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☠.     —EN FIN —DIJO—, SUPONGO que en el folleto no ponía gran cosa porque usted no aparecía destacada en la visita. Hemos visto el río Flegetonte, el Cocito, las arai, el claro venenoso de Aclis, hasta unos titanes y gigantes, pero Nix… no, usted no figuraba.

—¿«Figuraba»? ¿«Destacada»?

—Sí —contestó Percy, buscando la aprobación de Rosier —. Hemos venido de visita al Tártaro… en plan destino exótico, ¿sabe? En el inframundo hace demasiado calor. Y el monte Olimpo es para turistas…

—¡Dioses, ya te digo! —convino Rosier—. Así que reservamos la excursión al Tártaro, pero nadie nos dijo que nos encontraríamos a Nix. En fin, supongo que no les parecía importante.

—¿Que no les parecía importante?

Nix hizo restallar su látigo. Sus caballos corcovearon y chasquearon sus colmillos plateados. Oleadas de oscuridad brotaron del abismo, y a Rosier se le removieron las entrañas, pero no podía mostrar su miedo.

Empujó hacia abajo el brazo con el que Percy sostenía la espada y le obligó a bajar el arma. Aquella diosa superaba a todos los adversarios a los que se habían enfrentado. Nix era mayor que cualquier dios del Olimpo, cualquier titán o cualquier gigante, incluso mayor que Gaia. Era imposible que dos semidioses la vencieran; por lo menos, usando la fuerza.

Rosier se obligó a mirar la enorme cara oscura de su abuela.

—Bueno, ¿cuántos semidioses más han venido a visitarla? —preguntó inocentemente.

La mano de Nix aflojó las riendas.

—Ninguno. Ni uno solo. ¡Es inaceptable!

Rosier echó su larga cabellera oscura detrás del hombro para posteriormente encogerse de hombros.

—A lo mejor es porque no ha hecho nada para salir en las noticias. ¡Entiendo que Tártaro sea importante! Todo este sitio se llama como él. O si conociéramos al Día…

—Oh, sí —terció Percy—. ¿El Día? Debe de ser impresionante. Me encantaría conocerlo. Y pedirle un autógrafo.

—¡El Día! —Nix agarró la barandilla de su carro negro. Todo el vehículo tembló—. ¿Os referís a Hemera? ¡Es mi hija! ¡La Noche es mucho más poderosa que el Día!

—Eh —añadió Rosier—. Yo prefiero a las arai, o incluso a Aclis.

—¡También son hijas mías!

Percy contuvo un bostezo.

—Tiene muchos hijos, ¿eh?

—¡Soy la madre de todos los terrores! —gritó Nix—. ¡Las mismísimas Moiras! ¡La Vejez! ¡El Dolor! ¡La Muerte! ¡Y todas las maldiciones! ¡Mirad si soy noticia!

Nix hizo restallar su látigo otra vez. La oscuridad se cuajó a su alrededor. A cada lado apareció un ejército de sombras: más arai con alas oscuras, cuya visión no despertó mucho entusiasmo a Rosier; un anciano ajado que debía de ser Geras, el dios de la vejez; y una mujer más joven vestida con una toga negra que tenía unos ojos brillantes y una sonrisa de asesina en serie: Eris, sin duda, la diosa de la discordia. Y siguieron apareciendo más: docenas de demonios y dioses menores, todos hijos de la Noche.

Rosier quería huir. Se enfrentaba a una prole de horrores capaces de hacer perder el juicio a cualquiera. Pero si huía, moriría.

A su lado, Percy empezó a respirar con dificultad. A pesar de su neblinoso disfraz de demonio, la hija de la muerte sabía que estaba al borde del pánico. Pero no podía mostrar debilidad.

Agarró la mano de Percy en busca de apoyo que inesperadamente fue correspondida casi de inmediato.

—Sí, no está mal —reconoció—. Supongo que podríamos hacer una foto para el álbum, pero no las tengo todas conmigo. Son ustedes tan… oscuros. Aunque usara el flash, no estoy segura de que saliera.

—Sí —logró decir Percy—. No son fotogénicos.

—¡Turistas… desgraciados! —susurró Nix—. ¿Cómo osáis no temblar ante mí? ¿Cómo osáis no llorar ni suplicarme que os dé un autógrafo y una foto para vuestro álbum? ¿Queréis algo que sea noticia? ¡Mi hijo Hipnos durmió a Zeus una vez! Cuando Zeus lo persiguió por la Tierra, empeñado en vengarse, Hipnos se escondió en mi palacio buscando protección, y Zeus no le siguió. ¡Hasta el rey del Olimpo me teme!

—Ah —Percy se volvió hacia Rosier—. Bueno, se está haciendo tarde. Deberíamos comer en uno de los restaurantes que nos ha recomendado el guía turístico. Luego buscaremos las Puertas de la Muerte.

—¡Ajá! —gritó Nix triunfalmente.

Su prole de sombras se agitó y repitió:—¡Ajá! ¡Ajá!

—¿Queréis ver las Puertas de la Muerte? —preguntó Nix—. Se encuentran en el centro mismo del Tártaro. Los mortales como vosotros nunca llegan a ellas, salvo por los pasillos de mi palacio: ¡la Mansión de la Noche!

Señaló detrás de ella. Flotando en el abismo casi cien metros más abajo había una puerta de mármol negro que daba a una especie de habitación grande.

Era el camino que debían seguir, pero estaba tan lejos que la caída era casi imposible. Si se pasaban de largo, caerían al Caos y se dispersarían en la nada: una muerte sin posibilidad de repetición. Y aunque lograran saltar, la diosa de la Noche y sus temibles hijos se interponían en su camino.

Percy comprendió sobresaltada lo que tenía que pasar. Como todo lo que él había hecho en su vida, era muy arriesgado. En cierto modo, eso la tranquilizó. ¿Una idea disparatada ante la muerte?

«De acuerdo —pareció decir su cuerpo, relajándose—. Conozco el terreno».

Dejó escapar un suspiro de aburrimiento.

—Supongo que podríamos hacer una foto, pero una de grupo no saldrá bien. Nix, ¿qué tal si le hacemos una con su hijo favorito? ¿Quién es?

La prole susurró. Docenas de horribles ojos brillantes se volvieron hacia Nix.

La diosa se movió incómoda, como si el carro se estuviera calentando bajo sus pies. Sus sombríos caballos jadearon y piafaron en el vacío.

—¿Mi hijo favorito? —preguntó ella—. ¡Todos mis hijos son aterradores!

Percy resopló.

—¿De verdad? He conocido a las Moiras. He conocido a Tánatos. No daban tanto miedo. Tiene que haber alguien en este grupo que sea peor.

—El más oscuro —dijo Rosier—. El que más se parezca a usted.

—Yo soy la más oscura —dijo Eris—. ¡Guerras y conflictos! ¡He provocado toda clase de muertes!

—¡Yo soy todavía más oscuro! —gruñó Geras—. Yo debilito la vista y emboto el cerebro. ¡Todos los mortales temen la vejez!

— Meh — bufó Rosier, tratando de hacer caso omiso del castañeteo de sus dientes—. No veo nada lo bastante oscuro. ¡Sois los hijos de la Noche! ¡Enseñadme algo oscuro!

La horda de arai empezó a gemir, batiendo sus correosas alas y agitando nubarrones. Geras extendió sus manos secas y oscureció todo el abismo. Eris escupió una sombría lluvia de perdigones a través del vacío.

—¡Yo soy el más oscuro! —susurró un demonio.

—¡No, yo!

—¡No! ¡Contemplad mi oscuridad!

Si mil pulpos gigantes hubieran expulsado tinta al mismo tiempo en el fondo de la fosa oceánica más profunda y desprovista de luz, no habría habido una negrura más intensa. Rosier podría haber estado ciega perfectamente, Percy se pegó más a ella intentando buscar una manera de protegerla ante cualquier peligro que se aproximara.

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