⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀O22.
☠. UNA OLEADA DE INQUIETUD RECORRIÓ AL EJÉRCITO . A lo lejos, Rosier escuchó chillidos, gritos y un insistente «bum, bum, bum», demasiado rápido para ser los latidos del suelo. No… Aquello era otra cosa. Algo grande. Algo que corría a toda velocidad.
Entonces, un Nacido de la Tierra salió disparado por los aires, girando como si alguna fuerza invisible lo hubiera arrancado del suelo y lo hubiese lanzado sin esfuerzo. Un segundo después, una densa columna de gas verde vibrante se elevó por encima de la horda monstruosa, esparciéndose como un veneno viviente. Todo lo que tocaba se deshacía, disolviéndose en la nada.
Al otro lado de la franja recién despejada, Rosier entrecerró los ojos y sonrió con diversión.
— Ya era hora.
El drakon meonio desplegó su collar y siseó, su aliento tóxico impregnando el aire con un aroma engañosamente fresco, una mezcla de pino y jengibre. Su cuerpo de treinta metros se movió con la elegancia letal de una serpiente, agitando su cola y arrasando con un batallón entero de ogros como si fueran simples hojas en el viento.
Montado en su lomo iba un gigante de piel roja, con flores en sus trenzas de color herrumbroso, un chaleco de cuero verde y una lanza afilada de costilla de drakon en la mano.
El gigante inclinó la cabeza.
— Rosier, he seguido tu consejo. He elegido un nuevo destino.
Rosier arqueó una ceja.
— Oh, qué emotivo. Me conmueve. —Rodó los ojos con sarcasmo, pero su media sonrisa delataba otra cosa. Estaba orgullosa de él.
¿Qué es esto?, susurró el dios del foso, su voz resonando como un trueno en las entrañas de la tierra, ¿Por qué has venido, mi deshonroso hijo?
Damasén miró a Rosier y le transmitió un mensaje claro con los ojos: «Marchaos. Ahora.»
El drakon meonio golpeó el suelo con fuerza, gruñendo con impaciencia.
— ¿Querías un adversario más digno, padre? —preguntó Damasén, su voz tranquila, pero con la firmeza de un guerrero que había aceptado su destino—. Soy uno de los gigantes que tanto alabas. ¿Querías que fuera más belicoso? ¡Pues tal vez empiece acabando contigo!
Damasén atacó.
El ejército de monstruos se lanzó sobre él como una ola de sombras, pero el drakon meonio giró con furia, su veneno devorando todo a su paso. Damasén lanzó una estocada tras otra, obligando a Tártaro a retroceder, arrancándole gruñidos de molestia.
Entretanto, Bob se alejaba de la batalla, tambaleándose, con su gato dientes de sable a su lado. Percy intentó cubrir su retirada, abriendo grietas en el suelo con su poder. Algunos monstruos se volatilizaban con agua de la laguna Estigia, otros caían gimiendo al ser rociados por el Cocito. Los más desafortunados eran alcanzados por el agua del Lete y se quedaban mirando el vacío, con expresiones de absoluta confusión.
Bob se dirigió a las puertas, con icor dorado manando de sus heridas. Su uniforme de conserje estaba hecho jirones, pero aun así sonreía.
— Marchaos —ordenó—. Yo apretaré el botón.
Percy lo miró, atónito.
— Bob, no estás en condiciones…
— Percy. —La voz de Rosier fue un filo de hielo cortando el aire. No era una súplica. Era un hecho innegable. Lo sabían. No había otra opción.
Pero Percy no podía aceptarlo.
— ¡No podemos dejarlos sin más!
Bob sonrió con cansancio y le dio una palmada en el brazo, casi derribándolo.
— Todavía puedo apretar un botón —dijo—. Y tengo un gato para protegerme.
Bob el Pequeño gruñó, como si estuviera ofendido por la insinuación de que él no era suficiente para acabar con una horda de monstruos.
— Además —añadió Bob—, tú debes regresar. Detener la locura de Gaia.
Un cíclope salió volando sobre sus cabezas, chisporroteando a causa del veneno del drakon.
A cincuenta metros, el drakon meonio pisoteaba monstruos con ruidos nauseabundos. Damasén seguía atacando, lanzando estocadas y provocando a Tártaro para alejarlo de las puertas.
Percy sintió que el pánico lo oprimía.
— ¡No lo hagas, Bob! —le suplicó—. Acabará contigo para siempre. No te podrás regenerar.
Bob se encogió de hombros.
— ¿Quién sabe? Debes irte. Tártaro tiene razón en algo: no podemos vencerlo. Solo puedo daros un poco de tiempo.
Las puertas se cerraron contra el pie de Rosier.
— Doce minutos —dijo Bob—. Es lo que puedo ofreceros.
Percy sintió que el pecho le dolía.
— Percy… sujeta las puertas.
Ella no titubeó.
Se giró y saltó, rodeando el cuello del titán con sus brazos, apoyando su frente en su pecho. Fue un instante. Un parpadeo. Olía a productos de limpieza. A madera pulida con cera de limón, a jabón con aroma a lavanda y a una frescura casi reconfortante, como un hogar que siempre estaba limpio y listo para recibirte.
— Eres un estúpido. —Su voz fue un susurro, pero no estaba vacía.
Bob sonrió suavemente.
— Lo sé —pero antes de soltarla le susurró al oído —. Date otra oportunidad en la vida. Lo mereces, niña.
Rosier cerró los ojos. Luego, sin previo aviso, se inclinó y le dejó un beso en la mejilla. No uno de ternura. Uno de despedida.
— Gracias —susurró.
Percy la miró.
Rosier. La hija de la muerte y la vida. El equilibrio imposible.
Su madre, una ninfa, le había dado una belleza que no pertenecía a este mundo. Había momentos en los que parecía resplandecer con luz propia, como si la vida misma se aferrara a ella, como si la naturaleza no pudiera evitar florecer a su alrededor. Pero su padre… su padre era la sombra. Thanatos estaba en su esencia, la esencia de la muerte que podía danzar en su cuerpo, en la forma en que el aire se volvía más denso cuando ella estaba cerca.
Vida y muerte. Dos fuerzas opuestas que jamás deberían coexistir, y sin embargo, ahí estaba ella.
Rosier se apartó, su expresión endurecida una vez más.
— Muévete, Jackson.
Percy asintió, apretando la mandíbula. Se irían. Sobrevivirían. Y terminarían con esto.
Bob sonrió y alrededor de sus ojos aparecieron las arrugas que siempre se le formaban cuando sonreía.
— Hasta entonces, amigos míos, saludad al sol y a las estrellas de mi parte. Y sed fuertes. Puede que este no sea el único sacrificio que debáis hacer para detener a Gaia.
Rosier desvió la mirada. Odiaba las despedidas. Odiaba aún más sentir que alguien estaba haciendo un sacrificio por ella.
Bob la apartó con un leve empujón, cariñoso pero firme.
—Se ha acabado el tiempo. Marchaos.
Rosier apretó los dientes, su cuerpo aún tenso. Percy notó la bruma oscura temblar en sus dedos antes de que ella la disipara con un suspiro.
No miró atrás. Si lo hacía, no se iría.
Agarró el brazo de Percy y lo metió a rastras en la caja del ascensor. En el último instante, antes de que las puertas se cerraran, vislumbró al drakon meonio sacudiendo a un ogro como a un muñeco de trapo, mientras Damasén lanzaba estocadas a las piernas de Tártaro sin miedo, sin dudar.
El dios del foso extendió su mano hacia las Puertas de la Muerte y rugió:
—¡Monstruos, detenedlos!
Bob el Pequeño se agazapó y gruñó, listo para la acción.
Bob, aún sonriendo, le guiñó el ojo a Rosier.
—Mantened las puertas cerradas por dentro —dijo—. Se resistirán a llevaros. Sujetadlas…
Los paneles se cerraron.
— ¡Ayúdame, Percy! —gritó Rosier.
Ella empujaba la puerta izquierda con todo el cuerpo, presionando hacia el centro. Percy hizo lo mismo con la derecha. No había asideros ni nada a lo que agarrarse. Mientras la caja del ascensor se elevaba, las puertas se sacudían, tratando de abrirse, como garras desesperadas por arrastrarlos de vuelta al abismo.
A Rosier le ardían los músculos, pero no se detuvo. No podía detenerse.
La música del ascensor era una burla cruel. Si todos los monstruos tenían que escuchar esa maldita canción de piñas coladas y lluvia tropical, no era raro que quisieran matar cuando llegaban al mundo de los mortales.
— Hemos abandonado a Bob y Damasén —dijo Percy con voz ronca—. Morirán por nosotros, y nosotros solo...
— Lo sé, Jackson —murmuró Rosier. Pero su voz no temblaba. No tenía tiempo para la culpa.
Dejar a Bob y a Damasén había sido lo más difícil que había hecho en su vida. O casi.
Porque antes de eso, había tenido que dejar atrás a su madre.
A veces, en los rincones más oscuros de su mente, todavía podía ver su rostro. El de la mujer que le había dado la vida, que había sido luz y risa, que la había amado hasta su último aliento. Y Rosier la había abandonado allá.
No por cobardía. Nunca por cobardía. Pero porque no había otra opción.
Así como ahora.
Era esto o la destrucción.
Parpadeó con furia, empujando los recuerdos hacia el fondo de su mente. No podía permitirse recordar.
— Las puertas, Percy.
Los paneles habían empezado a deslizarse, dejando entrar un aliento de azufre.
Percy empujó con todas sus fuerzas, y la rendija se cerró con un golpe seco. No dijo nada, pero su rabia ardía en el aire como fuego líquido.
— Voy a matar a Gaia —murmuró—. La voy a hacer trizas con mis propias manos.
Rosier apretó los dientes.
— Más te vale.
Pero las palabras de Tártaro resonaban en su cabeza. “No puedes matarnos. Gaia y yo somos eternos.”
Y Bob... Bob les había advertido: “Puede que este no sea el único sacrificio que tengáis que hacer para detener a Gaia.”
La idea la enfermaba. ¿Cuántos más tendrían que caer? ¿Cuánto más tendría que perder?
— Doce minutos —susurró. Doce minutos que costarían dos vidas.
Por primera vez en su vida rezó. No a los dioses. No a su padre. Rezó a Bob.
Que aguantara. Que sostuviera el botón.
Si los amigos de Percy no estaban allí, controlando el otro lado...
— Podemos conseguirlo —dijo Percy—. Tenemos que conseguirlo.
Rosier respiró hondo.
— Sí. Tenemos que conseguirlo.
Y lo harían. Porque si no, todo habría sido en vano.
Empujaron las puertas con todas sus fuerzas mientras el ascensor temblaba y la música seguía sonando, mientras, en algún lugar debajo de ellos, un titán y un gigante se alzaban contra un dios para regalarles un solo instante más.
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