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☠.      ACLIS SE ABALANZÓ SOBRE PERCY y, por una fracción de segundo, él pensó: «Bueno, solo soy humo. No puede tocarme, ¿no?».

Las garras de la diosa le arañaron el pecho y le escocieron como si fueran agua hirviendo.

Percy se tambaleó hacia atrás, pero no estaba acostumbrado a ser de humo. Sus piernas se movían demasiado despacio. Sus brazos eran como de papel de seda. Desesperado, le lanzó su mochila, pensando que tal vez se volviera sólida cuando abandonara su mano, pero no tuvo suerte. La bolsa cayó emitiendo un tenue sonido sordo.

Aclis gruñó al agacharse para saltar. Le habría arrancado a Percy la cara de un mordisco si Rosier no hubiera atacado y hubiera agarrado a Aclis de su escaso cabello.

Aclis soltó un gemido de dolor y arremetió contra Rosier, pero la chica se movía mejor que Percy. Tal vez no se sentía tan etérea, o tal vez había recibido más instrucción de combate en su tiempo.

Rosier se lanzó justo entre las piernas de la diosa, dio una voltereta y se puso de pie. Aclis se volvió y atacó, pero Rosier la esquivó otra vez como un matador, dándole una patada etérea (pero que se debió de sentir bien sólida) a la cabeza de la diosa.

Percy estaba tan aturdido que perdió unos segundos preciosos. Se quedó mirando a Rosier cadavérica, que estaba envuelta en niebla pero que se movía tan rápido y con tanta seguridad como siempre. Entonces cayó en la cuenta de por qué estaba haciendo eso: para ganar tiempo. Eso significaba que Percy tenía que ayudarla.

Cuando Aclis atacó por tercera vez, Rosier no tuvo tanta suerte. Trató de apartarse, pero la diosa la agarró por el cabello, tiró fuerte y la derribó al suelo.

— ¡Suéltame, estúpida! —chilló Rosier sintiendo arder su cuero cabelludo.

Antes de que la diosa pudiera echarse encima de ella, Percy avanzó gritando y blandiendo su espada. Todavía se sentía tan sólido como un pañuelo de papel, pero su ira pareció ayudarle a moverse más deprisa.

—¡Eh, Feliz! —gritó.

Aclis se giró y soltó el cabello de Rosier, dejando a la asiática en el suelo acariciando su cabello con ojos llorosos.

—¿Feliz? —preguntó.

—¡Sí! —él se agachó cuando ella trató de asestarle un golpe en la cabeza—. ¡Eres la alegría de la huerta!

—¡Arggg!

Ella volvió a abalanzarse sobre él, pero estaba desequilibrada. Percy dio un quiebro y retrocedió, y consiguió apartar a la diosa de Rosier.

—¡Simpática! —gritó—. ¡Encanto!

La diosa gruñó e hizo una mueca. Fue a por Percy dando traspiés. Cada cumplido parecía un puñado de arena en su cara.

—¡Os mataré despacio! —gruñó, mientras le chorreaban los ojos y la nariz, y le goteaba sangre de las mejillas—. ¡Os haré picadillo como sacrificio a la Noche!

Rosier se levantó con dificultad. Empezó a hurgar en su mochila, buscando algo que pudiera serle útil.
Percy quería brindarle más tiempo.

—¡Adorable! —gritó Percy—. ¡Tierna y abrazable!

Aclis emitió un gruñido de asfixia, como un gato que sufre un ataque.

—¡Una muerte lenta! —gritó—. ¡Una muerte provocada por mil venenos!

Alrededor de la diosa empezaron a crecer plantas venenosas que estallaban como globos demasiado llenos. Salió un chorrito de savia verde y blanca que se acumuló en el suelo y empezó a correr hacia Percy. Los gases de olor dulzón lo aturdieron.

Lamentablemente, el icor venenoso fluía ya por todas partes y hacía que el suelo echara vapor y el aire quemara. Percy se vio atrapado en un islote de tierra apenas más grande que un escudo. A pocos metros de distancia, su mochila empezó a echar humo y se deshizo en un charco de sustancia pegajosa. Percy no tenía adónde ir.

Cayó sobre una rodilla. Quería decirle a Rosier que huyera, pero no podía hablar. Tenía la garganta seca como hojas marchitas.

Rosier se levantó despacio, respirando con dificultad, pero con una determinación feroz en sus ojos. Colocó una mano en el suelo, concentrándose, y como si su misma presencia fuera una antítesis a la vida, toda la maleza venenosa que Aclis había conjurado empezó a marchitarse y descomponerse. El aire se llenó con el crujido de las plantas secándose y desintegrándose en polvo.

—¿La hija de la Muerte? —murmuró Aclis, dando un paso hacia atrás.

— Parece que cierta diosa no presta atención a lo que dicen los demás. —comentó Rosier.

Rosier no necesitaba decir nada más. El poder que emanaba de ella era prueba suficiente de su vínculo con Thanatos, el dios de la muerte. Aclis gruñó, pero ahora su furia estaba teñida de inseguridad. Sabía que no podía desafiar tan fácilmente a alguien que compartía la misma esencia que la muerte misma.

—No puedes ganarme —espetó Aclis—. Soy la encarnación del dolor, de la decadencia. ¡Incluso tú caerás!

Pero Rosier, con una calma helada, avanzó lentamente hacia la diosa. La tierra misma parecía retraerse bajo sus pies, como si reconociera el poder que portaba. Su mirada no era de desafío, sino de conocimiento. Sabía quién era, sabía de dónde venía, y entendía el control que tenía sobre la muerte.

—No puedes matar lo que ya es parte de la muerte, —dijo Rosier, su voz fría como el hielo.

Aclis gritó de furia, lanzándose hacia ella, pero Rosier levantó una mano y el aire alrededor de Aclis pareció congelarse. Las garras de la diosa se detuvieron en seco, como si una fuerza invisible la sujetara. Percy, observando desde su lugar, apenas podía creer lo que veía. Era como si Rosier estuviera no solo desafiando, sino controlando el poder de la muerte a su favor.

—Tu dolor no tiene poder sobre mí, —añadió Rosier, mientras los ojos de Aclis se llenaban de un terror creciente—. Soy hija de Thanatos, y tú no eres más que una sombra en mi camino.

Aclis agarró a Percy del brazo y lo azotó contra el muro, causando que gritara del dolor, a lo que inmediatamente Rosier se acercó preocupada a él.

Aclis, aún herida y tambaleante, se levantó con una furia desbordante. Sus ojos se clavaron en Rosier. Aprovechando la distracción de Rosier, Aclis lanzó un rugido ensordecedor y se abalanzó sobre Rosier con una velocidad y ferocidad inesperadas.

Rosier apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que las garras de la diosa la alcanzaran de nuevo. Esta vez, Aclis la arañó con más fuerza, desgarrando su brazo y provocando que Rosier cayera al suelo con un grito de dolor y lejos de Percy. La sangre corría por su piel, manchando el suelo mientras Aclis la miraba con una sonrisa salvaje, disfrutando de la herida que había infligido.

— ¡No eres nada comparada conmigo! —gritó Aclis, bajando sus garras una vez más, esta vez rasgando el costado de Rosier con tanta fuerza que la chica gritó de nuevo, mientras alrededor de ellas volvía a crecer una vez más la maleza venenosa.

Percy, al ver la escena y despertando de su pequeña siesta, sintió cómo una ira incontenible se apoderaba de él. Ver a Rosier, siempre fuerte e imperturbable, siendo atacada brutalmente, lo encendió como nunca antes. Su pecho ardía de rabia, y sin pensarlo dos veces, gritó con toda su fuerza:

— ¡Ya basta, Aclis!

Pero la diosa no se detuvo. Alzó sus garras para el golpe final, buscando aplastar a Rosier de una vez por todas. Percy, lleno de furia, cargó hacia Aclis, blandiendo su espada con una furia que nunca había sentido antes.

— ¡NO LA TOQUES MÁS! —gritó Percy, lanzando un ataque feroz, tratando de apartar a la diosa de Rosier antes de que fuera demasiado tarde.

Recordó haber oído en una clase de ciencias que el cuerpo humano estaba compuesto en su mayor parte de agua. Recordó haber extraído agua de los pulmones de Jason en Roma… Si podía controlar eso, ¿por qué no también otros líquidos?

Era una idea disparatada. Poseidón era el dios del mar, no de todos los líquidos del mundo.

Por otra parte, el Tártaro tenía sus propias reglas. El fuego se podía beber. El suelo era el cuerpo de un dios siniestro. El aire era ácido, y los semidioses se podían convertir en cadáveres de humo.

Así pues, ¿por qué no intentarlo? No tenía nada que perder.

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