I. Who am I really?







Me veo en el reflejo de quien no soy,
un eco lejano, vacío de mi voz.
Busco en el abismo lo que nunca hallé. Ser otro es mi refugio, pero me perdí en él.





















El amanecer en la casa de los Márquez siempre llegaba con una fría brisa que se colaba por las rendijas de la vieja construcción. Zahira Sone, una niña de 12 años, se despertaba antes que el sol, acostumbrada al canto del gallo que anunciaba el inicio de sus interminables tareas diarias. Su habitación, si es que podía llamarse así, era un pequeño cuarto en el ático, apenas iluminado por una ventana diminuta y amueblado con una cama estrecha y una mesita desvencijada.

Cada mañana, Zahira se levantaba en silencio, consciente de que cualquier ruido podría despertar a los Márquez y desatar su ira. Se vestía con ropa sencilla y desgastada, heredada de la señora Márquez, que le quedaba grande y mostraba evidentes signos de uso prolongado. Después de asearse rápidamente con el agua fría que recogía del pozo la noche anterior, descendía las escaleras de madera que crujían bajo su peso, temerosa de que el sonido perturbara la paz matutina.

La cocina era su primer destino. Allí, encendía el fuego con habilidad, colocando leña seca en la estufa de hierro fundido y soplando suavemente hasta que las llamas cobraban vida. Mientras el agua hervía para el café de los señores Márquez, Zahira preparaba el desayuno: pan recién horneado, huevos revueltos y una pequeña porción de tocino. Sabía que cualquier imperfección en la comida sería motivo de reprimenda, por lo que ponía especial cuidado en cada detalle.

Una vez listo el desayuno, lo disponía en la mesa del comedor, asegurándose de que todo estuviera en su lugar antes de que los Márquez descendieran. El señor Márquez, un hombre corpulento de rostro adusto, solía bajar primero, seguido de su esposa, una mujer de mirada fría y gestos calculados. Zahira se mantenía en un segundo plano, esperando órdenes y evitando cualquier contacto visual que pudiera interpretarse como desafío.

Después del desayuno, comenzaba la limpieza de la casa. Barría y fregaba los pisos de madera, desempolvaba los muebles antiguos y lavaba la ropa en el río cercano, cargando pesadas cestas que dejaban marcas rojas en sus manos. A pesar de su juventud, Zahira realizaba estas tareas con la destreza de alguien mucho mayor, resultado de años de práctica forzada.

El trabajo era arduo y constante, pero Zahira encontraba pequeños momentos de alivio en su rutina. Al mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, se permitía descansar unos minutos bajo la sombra de un roble en el patio trasero. Allí, cerraba los ojos y dejaba que la brisa acariciara su rostro, soñando con un mundo más allá de las colinas que rodeaban la propiedad de los Márquez.

Sin embargo, esos momentos de paz eran efímeros. La señora Márquez siempre encontraba nuevas tareas para mantenerla ocupada, desde remendar ropa hasta cuidar del jardín, asegurándose de que Zahira no tuviera tiempo para sí misma. Las noches llegaban rápidamente, y con ellas, el cansancio acumulado de un día más en su vida monótona y opresiva.

La relación de Zahira con los Márquez estaba marcada por la distancia y la hostilidad. Aunque la habían adoptado tras la muerte de sus padres, nunca la trataron como a una hija. Para ellos, Zahira era una sirvienta más, una carga que soportaban por obligación y a la que no dudaban en castigar por cualquier desliz.

El señor Márquez era especialmente severo. Sus castigos físicos eran frecuentes, y Zahira había aprendido a soportar el dolor sin quejarse, sabiendo que cualquier muestra de debilidad solo empeoraría las cosas. La señora Márquez, por su parte, utilizaba las palabras como arma, menospreciando a Zahira en cada oportunidad y recordándole constantemente su posición inferior en la casa.

A pesar de todo, Zahira mantenía una actitud sumisa y obediente, consciente de que su supervivencia dependía de ello. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, albergaba una chispa de rebeldía, un deseo de escapar y encontrar un lugar donde pudiera ser libre y feliz.

En medio de la oscuridad que envolvía su vida, Zahira encontraba consuelo en la presencia de doña Rosa, una anciana que vivía en una pequeña cabaña al borde de la propiedad de los Márquez. Aunque no eran familiares de sangre, Zahira la llamaba "abuela" y sentía por ella un cariño profundo y sincero.

Doña Rosa era una mujer de cabello canoso y ojos brillantes, con una sonrisa cálida que contrastaba con la frialdad de los Márquez. Había trabajado para la familia durante muchos años, pero a diferencia de ellos, trataba a Zahira con amabilidad y respeto. En sus visitas a la cabaña, Zahira encontraba un refugio donde podía relajarse y ser ella misma, lejos de las exigencias y castigos de la casa principal.

La cabaña de doña Rosa era un lugar acogedor, lleno de plantas, libros antiguos y objetos curiosos que Zahira adoraba explorar. Allí, la niña podía compartir historias, aprender sobre el mundo y sentirse valorada. Doña Rosa le enseñaba a leer y escribir, habilidades que Zahira había aprendido por sí misma, pero que con la ayuda de su "abuela" se volvían más significativas.

[...]

Zahira siempre había sabido que algo no estaba bien en la casa de sus tíos. Desde pequeña, las paredes de la casa siempre parecían cerrarse sobre ella, llenas de susurros de palabras crueles y miradas vacías. Sus tíos, aparentemente amables al principio, habían resultado ser los peores enemigos para su corazón. En los últimos años, la frialdad de sus palabras y las constantes manipulaciones mentales la habían dejado con un dolor invisible, uno que ni siquiera las voces del amor que Zahira podía crear con su poder podían sanar.

Las noches eran las peores. Aunque Zahira podía sentir a las almas de los muertos cerca de ella, aunque podía influir en los sentimientos de los vivos, la soledad y el vacío que le dejaban sus tíos al no mostrarle cariño la hacían sentir más aislada que nunca. Había pasado años tratando de comprender el porqué de su situación, pero siempre había algo que le decía que ella merecía algo diferente, algo más.

En los últimos meses, sus tíos se habían vuelto aún más distantes, más controladores. Le decían que no valía nada, que estaba rota, que era una carga. Sus palabras tenían más peso del que ella quería admitir, y Zahira se sentía atrapada en una prisión invisible, aunque en su interior sabía que no era su culpa.

Una noche, después de otra discusión que la había dejado destrozada, Zahira decidió que ya no podía seguir soportando la tortura psicológica. No era una prisionera de carne y hueso, pero sí una prisionera de sus propios miedos y la manipulación de sus tíos. Esa noche, mientras sus tíos dormían, Zahira tomó lo único que realmente le pertenecía: su voluntad de escapar.

Salió de la casa a hurtadillas, con el corazón golpeando contra su pecho, y se dirigió al lugar que había conocido desde pequeña, el lugar que había sido su refugio secreto: la casa de Rosa. Rosa, su abuela adoptiva, la única persona que siempre había estado allí para ella. Zahira no sabía mucho sobre su pasado, pero confiaba en Rosa más que en nadie. Sabía que, aunque no entendiera el misterio que envolvía a su familia, Rosa podría ayudarla.

Cuando llegó a la casa de Rosa, la puerta se abrió casi inmediatamente, como si la abuela ya supiera que ella venía. Zahira corrió a su encuentro, su rostro mojado por las lágrimas contenidas durante todo el trayecto. Rosa la abrazó con fuerza, sin decir palabra, pero su mirada lo decía todo. Rosa había estado esperando este momento, aunque Zahira no lo sabía.

—Zahira, lo sabía. Sabía que este día llegaría —dijo Rosa en un susurro, mientras la guiaba hacia el interior de la casa.

—¿Por qué... por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Zahira entre sollozos, su corazón aún acelerado por el miedo.

Rosa la miró con una tristeza profunda en los ojos, como si una parte de ella también estuviera esperando este momento, pero temiendo al mismo tiempo lo que vendría.

—No era el momento, querida. Pero ahora lo es. El campamento mestizo está esperando por ti —dijo Rosa con una seguridad que Zahira no podía comprender por completo.

Zahira la miró, confundida y aún con el nudo en el estómago.

—Campamento mestizo... ¿qué es eso?

Rosa sonrió suavemente y la tomó de las manos.

—Es un lugar donde podrás encontrar respuestas, donde podrás aprender quién eres realmente. No estás sola, Zahira. Eres mucho más de lo que te han dejado creer.

Zahira no sabía qué pensar. ¿Campamento mestizo? ¿Qué significaba eso? Pero una sensación de alivio comenzó a calar en su corazón. Había algo en las palabras de Rosa, algo que le daba esperanzas. Quizá, solo quizá, allí encontraría lo que había estado buscando toda su vida: un lugar donde encajara, donde pudiera ser ella misma sin sentir que la magia que la rodeaba era una maldición.

Rosa la abrazó una vez más antes de dirigirse hacia una pequeña habitación en la parte trasera de la casa. Allí, en una vieja mesa cubierta de papeles y artefactos extraños, había una caja de madera antigua. Rosa la abrió y dentro había una carta, sellada con un emblema que Zahira no reconoció, pero que le pareció familiar.

—Este es el primer paso, querida. La carta te llevará al campamento. Tienes un destino allí, y cuando llegues, todo tendrá sentido.

Zahira la miró, sabiendo que ya no había vuelta atrás. Algo en ella había cambiado, y no podía negar que sentía una fuerza interior que la empujaba hacia ese nuevo futuro.

—¿Qué debo hacer? —preguntó, su voz más firme que nunca.

—Solo sigue el camino, Zahira. El campamento te está esperando, y será el comienzo de tu verdadero viaje. —Rosa le dio la carta con una sonrisa llena de confianza. —Vas a ser una gran parte de esto, ya lo verás.

Zahira tomó la carta con determinación, sabiendo que, al fin, había comenzado su verdadero viaje.

Zahira había viajado durante horas, siguiendo las indicaciones de la carta que Rosa le había dado. La noche había caído rápidamente, y las sombras del bosque se alargaban, mientras el viento traía consigo el susurro de algo antiguo y peligroso. Zahira no sabía exactamente qué esperaba encontrar en su camino, pero algo dentro de ella le decía que lo peor estaba por llegar.

A medida que avanzaba, el silencio del bosque comenzó a sentirse opresivo, y un extraño hormigueo recorrió su piel. Fue entonces cuando lo escuchó: el crujido de ramas rotas y el sonido de pasos pesados que resonaban a través de la oscuridad. No era humano, no podía serlo.

Un rugido resonó en la distancia, y Zahira se detuvo, su corazón acelerado. De repente, una figura gigantesca emergió entre los árboles, bloqueando su camino. Un Cíclope, su ojo único brillando con una luz amarillenta y siniestra, la observaba con una mezcla de curiosidad y hambre. Zahira sintió cómo la adrenalina comenzaba a recorrer su cuerpo. Había escuchado historias sobre estas criaturas, pero nunca imaginó que tendría que enfrentarse a una tan pronto.

El Cíclope dio un paso hacia ella, su enorme pie hundiéndose en el suelo. Zahira dio un paso atrás, su mente trabajando rápidamente. Sabía que no podía enfrentarse a esa criatura de la misma manera que los demás semidioses, no sin habilidades de combate entrenadas, pero su poder interior, su conexión con el mundo de los muertos y el amor, le ofreció algo más: astucia y control.

El Cíclope levantó su enorme garrote, preparado para golpearla con fuerza. Zahira no tenía mucho tiempo. En ese momento, algo despertó dentro de ella. Sin pensarlo dos veces, extendió las manos hacia adelante y, en un impulso de poder, invocó su habilidad para manipular el amor y la unión. No de la forma que normalmente lo hacía, sino de una manera distinta. El Cíclope, al sentir la fuerza de la magia, vaciló un momento, confundido. Zahira aprovechó esa fracción de segundo.

Con agilidad, saltó hacia un lado, esquivando el garrote que pasó silbando sobre su cabeza. Sin pensarlo, levantó una roca grande del suelo, utilizando toda la energía que había acumulado en su cuerpo. El Cíclope intentó girarse, pero la roca lo golpeó en su ojo único, causando un rugido de dolor y furia.

—¡No dejaré que me mates! —gritó Zahira, más a sí misma que al monstruo, mientras se preparaba para el siguiente movimiento.

El Cíclope, cegado y furioso, comenzó a moverse descontroladamente. Zahira aprovechó el caos y, con rapidez, volvió a invocar su poder. Esta vez, se concentró en la energía de la tierra y los muertos, como si el mismo suelo estuviera bajo su control. Las raíces de los árboles comenzaron a levantarse, enrollándose alrededor de las piernas del monstruo, inmovilizándolo momentáneamente. Era como si la tierra misma le estuviera ayudando.

Con una respiración profunda, Zahira sintió la fuerza que emanaba de ella. En un último esfuerzo, se lanzó hacia el Cíclope, clavándole una daga que había encontrado en el suelo en su costado, justo donde su piel era más vulnerable. El Cíclope emitió un grito de agonía y cayó al suelo, muerto.

Zahira respiró con dificultad, su cuerpo temblando por la intensidad del combate. Había logrado lo imposible, pero el cansancio la invadió rápidamente. El poder de la pelea y la magia había drenado muchas de sus fuerzas, y la oscuridad comenzó a nublar su visión. Sin embargo, sabía que no podía quedarse allí mucho tiempo. El Cíclope no era el único monstruo en el bosque.

Con dificultad, se levantó y miró alrededor, buscando alguna señal que la guiara. Recordó las palabras de Rosa sobre el campamento, que estaba cerca, y su instinto le decía que debía llegar allí. Despacio, comenzó a caminar, cada paso pesado y agotador, pero la determinación de sobrevivir la mantenía en movimiento.

Afortunadamente, no tuvo que caminar mucho más. Después de unos minutos que parecieron horas, vio una luz a lo lejos. Un fuego, y en sus alrededores, las siluetas de jóvenes entrenando, conversando, riendo. Había llegado.

Cuando cruzó las últimas puertas del campamento, dos figuras se acercaron rápidamente hacia ella. Una de ellas era un chico de cabello oscuro, con una mirada seria que parecía haber estado esperando algo. El otro era un joven con una sonrisa tranquila, pero con los ojos llenos de preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó el chico de cabello oscuro, su tono grave.

Zahira asintió, aunque su cuerpo estaba agotado y las heridas de la batalla comenzaban a doler. No había tiempo para explicaciones, pero sabía que, al fin, había llegado al lugar donde encontraría respuestas.

—Sí, estoy bien... por ahora —respondió con voz rasposa, tratando de mantenerse en pie.

El chico de cabello oscuro, quien parecía ser más serio, la observó por un momento antes de asentir con la cabeza.

—Ven, te llevaremos al lugar adecuado. Necesitas descansar.

Zahira dejó que la guiara, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que, aunque el viaje había sido difícil, había tomado el camino correcto. Estaba en el campamento, y el futuro, aunque incierto, ya no parecía tan aterrador.

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