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☠.    — HEY, DESPIERTA —escuchó una voz a lo lejos, al abrir los ojos se encontró con unos orbes verdosos que la observaban con preocupación —. ¿Estás bien? Te movías mucho, ¿pesadillas?

Rosier se incorporó para después asentir con la cabeza. Volvió a mirar a Percy a los ojos, al verlos no pudo evitar sentirse nostálgica, esos ojos le recordaban al mar y lo mucho que le gustaba estar ahí.

— ¿Tú estás bien? —preguntó refiriéndose al veneno de gorgona.

Percy asintió con una sonrisa chueca.
Él quería decir algo más, pero aquella mirada oscura le hacía sentir nervioso así que para decirlo, apartó su mirada.

— Gracias por no abandonarme. —Rosier sonrió ante la sinceridad del chico, casi se sintió mal por haberlo hecho por conveniencia.

— No hay problema, Percy. —fue lo único que formuló.

Percy asintió.

Rosier estaba por levantarse y creyó que Percy se iba a ser a un lado pero no alcanzó a moverse por lo que Rosier le pegó un cabezazo en la nariz al chico.

— ¡Dioses! ¡Discúlpame! Creí que te ibas hacer a un lado cuando vieras mis intenciones.

— Tranquila, fue mi culpa por despistado...pero déjame decirte que das muy buenos cabezazos, espero jamás ser tu enemigo porque no quiero saber cómo sería un cabezazo a propósito de tu parte. —dijo Percy sobándose la nariz, claramente con una sonrisa entre sus labios.

Rosier se rió. Al otro lado de la habitación se escuchó una conversación muy interesante.

— No se lo has dicho —dijo Damasén.

— No —reconoció Bob—. Está asustado.

El gigante refunfuñó.

— Debe estarlo. ¿Y si no puedes llevarlos más allá de la Noche?

Damasén dijo la palabra « noche» como si fuera un nombre verdadero: un nombre maléfico.

— Tengo que conseguirlo —dijo Bob.

— ¿Por qué? —preguntó Damasén—. ¿Qué te han dado los semidioses? Te han borrado tu antiguo yo, todo lo que eras. Los titanes y los gigantes… están destinados a ser los enemigos de los dioses y sus hijos. ¿O no?

— Entonces ¿por qué has curado al chico?

Damasén espiró.

— Yo también me lo pregunto. Tal vez porque Rosier me incitó o tal vez… Esos dos semidioses me resultan intrigantes, sobretodo Rosier, ha sobrevivido todo este tiempo sola en este lugar y ahí admito que lo que dicen de ella es acertado...Deben de ser duros para haber llegado hasta aquí. Eso es admirable. Aun así, ¿cómo podemos ayudarles más? No es nuestro destino.

— Quizá —dijo Bob, con incomodidad—. Pero… ¿te gusta nuestro destino?

—Vaya pregunta. ¿Le gusta a alguien su destino?

— A mí me gustaba ser Bob —murmuró Bob—. Antes de que empezara a recordar…

— Ah.

Se oyó un runrún, como si Damasén estuviera llenando un bolso de piel.

— Damasén, ¿te acuerdas del sol? —preguntó el titán.

El runrún se interrumpió. Rosier oyó que el gigante espiraba por los orificios nasales, e inconveniente ella hizo lo mismo al recordar la gran esfera amarilla cuando abrazaba su piel y le brinda calidez. Cuánto extrañaba sentir la

— Sí. Era amarillo. Cuando tocaba el horizonte, pintaba el cielo de unos colores preciosos.

— Yo echo de menos el sol —dijo Bob—. Y también las estrellas. Me gustaría volver a saludar a las estrellas.

—Las estrellas… —Damasén pronunció la palabra como si se hubiera olvidado de su significado—. Sí. Hacían dibujos plateados en el cielo nocturno — lanzó algo al suelo de un golpe—. Bah. Esto es hablar por hablar. No podemos…

El drakon meonio rugió a lo lejos. Y Damasén se acercó a los semidioses.

— No hay tiempo, pequeños mortales. El drakon regresa. Temo que su rugido atraiga a los demás: mis hermanos, los que os persiguen. Estarán aquí dentro de unos minutos.

A Rosier se le aceleró el pulso.

— ¿Qué les dirás cuando lleguen?

La boca de Damasén se movió nerviosamente.

— ¿Qué voy a decirles? Nada importante, mientras ya no estéis.

Les lanzó dos macutos de piel de drakon.

— Ropa, comida y bebida.

Bob llevaba una mochila parecida pero más grande. Estaba apoyado en su escoba, mirando a Rosier como si todavía estuviera meditando sobre las palabras de Damasén: « ¿Qué te han dado los semidioses? Somos sus enemigos, sus enemigos inmortales» .

— Deberías de venir con nosotros —dijo Rosier, observando a Damasén mientras se colocaba la mochila —. Lo hablamos en la noche, eres necesario para esta misión. Tanto tú, cómo Bob y yo, necesitamos una segunda oportunidad en el mundo.

— ¿De qué hablas, Rosier? —preguntó Percy, pero con una simple mirada por parte de la hija de Thanatos supo que debía de callarse.

— No, muchacha —murmuró—. Mi maldición está aquí. No puedo escapar de ella.

—Sí que puedes —repuso Rosier —. No luches contra el drakon. ¡Piensa una forma de romper el ciclo! Busca otro destino, tú mismo me lo dijiste en esa mesa. —señaló la mesa improvisada.

Damasén negó con la cabeza.

— Aunque pudiera, no puedo abandonar este pantano. Es el único destino que puedo imaginar.

El suelo se sacudió. El drakon estaba cerca, atravesando el pantano con grandes pisotones, lanzando su chorro venenoso a los árboles y el musgo. Más lejos, Annabeth oyó la voz del gigante Polibotes, apremiando a sus seguidores a avanzar.

— ¡EL HIJO DEL DIOS DEL MAR! ¡ESTÁ CERCA!

—Rosier —dijo Percy con tono urgente—, tenemos que marcharnos.

Damasén sacó algo de su cinturón. En su enorme mano, una brillante y reluciente hoja parecía un simple mondadientes, pero cuando la ofreció a Rosier, éste se dio cuenta de que era una escama de Drakon. Vista de cerca, la escama reflejaba la luz como un espejo bajo los rayos del sol. Para Rosier, evocaba la belleza pura de la naturaleza y la memoria de su madre.

— Un último regalo para la hija de Thanatos —dijo el gigante con voz cavernosa—. Fue mi primer recuerdo del primer Drakon que me enfrenté, desde entonces me trajo algo de suerte, y espero que te de la misma.

— Debemos irnos —la apremió Bob mientras el gatito trepaba a su hombro.

— Gracias, Damasén. —agradeció Rosier, impresionada ante lo que le acaba de dar el titán.



⍦.      — ESTE SITIO ES PEOR QUE el río Cocito —murmuró Percy.

— Sí —contestó Bob alegremente—. ¡Mucho peor! Eso significa que estamos cerca.

Rosier se fijó en que Bob el Pequeño se había escondido otra vez en el mono de Bob, lo que confirmó la opinión de Rosier: el gatito era el más listo del grupo.

— Está bien, lograremos salir de esta. —dijo Rosier hacia el hijo de Poseidón.

— Sí —convino—. Es pan comido —Percy la miró con curiosidad—. ¿Qué es lo que más te gustaría volver a ver? Ya sabes, del mundo.

Rosier ya lo había pensado miles de veces pero era algo que jamás regresaría, nadie podía regresar de la muerte.

— Extraño ver la buena comida —bromeó la chica, haciendo reír por unos segundos a Percy —. Creo que te has dado cuenta que aquí no hay muchas opciones.

Ella forzó una sonrisa. Y Percy asintió dandole la razón.

— Cuando salgamos de aquí, te prometo llevarte a todos los restaurantes que quieras —dijo Percy sin pensarlo demasiado. Por un instante vaciló, dudando si era apropiado o no preguntar lo que rondaba su mente, pero al final lo hizo—. ¿Cuántos años tienes?

Rosier frunció el ceño ante la pregunta, claramente incómoda. En su época, preguntar la edad a una dama era una falta de cortesía.

— En mi tiempo, eso no era una pregunta que se hacía tan a la ligera —respondió con una leve frialdad, apartando la mirada. Percy notó su reacción y se encogió ligeramente de hombros, arrepintiéndose de inmediato.

— Lo siento —murmuró—. No quise ofenderte, es solo que... bueno, parece que no perteneces a este tiempo, y me dio curiosidad.

Rosier lo miró de reojo, un brillo en sus ojos indicaba que estaba sopesando si debía darle una respuesta sincera o simplemente dejarlo en el aire. Después de un breve silencio, decidió hablar.

— He visto cosas que ni siquiera imaginarías, Percy —dijo en un tono más suave—. Pero la edad es solo un número cuando el tiempo mismo ha dejado de tener sentido.

Percy sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo en esas palabras lo hacía consciente de que Rosier no era como nadie que hubiera conocido antes.

Entonces la oscuridad se dispersó emitiendo un gran suspiro, como el último aliento de un dios moribundo. Delante de ellos se abría un claro: un campo árido lleno de polvo y piedras. En el centro, a unos veinte metros de distancia, había una espantosa figura de mujer arrodillada, con ropa andrajosa, miembros esqueléticos y piel de color verde correoso. Tenía la cabeza agachada mientras sollozaba en voz baja, y el sonido quebrantó todas las esperanzas de Rosier.

Se dio cuenta de que la vida era inútil. Sus esfuerzos no servían de nada.
Aquella mujer derramaba lágrimas como si llorara la muerte del mundo entero.

— Ya hemos llegado —anunció Bob—. Aclis puede ayudaros.

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