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CAPÍTULO 26
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☠.            EL VIAJE HABRÍA SIDO MÁS CORTO por tierra, pero después de la experiencia de la tripulación con los espíritus de las montañas en Italia, habían decidido no sobrevolar el territorio de Gaia más de lo necesario. Navegarían alrededor de Grecia siguiendo las rutas que los héroes griegos habían tomado en la Antigüedad.

A Percy le parecía bien. Le encantaba estar otra vez en el elemento de su padre, con el fresco aire marino en los pulmones y gotas de agua salada en los brazos. Permaneció detrás de la barandilla de estribor y cerró los ojos, percibiendo las corrientes debajo de ellos. Sin embargo, imágenes del Tártaro asaltaban continuamente su mente: el río Flegetonte, el terreno con ampollas en el que los monstruos se regeneraban, el bosque oscuro donde las arai daban vueltas entre las nubes de niebla sangrienta. Pero sobre todo pensaba en una choza del pantano donde había una cálida lumbre y estanterías con hierbas secas y cecina de drakon. Se preguntaba si la choza estaría vacía ahora.

—Pensando en nuestra encantadora excursión al abismo —dijo una voz a su lado.

Percy giró la cabeza y sintió que su respiración se detenía un instante.

Rosier estaba allí, apoyada contra la barandilla, y por primera vez desde que la conoció, parecía… humana.

Hazel y Piper le habían prestado ropa, así que ya no vestía sus andrajos de Tártaro. Llevaba pantalones oscuros y una camiseta sencilla, aunque en ella lucía casi elegante. Su largo cabello negro caía limpio y suelto por su espalda, reflejando destellos plateados bajo la luz de la luna. Ahora que estaba descansada y aseada, Percy pudo notar lo afilado de sus rasgos: piel pálida, pestañas largas que enmarcaban unos ojos oscuros como el fondo del océano. Su porte tenía algo casi militar, una rigidez sutil, como si estuviera acostumbrada a mantenerse en guardia en todo momento.

Pero lo que más resaltaba eran sus orejas. Ligeramente puntiagudas, un recordatorio de su ascendencia ninfa.

Percy sintió que algo dentro de él se revolvía. Era hermosa, sí, pero no solo por su aspecto. Había algo en ella, en la forma en que se sostenía, en cómo el peso de su pasado la anclaba al presente sin aplastarla por completo. Algo que lo hacía querer mirarla más de lo necesario.

Se obligó a apartar la vista y carraspeó.

—Sí —admitió—. No puedo quitármelo de la cabeza.

—Difícilmente podrías —murmuró ella—. Algunos lugares… te absorben.

Percy sintió que hablaba de algo más profundo que el Tártaro mismo.

—Tú… —vaciló—. Tú allá abajo comentaste que estabas ahí por voluntad propia.

Rosier soltó una risa breve, sin alegría.

— Y lo es.

Percy la miró, sorprendido.

—¿Por qué harías eso?

Ella giró la cabeza hacia él, sus ojos brillando con una chispa antigua, como un fuego que llevaba siglos ardiendo bajo la ceniza.

—Porque el mundo de la superficie me lo quitó todo.

Su tono era ligero, pero Percy notó la dureza detrás de sus palabras.

—¿Qué pasó?

Rosier exhaló lentamente, como si se debatiera entre contarle o no.

—Hércules mató a mi madre —dijo al final.

Percy parpadeó, sin estar seguro de haber oído bien.

—¿Hércules? ¿El Hércules?

—Oh, sí. El gran héroe. La gloria de Grecia —respondió Rosier con sarcasmo seco—. Estaba obsesionado conmigo. Y cuando mi madre se interpuso… bueno, ya conoces su historial con las mujeres que no pueden ser conquistadas.

Percy sintió un nudo en el estómago.

—Rosier, yo…

—No necesitas decir nada —lo interrumpió ella con suavidad, pero su expresión era distante, perdida en memorias que llevaban milenios enterradas—. De todos modos, no me quedé a llorarlo. Busqué ayuda.

Su voz bajó de tono, y Percy se inclinó ligeramente, sin darse cuenta, para escucharla mejor.

—Busqué protección de los dioses —continuó—. Pensé que si yo era su hija, si mi madre había servido a ellos con devoción, al menos uno me ayudaría.

Percy sintió un escalofrío.

—¿Quién?

Rosier se cruzó de brazos.

—Zeus.

Percy frunció el ceño.

—¿Zeus?

—No era mi padre, pero pensé que tal vez… —Su voz se apagó un momento—. Pensé que un dios de su poder, un rey, entendería lo que era perder algo por culpa de otro.

Percy apretó la barandilla con fuerza.

—Te rechazó.

Rosier sonrió, pero sin rastro de humor.

—No con palabras. No necesitaba hacerlo. Me ignoró. Como si yo no fuera más que polvo en el viento.

Percy sintió una punzada de rabia.

—¿Y Thanatos? —preguntó en voz baja.

Rosier guardó silencio por un instante.

—Él lo intentó. Pero su poder tiene límites. No puede desafiar a los dioses olímpicos, y no puede cambiar los hilos del destino.

Percy vio algo extraño en su expresión. Un leve matiz de dolor que rara vez dejaba ver.

—A su manera…Me amaba.

Percy no supo qué decir.

Rosier suspiró.

—Así que me fui. Dejé todo atrás y bajé al único lugar donde los dioses no podían tocarme.

Percy la observó en silencio.

Nunca había conocido a alguien como ella. Había visto la oscuridad en el mundo, había sido traicionada y olvidada, y aun así, ahí estaba. De pie. Viva.

Él entendía lo que era sentirse abandonado por los dioses. Pero Rosier no solo lo había sentido. Había tomado su destino y lo había arrojado al abismo, porque el mundo de arriba no le ofreció otra opción.

Y ahora estaba aquí.

Con él.

Percy se aclaró la garganta, tratando de romper la tensión en el aire.

—Tenemos una buena tripulación —dijo—. Si tengo que morir…

Rosier chasqueó la lengua.

—Por favor, no empieces con eso.

—Solo digo que si…

—No —lo interrumpió ella, con su tono seco habitual—. No te voy a arrastrar fuera del Tártaro para que luego te mueras en algo tan mundano como una batalla.

Percy no pudo evitar sonreír un poco.

—¿Te preocupas por mí?

Rosier lo miró de reojo, divertida, pero esta vez su expresión tenía algo más. Algo casi imperceptible.

—Digamos que sería un fastidio si mueres antes de llevarme a conocer a ese famoso...¿Unidos?

Percy rió.

— Estados Unidos.

Rosier miró el océano.

—Además… esta vez no estoy volviendo por un lugar.

Percy frunció el ceño.

—¿Entonces?

Rosier tardó un momento en responder, pero cuando lo hizo, su voz fue suave, casi imperceptible.

—Por quién.

Percy sintió que su corazón dio un vuelco.

Annabeth carraspeó, haciendo que Percy y Rosier se giraran hacia ella.

—Los estamos esperando en la enfermería —dijo con los brazos cruzados.

Percy parpadeó, aún sintiendo el peso de la conversación que acababan de tener.

—¿Por qué?

Annabeth suspiró con impaciencia.

—Porque el néctar y la ambrosía no bastaron. Sus heridas siguen ahí, así que vamos a tener que curarlos a la manera mortal.

Fue entonces cuando Percy notó lo adolorido que estaba en realidad. Las heridas del Tártaro no eran como las que había recibido en otras batallas; dolían de una manera más profunda, más persistente. Echó un vistazo a Rosier y supo que ella sentía lo mismo. Sus quemaduras, cortes y raspones aún marcaban su piel pálida.

Rosier no dijo nada al respecto, pero entrecerró los ojos y miró a Annabeth con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Desde hace cuánto estás ahí?

Annabeth hizo un gesto evasivo.

—Lo suficiente.

Percy frunció el ceño. Había algo extraño en su tono, una incomodidad que no solía ver en ella.

Rosier, en cambio, simplemente la observó por un momento antes de sonreír de manera casi imperceptible. No dijo nada, pero algo en su expresión sugería que había entendido más de lo que Annabeth quería admitir.

Finalmente, Rosier se encogió de hombros y se giró hacia Percy.

—Vamos entonces. Prefiero esto a que me vuelvan a ofrecer néctar con sabor a manzana podrida.

Percy rodó los ojos y la siguió, pero no sin antes notar que Annabeth desviaba la mirada, visiblemente incómoda.

Definitivamente, se estaba perdiendo de algo.

— Bob les manda saludos. —murmuró Rosier a las estrellas, observando el cielo nocturno una última vez.

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