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CAPÍTULO 23
ᝰ.ᐟ
☠. LEO SE TAMBALEÓ hacia atrás.
—¿Sabéis…?, creo que me voy a sentar.
Se desplomó. Los demás hicieron otro tanto. El Argo II seguía flotando sobre el río a varios cientos de metros de distancia. Hazel sabía que debían comunicarse por señas con el entrenador Hedge y decirle que estaban vivos. ¿Habían estado en el templo toda la noche? ¿O varias noches? Pero en ese momento el grupo estaba demasiado cansado para hacer cualquier cosa que no fuera quedarse sentados, relajarse y sorprenderse de que estuvieran bien.
Empezaron a intercambiar historias.
Frank explicó lo que había pasado con la legión espectral y el ejército de monstruos, la intervención de Nico con el cetro de Diocleciano y el valor con el que Jason y Piper habían luchado.
—Frank está siendo modesto —dijo Jason—. Él controló la legión entera. Deberíais haberlo visto. Ah, por cierto… —Jason miró a Percy—. He renunciado a mi puesto y he ascendido a Frank a pretor, a menos que tú no estés de acuerdo con la decisión.
Percy asintió, distraído.
—No hay nada que discutir.
—¿Pretor? —Hazel miró fijamente a Frank.
Él se encogió de hombros, incómodo.
—Bueno…, sí. Ya sé que parece raro.
Ella trató de abrazarlo, pero hizo una mueca al acordarse de sus costillas rotas. Se conformó con besarlo.
—Me parece perfecto.
Leo dio una palmada a Frank en el hombro.
—Bien hecho, Zhang. Ahora puedes mandarle a Octavio que se clave su espada.
—Tentador —convino Frank. Se volvió con aprensión hacia Percy—. Pero vosotros… La historia del Tártaro debe de llevarse la palma. ¿Qué os pasó allí abajo? ¿Cómo conseguisteis…?
Percy no respondió enseguida. Se limitó a entrelazar los dedos, mirando un punto en el suelo, como si intentara ordenar sus pensamientos. A su lado, Rosier permanecía en silencio, con la mirada perdida en la nada. No parecía alguien que acababa de salir de las entrañas del infierno, no exactamente; pero había algo en su postura, en la forma en que sus dedos jugueteaban distraídamente con el dobladillo de su capa, que hablaba de una fatiga mucho más profunda que el simple cansancio físico.
—Os lo contaremos —dijo al fin Percy, sin mirarla—. Pero todavía no, ¿vale? No estoy listo para recordar ese sitio.
—No —convino Rosier, su voz más suave de lo habitual—. Ahora mismo… —miró hacia el río y vaciló—. Creo que vuestro transporte se acerca.
El comentario pasó desapercibido, porque en ese instante, Annabeth se irguió con los ojos entrecerrados. Desde que Percy y Rosier habían llegado, no había dejado de observarlos, con una intensidad que resultaba incómoda.
—Todavía no nos habéis dicho cómo os conocisteis —dijo de repente, con un tono calculadamente neutral—. ¿Quién eres exactamente?
El grupo se quedó en silencio. Percy alzó la cabeza. Rosier inclinó la suya, analizándola con una ceja arqueada.
—¿De verdad quieres una biografía ahora? —preguntó con calma.
—Sí. —Annabeth sostuvo su mirada con frialdad—. Si Nico confía en ti, si viajaste con Percy por el Tártaro… quiero saber quién eres.
Rosier exhaló, como si el tema le aburriera.
—Una semidiosa más —respondió con indiferencia.
—¿Hija de quién? —insistió Annabeth.
Los músculos de Nico se tensaron, pero fue él quien respondió antes que Rosier.
—De Thanatos —dijo en voz grave.
El aire pareció espesarse. Frank dejó de respirar por un segundo. Piper se quedó con la boca entreabierta. Hasta Leo, que normalmente siempre tenía un comentario listo, pareció dudar.
—Espera, espera… —Leo alzó una mano—. ¿De Thanatos? ¿El dios de la muerte-muerte? ¿El tipo que reparte boletos de ida sin vuelta?
Rosier sonrió con sorna.
—Sí, la misma muerte que conoces y temes —dijo con una ligera inclinación de cabeza.
Nadie supo qué decir. Incluso Jason, que había convivido con los romanos y su mitología, parecía sorprendido.
—Pero… —Annabeth la miró con desconfianza—. Si eres hija de Thanatos, ¿cómo es que nunca habíamos oído de ti?
—No suelo hacerme publicidad —replicó Rosier.
Percy sintió un peso en el estómago. No había pensado mucho en lo que diría el grupo sobre Rosier. Ahora, viendo la reacción de todos, sintió un extraño instinto de… ¿defenderla?
Nico rompió el silencio.
—Ella fue quien me ayudó a escapar del Tártaro —dijo en voz baja—. Se sacrificó por mí. Se quedó atrás para mantener el portal abierto.
Hazel se giró hacia Nico, sorprendida por lo que vio en su rostro. No era tristeza, ni siquiera culpa. Era… alivio. Un alivio tan profundo que apenas podía ocultarlo.
Rosier lo notó también. Lo conocía demasiado bien para no darse cuenta. Sus ojos se encontraron por un instante y, en la fracción de segundo que Nico tardó en apartar la mirada, ella entendió todo lo que él no diría en voz alta.
No creía que volvería a verla.
No creía que sobreviviría.
Y ahora, ahí estaba, viva.
Percy también miró a Rosier, pero con una expresión diferente. Porque en cuanto escuchó lo que Nico dijo, recordó que Rosier iba a hacer lo mismo con él.
Se habría quedado atrás por él.
Percy tragó saliva. No quería mirarla, pero lo hizo. Rosier no se inmutó. No tenía expresión en el rostro, pero había algo en sus ojos, una sombra, un peso silencioso que lo hizo sentirse… culpable.
Annabeth no apartó la vista de Rosier. Su postura era rígida, alerta.
—Tu nombre —pidió, sin rodeos.
Rosier tardó en responder. Cuando lo hizo, su tono era ligero, como si todo el asunto le pareciera una nimiedad.
—Rosier Dankworth.
Jason dejó caer los brazos. Piper abrió mucho los ojos.
—¿Rosier Dankworth? —repitió Jason—. ¿Rose?
El ambiente cambió en un instante. Annabeth frunció el ceño.
—Los romanos tienen muchas teorías sobre lo que te pasó —dijo Jason, con cuidado—. Se dice que fuiste arrastrada al Inframundo por el río en pena por el asesinato de tu madre… pero antes, te enfrentaste al mismísimo Heracles.
Rosier se encogió de hombros, con una media sonrisa.
—Las leyendas siempre exageran —murmuró—. No me acerco ni un poco a esa historia.
Pero Percy, que la conocía mejor que los demás, vio la tensión en su mandíbula. Y eso le dijo más de lo que cualquier palabra podría haber hecho.
Antes de que nadie pudiera continuar, Leo señaló hacia el río.
—Bueno, sea quien sea.
Detrás del pasamanos apareció una figura familiar con capa morada y rostro endurecido.
Reyna había llegado.
⍦. PERCY SE QUEDÓ MIRANDO la Atenea Partenos esperando a que lo fulminara.
El nuevo sistema elevador mecánico de Leo había bajado la estatua a la ladera con sorprendente facilidad. Ahora, la diosa de doce metros de altura contemplaba serenamente el río Aqueronte, con su vestido dorado como metal fundido al sol.
—Increíble —reconoció Reyna.
Todavía tenía los ojos enrojecidos de llorar. Poco después de haber aterrizado en el Argo II, su pegaso Escipión se había desplomado, doblegado por los arañazos venenosos de un grifo que los había atacado la noche anterior. Reyna había rematado al caballo con su cuchillo dorado y lo había reducido a polvo. Puede que no fuese un mal final para un pegaso, pero Reyna había perdido a un amigo fiel.
Rosier se mantuvo al margen. No hablaba. No intervenía.
Observaba.
El grupo, la risa fácil, la comida caliente. La sensación de haber salido de la guerra, aunque solo fuera por un instante.
Era ajena a todo eso. Y sin embargo, Percy no se alejaba de ella.
Cada vez que daba un paso, él la seguía de cerca, como si temiera que, si la perdía de vista, desaparecería.
—Rosier —llamó él, como si no se diera cuenta de que todo el mundo se giraba a mirarla—. Ven, siéntate con nosotros.
Ella titubeó.
Había pasado tanto tiempo manteniéndose al margen que unirse al grupo le resultaba extraño. Pero antes de que pudiera decir que no, Percy ya la estaba empujando suavemente hacia el corro.
—Vamos, no te hagas la misteriosa.
Rosier le lanzó una mirada incrédula, pero su protesta se quedó atrapada en su garganta cuando Nico comentó:
—¿Misteriosa? No, Percy. Ella solo es así.
Hazel sonrió, cruzando los brazos. Internamente agradecida por haber salvado a su único familiar.
—Sí, pero admitámoslo, todos queremos escucharla hablar más.
Rosier frunció el ceño, pero Percy le puso un trozo de pan en la mano antes de que pudiera responder.
—Vamos, come. No tenemos sopa de carne de drakon esta vez.
La calidez de la comida en su mano la desconcertó. No recordaba la última vez que algo le pareció realmente… tangible.
Percy, mientras tanto, se giró hacia Reyna cuando Annabeth la llamó.
—Eh, Reyna. Come con nosotros.
La pretora levantó una ceja, como si no hubiera esperado la invitación. Pero después de un momento, se sentó junto a Annabeth.
Tomó un bocado de su sándwich, con la vista clavada en el grupo. No tardó en fijarse en Rosier.
Su mirada fue distinta a la de los demás. No era simple curiosidad, ni desconfianza.
Era análisis.
Como si ya hubiera visto algo que los otros aún no.
Rosier sostuvo la mirada sin apartarse.
Sabía en qué estaba pensando. Sabía en qué momento exacto la reconoció.
Reyna no necesitó más de un minuto.
—Tú… —murmuró.
No lo dijo con sorpresa, sino con certeza.
Annabeth frunció el ceño. Percy se tensó apenas.
Reyna asintió con lentitud afirmando para sí misma su propio pensamiento, sin apartar los ojos de Rosier.
—Pero es imposible.
Rosier se permitió una sonrisa leve.
—Créeme, he escuchado eso muchas veces.
El grupo entero contuvo la respiración. Excepto Percy.
Percy, que la miraba con algo entre orgullo y certeza, como si, de algún modo, siempre hubiera sabido que ella pertenecía allí.
Que no importaba lo que dijeran los demás, ni cuán fuera de lugar se sintiera Rosier.
Que, a pesar de todo, él no iba a dejarla.
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