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CAPÍTULO 25
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. EL ENTRENADOR HEDGE TRAGÓ su fresa acompañada de medio destornillador.
—Un momento. Me gusta la paz tanto como a cualquier sátiro…
—Usted odia la paz —dijo Leo.
—El caso, Valdez, es que solo estamos a… ¿cuánto, unos días de Atenas? Un ejército de gigantes nos está esperando allí. Nos hemos tomado muchas molestias para salvar la estatua…
—Y sería un desperdicio perderla ahora —añadió Annabeth, su tono firme—. Si la estatua puede hacer que los dioses dejen de volverse locos, es nuestra mejor apuesta.
Reyna asintió.
—Entonces la llevaré yo.
Hubo un breve silencio antes de que alguien hablara.
—No lo harás sola —dijo Rosier con naturalidad.
Percy la miró con el ceño fruncido.
—Rosier…
—Antes de que empieces con la charla sobre lo peligroso que es, hazme un favor y no lo hagas —lo interrumpió ella—. Ya pasé suficiente tiempo en el Tártaro contigo como para que eso me impresione. Además, si la profecía apunta a una leyenda que se unirá, ¿qué mejor forma de hacerlo que asegurándome de que la profecía se cumpla?
Piper sintió un escalofrío al escucharla. No sonaba como una suposición. Sonaba como si Rosier supiera exactamente lo que estaba haciendo.
Reyna entrecerró los ojos, analizándola.
—No pareces la clase de persona que sigue órdenes.
Rosier sonrió con suavidad.
—No lo soy. Pero me gusta ver el tablero completo. Y ahora mismo, lo que más conviene es que lleguemos a Atenas sin que la estatua termine en el fondo del mar.
Antes de que Reyna pudiera responder, Nico habló con voz firme.
—Yo iré con Reyna.
Todos se volvieron hacia él. Piper notó la palidez de su rostro, pero también la determinación en sus ojos oscuros.
—Yo puedo llevar la estatua —continuó Nico—. Mi poder me permite transportarnos más rápido que cualquier barco o carro. Además, Reyna necesitará ayuda para enfrentar lo que venga en el camino.
Rosier lo miró con curiosidad, como si estuviera decidiendo si discutir o no. Finalmente, se encogió de hombros.
—Supongo que me ahorro el esfuerzo de cargar una estatua gigante.
Percy la observó con cautela y aliviado de que su chica no fuera, pero Nico no se inmutó.
—Tú debes seguir con los demás —dijo él—. La batalla final está en Atenas, y necesitarán a todos los que puedan luchar.
Piper asintió, apoyando la idea de inmediato.
—Nico tiene razón. Rosier, si la profecía habla de una leyenda que se nos unirá, tal vez se refiera a ti en la batalla. No puedes arriesgarte ahora.
Rosier soltó una risa baja y sin humor.
—Rosier… —Percy intentó interrumpirla, pero ella solo sonrió.
—No te preocupes, Jackson. Nos vemos en Atenas.
Reyna miró a Nico, evaluándolo con cuidado. Luego asintió.
—Entonces partimos al amanecer.
—Ejem… —Percy levantó la mano—. Ya sé que nos has traído a los ocho a la superficie, y ha sido una pasada. Pero hace un año dijiste que transportarte a ti mismo era peligroso e impredecible. Acabaste en China un par de veces. Transportar una estatua de doce metros y dos personas a la otra punta del mundo…
—He cambiado desde que volví del Tártaro —los ojos de Nico brillaban furiosamente con una intensidad que Percy no entendía. Se preguntó si había hecho algo que hubiera ofendido al chico.
—No estamos cuestionando tu poder, Nico —intervino Jason—. Solo queremos asegurarnos de que no te matas en el intento.
—Puedo hacerlo —insistió él—. Daré saltos breves: varios cientos de kilómetros cada vez. Es verdad, después de cada salto, no estaré en condiciones de protegerme de los monstruos. Necesitaré que Reyna nos defienda a mí y a la estatua.
—¿Y qué pasará si te desmayas en medio de un salto y la estatua termina cayendo en mitad del océano? —intervino Rosier, con los brazos cruzados y una expresión de aburrimiento que apenas ocultaba su aguda observación—. O peor, en alguna ciudad sobre la que los dioses aún guardan rencor. No sería la primera vez que veo ruinas caer sobre más ruinas.
Nico le dedicó una mirada de puro veneno.
—No me desmayaré.
—Oh, claro que no. —Rosier esbozó una leve sonrisa, su tono casi perezoso, pero con un matiz de algo antiguo, como si ya hubiera visto a demasiados héroes creer lo mismo antes de caer—. Porque claramente la magia de las sombras nunca ha sido un problema para nadie.
Reyna tenía cara de póquer. Observó al grupo, escrutando sus rostros, pero sin revelar ninguno de sus pensamientos.
—¿Alguna objeción?
Nadie dijo nada.
—Muy bien —dijo, con el tono terminante de una jueza. Si hubiera tenido un mazo, Percy sospechaba que hubiera dado un golpe—. No veo ninguna opción mejor. Pero nos atacarán muchos monstruos. Me sentiría mejor llevando a una tercera persona. Es el número óptimo para una misión.
—Entrenador Hedge —soltó Frank.
Percy lo miró fijamente; no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Qué, Frank?
—El entrenador es la mejor opción —dijo Frank—. La única opción. Es un buen luchador. Es un protector consumado. Él hará el trabajo.
—Un fauno —dijo Reyna.
—¡Sátiro! —ladró el entrenador—. Y sí, iré. Además, cuando llegues al Campamento Mestizo, necesitarás alguien con contactos y dotes diplomáticas para evitar que los griegos te ataquen. Dejadme hacer una llamada… digo, dejadme ir a por mi bate de béisbol.
Se levantó y transmitió un mensaje tácito a Frank que Percy no acabó de descifrar. A pesar de haberse ofrecido voluntario para una probable misión suicida, el entrenador parecía agradecido. Se fue corriendo hacia la escalera del barco, entrechocando sus pezuñas como un niño entusiasmado.
Nico se levantó.
—Yo también debería irme y descansar antes de la primera travesía. Nos veremos delante de la estatua al ponerse el sol.
—Oh, sí, duerme bien —murmuró Rosier con un leve deje de ironía—. Que los sueños no te devoren esta vez.
Nico la fulminó con la mirada antes de desaparecer.
Una vez que se hubo marchado, Hazel frunció el entrecejo.
—Se comporta de forma extraña. No estoy segura de que lo haya pensado bien.
—No le pasará nada —dijo Jason.
—Espero que tengas razón —pasó la mano por el suelo. Unos diamantes salieron a la superficie: una reluciente vía láctea de piedras—. Estamos ante otra encrucijada. La Atenea Partenos va hacia el oeste. El Argo II va hacia el este. Espero que hayamos elegido bien.
Percy deseó poder hacer algún comentario alentador, pero se sentía intranquilo. A pesar de todo lo que habían pasado y de todas las batallas que habían ganado, todavía parecían lejos de vencer a Gaia. Sí, habían liberado a Tánatos. Habían cerrado las Puertas de la Muerte. Por lo menos ahora podían matar a los monstruos y obligarlos a permanecer en el Tártaro durante un tiempo. Pero los gigantes habían vuelto… todos.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo—. Si la fiesta de Spes se celebra dentro de dos semanas, y Gaia necesita la sangre de dos semidioses para despertar… ¿Cómo la llamó Clitio? ¿La sangre del Olimpo? ¿No estamos haciendo exactamente lo que Gaia quiere que hagamos yendo a Atenas? Si no vamos y no puede sacrificarnos a ninguno, ¿no impedirá eso que despierte del todo?
—Ah, el destino —musitó Rosier, contemplando el horizonte con un brillo casi nostálgico en los ojos—. Una trampa tan antigua como la guerra misma. Correr en su dirección para evitarlo nunca ha resultado muy efectivo, pero… supongo que tampoco hay alternativa.
—¿Ves? —dijo Percy, mirándola de reojo—. Hasta Rosier lo dice. Y considerando que esta chica ha visto más tragedias que todos nosotros juntos… creo que deberíamos escucharla.
Rosier giró el rostro hacia él con una lenta sonrisa.
—Oh, eso fue casi un cumplido, Jackson.
—No te acostumbres —respondió él, pero no pudo evitar sostenerle la mirada un segundo de más.
Annabeth colocó una mano en su hombro.
—Las profecías son un arma de doble filo, Percy —dijo—. Si no vamos, puede que perdamos nuestra mejor y única oportunidad de detenerla. Atenas es donde nos aguarda la batalla. No podemos evitarla. Además, tratar de impedir que se cumplan las profecías nunca da resultado. Gaia podría capturarnos en otra parte o derramar la sangre de otros semidioses.
—Sí, tienes razón —dijo Percy—. No me gusta, pero tienes razón.
El humor del grupo se tornó sombrío como el aire del Tártaro hasta que Piper rompió la tensión.
—¡Bueno! —envainó su daga y dio unos golpecitos en su cornucopia—. Una comida muy buena. ¿Quién quiere postre?
⍦. ANTES DE QUE REYNA Y EL entrenador Hedge se prepararan para partir, Nico se acercó a Rosier con su expresión sombría habitual.
—Nos veremos pronto —dijo él, con la voz más baja de lo normal.
Rosier ladeó la cabeza, evaluándolo con sus ojos oscuros llenos de esa extraña profundidad antigua.
—Se nos vio muy corto —dijo con un deje casi poético, aunque su tono tenía un matiz de burla. Luego suspiró dramáticamente—. Y pensar que teníamos grandes planes…
Nico frunció el ceño.
—¿Planes?
—Oh, claro. No olvides que me prometiste una visita a las… ¿cómo era? ¿McDooglas? ¿McDaniels?
Percy, que había estado a medio escuchar la conversación, giró la cabeza de inmediato.
—McDonald's —corrigió automáticamente.
Rosier chasqueó los dedos.
—Eso. Dijiste que allí servían unas papas fritas casi divinas.
Nico rodó los ojos.
—Solo si sobrevives hasta entonces.
—Oh, qué dulce. Me das ánimos.
Nico negó con la cabeza, pero Percy alcanzó a notar una pequeña curva en la comisura de sus labios antes de que se diera la vuelta y se reuniera con Reyna y Hedge.
Percy sintió una punzada de… algo. No era exactamente enojo, pero tampoco le gustaba la sensación.
Un minuto más tarde, Reyna y el entrenador Hedge llegaron pertrechados con armaduras completas y con mochilas en los hombros. Reyna tenía una expresión seria y parecía lista para el combate. El entrenador Hedge sonreía como si estuviera esperando una fiesta de cumpleaños.
Rosier cruzó los brazos y le dio una mirada aprobatoria a Reyna.
—Tienes el porte de una guerrera de verdad. Me agradas.
Reyna arqueó una ceja.
—Tú tampoco eres lo que esperaba, pero me caes bien también.
Percy observó el intercambio con cierto asombro. Reyna rara vez ofrecía —O un intento— cumplidos, y menos a semidioses que apenas conocía.
—Lo conseguiremos —prometió Reyna a Annabeth.
—Lo sé —respondió Annabeth con firmeza.
El entrenador Hedge se echó al hombro su bate de béisbol.
—Sí, no te preocupes. ¡Llegaré al campamento y veré a mi nena! Esto… quiero decir que llevaré a esta nena al campamento —dio un golpe en la pierna de la Atenea Partenos.
—Está bien —dijo Nico—. Cogeos a las cuerdas, por favor. Allá vamos.
Reyna y Hedge se agarraron. El aire se oscureció. La Atenea Partenos se sumió en sus propias sombras y desapareció, junto con sus tres escoltas.
El grupo permaneció en silencio un momento. Percy todavía no podía sacarse de la cabeza el comentario de Rosier sobre McDonald's con Nico.
Rosier le lanzó una mirada de reojo, y cuando vio su expresión, su sonrisa se amplió con diversión mal disimulada.
—¿Algo en mente, Jackson?
—No —respondió Percy demasiado rápido.
—Mmm… ya veo.
Rosier no dijo nada más, pero la sonrisa satisfecha en su rostro le hizo saber a Percy que lo había notado todo.
El Argo II zarpó después del anochecer. Viraron hacia el sudoeste hasta que llegaron a la costa y luego amerizaron en el mar Jónico. Percy se alegró de volver a notar las olas debajo de él… aunque no pudo evitar sentir que el agua estaba un poco más agitada de lo normal.
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