones distintas. No obstante, en todos esos ojos que le miraban, había la misma pregunta. Y ni siquiera él era capaz de responderla... y se enfrentaría con ellos a lo mismo, compartiendo la carga, con la misma incógnita.
Su Majestad espoleó al caballo y le hizo avanzar a lo largo de la fila de soldados que había tras él. Clavó sus ojos cansados en cada uno de los rostros que le acompañaban, sintiendo no poder decirles nada más de lo que estaba a punto de recitar.
Rey.- ¡Guardias de la Familia Real de Hyrule! —Comenzó, enérgicamente—. Hace mucho que hicimos un juramento ante las Tres Diosas. Juramos proteger la tierra que ellas crearon a cualquier precio, incluso si éste incluía nuestras propias vidas. Y hoy ha llegado el día de honrar nuestro juramento.
El chico tan aterrorizado de antes no había hecho más que empeorar su estrés. Aunque no era el único y Kafei, sin darse cuenta, había pasado a formar parte del grupo de soldados convertidos en manojos de nervios. Apartó la vista de la grieta cuando un montón de alaridos comenzaron a salir de ella, como cientos de cuernos de batalla sonando al mismo tiempo.
Se forzó a sí mismo a calmarse, agarrando con firmeza las riendas de su caballo. No había marcha atrás. Su mente se volvió caótica de un momento a otro, repitiéndose constantemente la frase: "Perdóname, tío. Espero al menos hacer que te sientas orgulloso de mí".
Más allá el otro chico colapsó, teniendo que inclinarse hacia un lado para vomitar.
El Rey suspiró. Él los entendía, mejor que nadie en toda Hyrule.
Rey.- Soy consciente de la situación que tenemos ante nosotros. De las incógnitas que todos tenéis en la mente. Yo también las tengo. Nunca nos hemos enfrentado a nada parecido. No sé qué emergerá de esa grieta, ni sé cómo acabará esta batalla. Tenéis miedo... y yo también —hizo una pausa—. Ninguno somos de piedra. No obstante, hoy deberemos pelear por serlo, por nuestras familias, por la gente que queremos, por la tierra que nos ha visto nacer. Hacedlo por ellos, y por el lugar al que llamamos hogar.
»Puede que sobrevivamos, puede que no. Pero iremos todos juntos a honrar nuestra promesa con Hyrule y con las Diosas. Lo haremos todos bajo el mismo emblema que llevamos sobre nuestras cabezas y en nuestros corazones. Y si el destino nos tiene preparada la muerte, marcharemos con las cabezas bien altas y con orgullo, orgullo de ser hylianos. Y de haber luchado en su nombre.
El Rey tiró ligeramente de las riendas de su caballo para que se detuviera. Cuando miró hacia la brecha, ya había algunas criaturas abriéndose paso a través de ella y pisando la hierba de la llanura.
Rey.- ¡Guardia Real de Hyrule! —Exclamó de nuevo con fuerza, ajustándose el yelmo y desenvainando su espada—. ¡Recordad mis palabras, con honor, con fortaleza y con orgullo! ¡Recordad por lo que lucháis!
Toda la guardia desenvainó sus espadas, como el coro que precede a la voz principal. Kafei tuvo algunas dificultades. De los nervios, su hoja se encasquilló, y tuvo que sujetarla bien y obligarse a serenarse de una vez. No era momento para estar nervioso. Era el momento de poner todos sus sentidos sobre la mesa.
Rey.- ¡Nada hemos de temer... pues de nada debemos arrepentirnos! ¡Que las Diosas nos protejan!
Su Majestad dio la espalda a todo su ejército para encarar a la enorme brecha pulsante en medio de la llanura. Lentamente alzó su espada al cielo con poderío y decisión.
Rey.- ¡Por Hyrule!
Toda la Guardia Real imitó el grito del Rey. La llanura se llenó de voces hylianas retumbando como el trueno más fuerte de una tormenta.
Su Majestad fue el primero en iniciar el galope hacia la grieta, seguido por todo el pelotón que ahora tenía sobre sus hombros el peso de todo un reino.
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