⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀O15.
☠. PERCY RESPIRÓ PROFUNDAMENTE, aferrándose a la voz de Rosier como a un salvavidas en un mar turbulento. Los recuerdos seguían atormentándolo, pero el contacto cálido de su mano lo mantenía anclado, un recordatorio de que todavía estaba aquí, en el presente, y que había alguien que compartía su carga.
—No soy como ellos… —murmuró, casi para convencerse a sí mismo, mientras las voces del Aqueronte susurraban su condena, retumbando en su mente como un eco amargo.
Rosier suspiró con preocupación. Presentía que el peso de su pasado lo aplastaba en momentos como este, pero también sabía que Percy era más fuerte de lo que él mismo creía. Con un tirón decidido, lo atrajo hacia ella.
—No eres como ellos. Has luchado por proteger a otros, por algo más grande. —susurró Rosier —. No dejes que este maldito lugar te haga olvidar quién eres.
Percy asintió, y la sombra de sus recuerdos comenzó a desvanecerse, aunque el dolor seguía ahí, latente. Con un esfuerzo renovado, enderezó los hombros y sintiendo una oleada de desafío en su interior. Este era solo otro obstáculo en su interminable lucha.
—¿Cómo lo cruzaremos? —preguntó él, volviendo su atención a Rosier, decidido a no ceder ante los susurros del río.
Ella sonrió con una chispa de desafío.
— Saltaremos. —Dudó un segundo antes de añadir— . Apenas llevamos días conociéndonos, pero... te pregunto, Jackson, ¿confías en mí?
Percy tragó saliva. Dudó por un instante, pero luego asintió. Rosier había demostrado ser una aliada leal, y ahora no era momento para reservas.
— Bien —dijo ella— . Aférrate a mí, y no me sueltes por nada. Y, por cierto, no me hago responsable de cualquier daño corporal, pero... soltó una risa suave— , si te rompes un par de huesos, invoco a Poseidón como testigo de que tú aceptaste.
Percy frunció el ceño, pero antes de que pudiera responder, un grito retumbó detrás de ellos:
— ¡Allí! —vociferó una voz—. ¡Matad a esos turistas entrometidos!
Los hijos de Nix los habían encontrado. Sin tiempo que perder, Percy abrazó el pequeño cuerpo de Rosier. Ambos se dejaron caer en el vacío. Percy, con los ojos cerrados, escuchó un crujido alarmante, acompañado de un jadeo de dolor de Rosier. Pero antes de que pudiera preocuparse por ella, un sonido inusual, como un aleteo gigante, invadió el aire.
— ¿Tú también tienes alas? — susurró, atónito.
Ella sonrió con un brillo irónico, antes de dejarse caer en una área segura, lejos del río Aqueronte.
— ¿Te sorprende, Percy? —preguntó con una leve sonrisa asomándose en sus labios.
Percy recordó quién era su padre y el cómo se veía.
Percy abrió sus ojos y parpadeó. Después de la oscuridad de Nix, hasta la tenue luz roja del Tártaro parecía deslumbrante.
Ante ellos se extendía un valle lo bastante grande como para contener la bahía de San Francisco. El ruido resonante provenía de todo el paisaje, como si un trueno retumbara debajo del suelo. Bajo las nubes venenosas, el terreno ondulado emitía destellos púrpura con cicatrices de color rojo y azul oscuro.
—Parece… —Percy contuvo su repulsión— parece un corazón gigantesco.
—El corazón de Tártaro —murmuró Rosier —. Me alegro de nunca haberme acercado aquí.
El centro del valle estaba cubierto de una fina pelusa negra formada por puntos. Estaban tan lejos que Rosier tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando un ejército: miles, tal vez decenas de miles de monstruos, congregados en torno a un oscuro puntito central. Estaba demasiado lejos para apreciar los detalles, pero a Rosier no le cabía duda de qué era ese puntito. Incluso desde el linde del valle, podía percibir cómo su poder atraía a su alma.
—Las Puertas de la Muerte.
—Sí.
Percy hablaba con voz ronca. Todavía tenía la tez pálida y demacrada de un cadáver, lo que significaba que lucía más o menos tan mal aspecto como el estado en el que Rosier se encontraba.
Se dio cuenta de que se había olvidado por completo de sus perseguidores.
—¿Qué ha sido de Nix…?
Se volvió. Rosier los dejó a varios cientos de metros de las orillas del Aqueronte, que corría por un canal abierto excavado en unas negras montañas volcánicas. Más allá solo había oscuridad.
No había rastro de seres que los persiguieran. Por lo visto, a los acólitos de la Noche no les gustaba cruzar el Aqueronte.
Percy estaba a punto de preguntarle qué harían ahora cuando oyó el ruido de un desprendimiento de rocas en las montañas situadas a su izquierda. Desenvainó su espada de hueso de drakon. Percy levantó a Contracorriente y Rosier sacó su guadaña de hierro estigio.
Una mancha de brillante pelo blanco apareció sobre la cumbre y luego una familiar cara sonriente con ojos de plata pura.
—¿Bob? —Rosier se alegró tanto que se puso a saltar—. ¡Oh, dioses míos!
—¡Amigos!
El titán se dirigió a ellos pesadamente. Las cerdas de su escoba se habían quemado. Su uniforme de conserje estaba lleno de nuevos arañazos, pero parecía encantado. Sobre su hombro, Bob el Pequeño ronroneaba casi tan fuerte como el corazón palpitante de Tártaro.
—¡Os he encontrado! —Bob los abrazó a los dos con suficiente fuerza para aplastarles las costillas—. Parecéis unos muertos humeantes. ¡Eso es bueno!
—Uf —dijo Percy—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿A través de la Mansión de la Noche?
—No —Bob negó rotundamente con la cabeza—. Ese sitio da mucho miedo. Por otro camino, solo para titanes y otros seres.
—A ver si lo adivino —dijo Rosier—. Has ido de lado.
Bob se rascó el mentón; era evidente que se había quedado sin palabras.
—Hum. No. Más… en diagonal.
Rosier sonrió. Cualquier consuelo era bienvenido allí, en el corazón del Tártaro, frente a un ejército imposible. Se alegraba una barbaridad de volver a tener a Bob el titán con ellos.
Agarró la mano del titán.
—¿Seguiremos juntos ahora? —preguntó.
—Sí —convino Rosier—. Es hora de ver si la Niebla de la Muerte funciona.
—Y si no funciona… —Percy se interrumpió.
No tenía sentido darle vueltas. Estaban a punto de adentrarse en medio de un ejército enemigo. Si los veían, estaban muertos.
— Lo harán. —aseguró Rosier, recordando la última vez que las vio.
—Puertas de la Muerte —dijo Percy—, allá vamos.
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