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           ☠. SI LA DIABLA SOLLOZANTE era lo que Bob entendía por ayuda, Rosier no tenía ningún interés en recibirla.

Sin embargo, Bob avanzó. Rosier se sintió obligada a seguirlo. Por lo menos esa zona era menos oscura; no estaba exactamente bien iluminada, pero había una espesa niebla blanca.

—¡Aclis! —gritó Bob.

La criatura levantó la cabeza, y el estómago de Rosier gritó: « ¡Socorro!» . Se veía más demacrada que ella misma.

Su cuerpo era horrible. Parecía una víctima de la hambruna: miembros como palos, rodillas hinchadas y codos nudosos, harapos que hacían las veces de ropa, uñas de manos y de pies rotas. El polvo cubría su piel y se amontonaba en sus hombros, como si se hubiera duchado en el fondo de un reloj de arena.

Su cara era desoladora. Sus ojos hundidos y legañosos lloraban a mares. La nariz le moqueaba como una cascada. Su ralo cabello gris estaba enredado con mechones grasientos, y tenía las mejillas llenas de raspazos y manchadas de sangre como si se hubiera arañado.
Rosier no soportaba mirarla a los ojos, de modo que bajó la vista. Sobre sus rodillas había un antiguo escudo: un maltrecho círculo de madera y bronce con un retrato pintado de la propia Aclis sosteniendo un escudo, de modo que la imagen parecía perpetuarse eternamente, cada vez más pequeña.

—Ese escudo —murmuró Percy—. Eso es. Creía que era una leyenda.

—Oh, no —dijo gimiendo la vieja bruja—. El escudo de Hércules. Él me pintó en la superficie para que sus enemigos me vieran durante sus últimos momentos de vida: la diosa del sufrimiento —tosió tan fuerte que a Rosier le dolió el pecho por lo que acarició su pecho—. Como si Hércules supiera lo que es el auténtico sufrimiento. ¡Ni siquiera es un buen retrato!

Rosier apretó sus puños al escuchar aquel nombre. Contuvo su ira.

—.¿Qué hace aquí su escudo? —preguntó Percy.

La diosa lo miró con sus húmedos ojos lechosos. Las mejillas le empezaron a chorrear sangre y mancharon su andrajoso vestido de puntos rojos.

—Él ya no lo necesita, ¿no? Vino aquí cuando su cuerpo mortal se quemó. Un recordatorio, supongo, de que ningún escudo es suficiente. Al final, el sufrimiento se apodera de todos vosotros. Hasta de Hércules.

— Bob —dijo Rosier finalmente—, no deberíamos haber venido.

El gatito esqueleto asintió maullando en el interior del uniforme de Bob.
El titán se movió e hizo una mueca como si Bob el Pequeño le hubiera arañado en la axila.

— Aclis controla la Niebla de la Muerte —insistió—. Ella puede ocultaros.

— ¿Ocultarlos? —Aclis emitió un sonido borboteante. O se estaba riendo o se estaba ahogando—. ¿Por qué iba a hacer yo eso?

— Deben llegar a las Puertas de la Muerte —dijo Bob—. Para regresar al mundo de los mortales.

—.¡Imposible! —repuso Aclis—. Los ejércitos de Tártaro os encontrarán. Os matarán.

Rosier dio la vuelta a la guadaña cortando de paso el aire envenenado, un gesto que a los ojos de Percy le dio un toque sexy e intimidante pero sobre todo por su mirada fría y ácida.

— Entonces supongo que su Niebla de la Muerte será inútil… —dijo.

La diosa enseñó sus dientes amarillos mellados.

— ¿Inútil? ¿Quién eres tú?

— Una hija de la muerte, primogénita. Ya sabes lo que dicen, los primogénitos son los más poderosos —la voz de Rosier se volvió más y más fría—. No he recorrido medio Tártaro para que una diosa de segunda me diga lo que es imposible.

La tierra tembló a sus pies. La niebla se arremolinó alrededor de ellos emitiendo un sonido como un gemido angustioso.

— ¿Una diosa de segunda? —las uñas nudosas de Aclis se clavaron en el escudo de Hércules y arañaron el metal—. Yo ya era vieja antes de que los titanes nacieran, muchacha ignorante. Era vieja cuando Gaia despertó por primera vez. El sufrimiento es eterno. La existencia es sufrimiento. Soy hija de los mayores: el Caos y la Noche. Yo…

—Sí, sí —interrumpió Rosier, cansada de oír títulos—. Tristeza y sufrimiento, bla, bla, bla. Pero aun así no tiene suficiente poder para ocultar a dos semidioses con su Niebla de la Muerte. Lo que yo digo: inútil.

Percy se aclaró la garganta.

—Ejem, Rosier…

La anciana le lanzó una mirada de advertencia: «Sígue el juego» .

— Quiero decir… ¡Ella tiene razón! —dijo Percy—. Bob nos ha traído hasta aquí porque pensábamos que podría ayudarnos. Pero supongo que está demasiado ocupada mirando ese escudo y llorando. Lo entiendo perfectamente. Es igualito a usted.

Aclis gimió y lanzó una mirada de furia al titán.

— ¿Por qué me obligas a padecer a esos irritantes críos?

Bob hizo un sonido a medio camino entre un murmullo y un gemido.

— Yo pensé… yo pensé…

— ¡La Niebla de la Muerte no sirve para ayudar a nadie! —chilló Aclis—.
Envuelve a los mortales de sufrimiento cuando sus almas pasan al inframundo. ¡Es el mismísimo aliento del Tártaro, de la muerte, de la desesperación!

—Impresionante —dijo Percy—. ¿Nos pone dos raciones de eso?

Aclis siseó.

— Pedidme un regalo más razonable. También soy la diosa de los venenos.
Podría concederos la muerte: mil formas de morir menos dolorosas que la que habéis elegido entrando en el corazón del foso.

En la tierra se abrieron flores alrededor de la diosa: brotes de color morado oscuro, naranja y rojo que desprendían un olor dulzón. A Rosier le empezó a dar vueltas la cabeza.

— Dulcamara —ofreció Aclis—. Cicuta. Belladona, beleño o estricnina.
Puedo derretir vuestras entrañas y hacer hervir vuestra sangre.

— Muy amable por su parte —dijo Percy—. Pero ya he tenido suficiente veneno en este viaje. Bueno, ¿puede ocultarnos con su Niebla de la Muerte o no?

— Sí, será divertido —dijo Rosier, con cierto sarcasmo.

La diosa entornó los ojos.

— ¿Divertido?

— Claro —aseguró—. Si fracasamos, piense en lo que disfrutará contemplando nuestros espíritus cuando muramos entre horribles dolores. Podrá decir «Os lo avisé» por toda la eternidad.

— O si tenemos éxito —añadió Percy—, piense en el sufrimiento que infligirá a todos los monstruos aquí abajo. Queremos cerrar las Puertas de la Muerte. Eso provocará muchos llantos y gemidos.

Aclis consideró esa información.

—Disfruto del sufrimiento. El llanto también me gusta.

— Entonces, asunto zanjado —dijo Percy—. Háganos invisibles.

Aclis se levantó con dificultad. El escudo de Hércules se fue rodando y se paró bamboleándose en una parcela con flores venenosas.

— No es tan sencillo —dijo la diosa—. La Niebla de la Muerte vendrá cuando más cerca estéis del fin. Solo entonces se nublarán vuestros ojos. El mundo se desvanecerá.

— Vale. Pero… ¿nos ocultará de los monstruos?

— Oh, sí —dijo Aclis—. Si sobrevivís al proceso, podréis pasar desapercibidos entre los ejércitos del Tártaro. Es inútil, por supuesto, pero si estáis decididos, venid. Os enseñaré el camino.

— ¿El camino adónde exactamente? —preguntó Percy.

La diosa ya se había internado en la penumbra arrastrando los pies.
Percy se volvió para mirar a Bob, pero el titán no estaba. ¿Cómo desaparece una criatura plateada de tres metros de estatura con un gatito chillón?

— ¡Eh! —gritó Percy a Aclis—. ¿Dónde está nuestro amigo?

— Él no puede seguir este sendero —contestó la diosa—. No es mortal. Venid, pequeños insensatos. Venid a
Experimentar la Niebla de la Muerte.

Percy resopló.

— Bueno…, ¿qué mal puede hacernos?

La pregunta era tan ridícula que Rosier se rió, aunque le dolieron los pulmones al hacerlo.

— ¡Tsh! Nunca digas eso. ¿No sabes que trae mal augurio en un semidiós? —regañó Rosier.

— Perdona. —se disculpó el chico apenado.

Siguieron las polvorientas huellas de la diosa a través de las flores venenosas, adentrándose cada vez más en la niebla.










            ⍦.   — ¿CÓMO ES QUE lograste sobrevivir sola todo este tiempo aquí? —preguntó Percy llamando la atención de la asiática.

Ella hizo una mueca.

— No fue nada sencillo como sabes y más cuando estás sola en esta tortura pero, al igual que ustedes, bebía del Flegetonte para no morir asfixiada pero, lo que en verdad me motivó a seguir sobreviviendo, era la esperanza de volver a sentir la calidez del sol o sentir la energía de algo verdaderamente vivo.

Percy sintió su corazón estrujarse al ver que la mirada de Rosier se iluminó al recordar el mundo. Era la primera vez que él la veía así, hablando con esperanza y calidez. Percy se prometió que una vez que salgan de allí, la llevaría a todas las partes posibles para que recuperara todo lo que alguna vez perdió.

Finalmente llegaron al extremo del dedo gordo. Al menos eso le pareció a Percy. La niebla se disipó, y se encontraron en una península que sobresalía por encima de un vacío muy oscuro.

— Aquí estamos.

Aclis se volvió y los miró de reojo. La sangre de las mejillas le goteaba en el vestido. Sus pálidos ojos estaban húmedos e hinchados pero de algún modo llenos de emoción. ¿Podía emocionarse el Sufrimiento?

— Ah… genial —dijo Percy—. ¿Dónde es « aquí»?

— En el borde de la muerte definitiva —respondió Aclis—. Donde la Noche se junta con el vacío debajo del Tártaro.

Rosier avanzó muy lentamente y se asomó al precipicio.

— Creía que no había nada debajo del Tártaro.

— Oh, desde luego que sí… —Aclis tosió—. Hasta Tártaro tuvo que surgir de alguna parte. Este es el borde de la oscuridad primitiva, mi madre. Debajo se encuentra el reino del Caos, mi padre. Aquí estáis más cerca de la nada de lo que lo ha estado jamás ningún mortal. ¿No lo notáis?

Rosier sabía a lo que se refería. El vacío parecía tirar de ella, extrayéndole el aliento de los pulmones y el oxígeno de la sangre. Miró a Percy y vio que tenía los labios teñidos de morado.

— No podemos quedarnos aquí —dijo.

— ¡Ya lo creo que no! —dijo Aclis—. ¿No notáis la Niebla de la Muerte?
Incluso ahora pasáis entre ella. ¡Mirad!

Un humo blanco se acumuló alrededor de los pies de Rosier. A medida que se enroscaba por sus piernas, se dio cuenta de que el humo no lo estaba rodeando.
Provenía de él. Su cuerpo entero se estaba disolviendo. Levantó las manos y vio que eran borrosas y poco definidas. Ni siquiera sabía cuántos dedos tenía. Con suerte, todavía diez.

Se volvió hacia su compañero y contuvo un grito.

— Santos dioses, te ves peor de lo que ya estabas.

Percy se observó los brazos. Solo vio masas informes de niebla blanca, pero supuso que a los ojos de Rosier debía de parecer un cadáver. Dio varios pasos, pero le costaba mucho. Su cuerpo parecía incorpóreo, como si estuviera hecho de helio y algodón de azúcar.

— He tenido mejor aspecto —decidió—. Me cuesta moverme. Pero estoy bien.

Aclis se rió entre dientes.

—Desde luego, no estás nada bien.

Rosier frunció el entrecejo.

— Pero ¿pasaremos desapercibidos? ¿Podremos llegar a las Puertas de la Muerte?

— Bueno, tal vez —dijo la diosa—, si vivierais lo suficiente, cosa que no ocurrirá.

Aclis extendió sus dedos nudosos. A lo largo del borde del foso crecieron más plantas —cicutas, dulcamaras y adelfas—, extendiéndose hacia los pies de Rosier como una alfombra mortal.

— Veréis, la Niebla de la Muerte no es solo un disfraz. Es un estado. No podía ofreceros este regalo a menos que después sufrierais la muerte… la auténtica muerte.

— Es una trampa. —gruñó Rosier.

La diosa se rió a carcajadas.

— ¿No esperabais que os traicionara?

—Sí… —dijeron ellos al unísono.

— Aunque hubiera sido raro si no lo hubiera hecho.—complementó Rosier.

— ¡Pues entonces no es una trampa! Más bien algo inevitable. El sufrimiento es inevitable. El dolor es…

— Sí, sí —gruñó Percy—. Pasemos a la pelea.

Sacó a Contracorriente, pero la hoja estaba hecha de humo. Cuando lanzó una estocada a Aclis, la espada se limitó a atravesarla flotando como una suave brisa.

Una sonrisa se dibujó en la maltrecha boca de la diosa.

— ¿No os lo había dicho? Ahora no sois más que niebla: una sombra antes de la muerte. Tal vez si tuvierais tiempo podríais aprender a dominar vuestra nueva forma, pero no lo tenéis. Y como no podéis tocarme, me temo que cualquier pelea contra mí será bastante desigual.

Sus uñas se convirtieron en garras. La mandíbula se le desencajó, y sus dientes amarillos se alargaron hasta transformarse en colmillos.

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