𝟏𝟒.


LA DISTANCIA ERA APENAS LO BASTANTE AMPLIA PARA RESPIRAR DENTRO DE UN SALÓN SIN LANZARSE MIRADAS FUGACES CADA VEZ QUE UNO DE LOS DOS PARPADEABA. Aun así, Jacaerys y Visenya parecían unidos como dos trazos del mismo telar, cosidos hasta que las partes entre ellos estuvieran trenzadas y fruncidas. De ahí que no pudieran encontrar ninguna otra solución a su nueva situación, conviviendo estrechamente todo el día.

Visenya se las arregló para no ser una presencia desagradable. Si ambos querían darle fin a su condición, había más que hacer que solo ignorarse de amanecer a atardecer o evitarse durante las meriendas.

Tenían que empezar de nuevo, justo donde lo habían dejado antes, con el profundo conocimiento de algo que solo ellos podían entender. Era como probar una tarta antes de la cena y degustarlo en su paladar tras cada bocado de comida, cada porción salada opacada por el dulzor, satisfechos hasta más no poder.

Joffrey repetía en voz baja palabra a palabra que recitaba la sirvienta a su cargo con una pronunciación infantil, distraído y confiado, jugando con un caballo de madera, dándole más atención a sus juguetes que a su nodriza. Ausente mientras Daemon estaba fuera visitando las nidadas en lugar de estar ahí con ellos en su hogar.

Las conspiraciones de Jacaerys habían flaqueado, así que la decisión tomada simplemente murió ante ellos.

No había nada que pudieran hacer bajo la supervisión y la mirada de halcón de Daemon Targaryen, quien ahora parecía especialmente inmiscuido en sus vidas privadas cuando algo más importante–dragones–no estaba distrayéndolo de sus deberes como padrastro.

Escuchó, tal vez por quinta vez, a Jace gruñendo con una frustración sin comparación.

Trató de no verlo esta vez, aun si fue un caso perdido cuando su mirada abandonó el dragón tallado en madera que volaba sobre los juguetes de Joffrey para contemplar a su hermano mayor inclinado en la mesa pintada, aferrándose a los bordes y a su necedad por acelerar sus clases ahora que el resto de sus hermanos menores había demostrado una destreza mayor a la suya en la lengua.

Luke y Visenya se lo debían todo a Baela y Rhaena, mucho más diestras en su dialecto ancestral gracias a su estricto padre. Jacaerys se había visto minimizado por su propio orgullo y eso no era culpa de nadie más que de sí mismo, luego de despreciar cualquier tipo de ayuda.

Sus miradas solo se encontraron medio segundo antes de que ambos giraran la cabeza para disimular el mutuo desliz.

Visenya se aclaró la garganta, dirigiéndose al pequeño niño de cuclillas frente a ella. —¿Qué tienes ahí? —Extendió una de sus manos para deslizar los dedos a través de su espeso cabello marrón, mucho más grueso que el suyo y ondulado como el de Jace y Luke.

Ella tenía el cabello liso y largo, más como su madre, incluso si el color era absolutamente obra de su padre. A diferencia de Joffrey, de composición exquisita, Jacaerys estaba creciendo más como un hombre que como un joven. Él y Visenya fueron de talle delgado toda su dulce infancia. Joffrey y Lucerys todavía conservaban en sus mejillas la tierna grasa de bebé.

Visenya y Jacaerys, por otro lado, desarrollaron formas más afiladas, de mentón y pómulos definidos, eran casi el espejo del otro.

Joff señaló una de las ilustraciones en el libro y levantó su pequeño dragón de juguete como si se trataran del mismo, entonces los pasos apesadumbrados y distinguidos de su madre bajaron por las escaleras del gran salón.

Su hermano menor ni siquiera la escuchó o alzó el rostro para recibirla, explicándole a su criada la clase de escenarios que pintaba con sus juguetes.

La contempló en su vestido rojo ceñido al vientre apenas inflamado por su último embarazo, deslizándose como una figura de autoridad y cariño alrededor de la mesa, corrigiendo a Jacaerys mientras le obsequiaba una sonrisa maternal a ella y a Joffrey, que continuaba enfrascado en su lectura–que con toda seguridad, no podía leer por sí mismo todavía–.

Visenya correspondió al gesto inclinando la cabeza, dirigiéndole una mirada de reojo a la tensa compostura de su hermano mayor, sin duda nervioso por la no tan repentina visita de su mamá. Rhaenyra, quien los atendía y los solicitaba mientras se hallaba postrada en cama padeciendo uno de sus múltiples malestares, una mujer que no se detenía ante nada para ver a sus hijos al menos una vez al día, quien los hacía llamar para merendar en su solar o con frecuencia acunaba en su pecho al alcance de un brazo.

Era una mujer sumamente afectuosa.

Visenya no pudo evitar sentirse culpable en ese instante por haberse descarriado del sendero de la confianza y la honestidad que su madre había sembrado con ellos. Nunca debió haberse dejado seducir por actos que no era capaz de compartir ni siquiera con su propia madre.

Siempre imaginó que, una vez comprometida al Señor o noble de su elección, eventualmente su relación daría un paso más íntimo al escuchar de su boca lo que debía esperar la noche de sus nupcias. Era solo un escalón en el camino, la forma natural en la que las madres se acercan a sus hijas para calmar sus nervios y aliviar sus miedos.

Un momento de conexión que nunca más se sentiría genuino porque Jacaerys ya le había mostrado gran parte de lo qué podía esperar de un hombre la noche de su encamamiento.

Jacaerys protestó cuando Rhaenyra propuso suspender sus lecciones por el resto del día, lo que por supuesto hizo bufar a Visenya, lanzándoles una mirada de reojo a su madre y a su hermano mayor, dedicándose un poco más a Joffrey mientras escuchaba la conversación de forma natural y descarada.

—Préstame el dragón, Joff —le pidió en voz baja tratando de tomarlo de su mano cuando el pequeño lo retiró egoístamente de su alcance.

—No. —Hizo un puchero con la boca que en otras circunstancias habría encontrado adorable y empujó otro caballo en su dirección—. Estoy leyendo, ten.

Jadeó fingiéndose indignada ante la nodriza— Por eso Viserys y Aegon nunca juegan contigo. —De todos modos, tomó el juguete colocándolo sobre sus cuatro patas para comprobar que podía quedarse de pie por sí solo—. ¿Mamá no te ha dicho que debes compartir? —lo acusó.

—Papá dice que compartir es de tontos. —Joff la miró fijamente.

Abrió la boca, incapaz de ocultar la carcajada incrédula que solo brotó de su garganta—. ¿Daemon te dijo eso?

Incluso si el pequeño Joffrey no respondió en lo absoluto, sus manitas se movieron ansiosamente sobre las hojas de pergamino para continuar, con su ceño fruncido profundamente cuando se detuvo en la primera línea del siguiente párrafo. De algún modo, conservar su gastado dragón de madera era un comportamiento tan Targaryen que no podía reprobárselo, no tenía que compartir algo suyo solo porque ella se lo pedía.

Habría sido lindo que lo hiciera pero no todos los niños tenían que ser lindos todo el tiempo.

Lo admiró por un momento más, extendiendo una de sus manos para acariciar sus mechones rizados, eran suaves y cortos, cepillados cuidadosamente por su nodriza. Había mucho de Lucerys en él, de una forma en la que Visenya no podía explicarlo.

Ella era el reflejo de Jacaerys y Joffrey era el reflejo de Luke.

Se preguntó qué pudo haber entretenido tanto al hijo favorito de su madre para no compartir su tiempo con ellos esa mañana. Con seguridad, Lucerys seguía descansando en cama, buscando comida en las cocinas o visitando a Arrax para practicar sus comandos como debería.

De no estar Rhaenyra ahí presente, habría apostado su ropero entero a que estaba visitándola en su solar, como hacía cuando no estaba estudiando uno de los numerosos tomos enviados por la Serpiente Marina, aun de salud delicada.

Luke era su sucesor en toda la regla, provisto de conocimientos y bendición por el mismo Corlys Velaryon.

Diferente de Jacaerys, el heredero de su madre. Y diferente de Visenya y Joffrey, herederos de nada.

La bendición del segundo hijo no se extendía a ella como mujer y entendía por qué la Serpiente Marina había elegido a un tercer hijo–segundo varón–por encima de una mujer para heredarle su puesto.

Visenya no solo era un Targaryen–y Velaryon–sin dragón, sino que además pasaría la próxima mitad de su vida atada a una cama para engendrar los vástagos de un hombre que también le otorgaría el nombre de su propia casa. Incluso si su madre o, los Dioses lo tuvieran en su gracia por eso, Daemon la convencían de que era más que un vientre real, ella lo sabía mejor.

Podía nunca contraer matrimonio, podría olvidarse de las alianzas benéficas o elegir al hombre que le resultara menos desagradable pero, ¿qué haría después? No heredaría ningún castillo para vivir a menos que su madre le quitara las tierras a una familia noble para entregárselas a ella cuando se convirtiera en la primera reina de los Siete Reinos. Tampoco iba a depender toda su vida del favor y la compasión de sus hermanos, quienes formarían sus propias familias de acuerdo a lo que se esperaba de ellos.

Miró a Jace, casi prometido para unir su mano con la de Baela, su prima y hermana. Juntos para suceder el reinado de Rhaenyra y gobernar en paz el resto de sus vidas, heredando sus lugares a sus propios hijos.

Su Jacaerys, porque él así se lo había prometido aquella noche. Suyo para siempre. Aun si su sangre se veía entrelazada con la de otra mujer.

Visenya se sintió pesada y sucia de repente, codiciosa. Envidiosa.

Las sabias palabras de su madre compartidas con su heredero fueron interrumpidas por la presencia de Daemon, un paso a la vez como si fuera el dueño y señor del gran salón, del castillo y de las tierras. Rhaenyra les dedicó una mirada rápida a todos sus hijos presentes.

—Déjennos —ordenó la princesa de Rocadragón.

Visenya fue la primera en levantarse del suelo una vez que los ojos oscuros de Jacaerys cayeron sobre ellos, asintió, no demasiado veloz para tenderle la mano al pequeño Joffrey cuando ya estaba reuniendo sus juguetes para llevarlos con él mientras la sirvienta cerraba el libro, se ponía de pie y recogía la manta del suelo sobre la que se hallaron postrados la última hora.

—Te ayudo —susurró Visenya inclinándose para acelerar el proceso—. ¿Listo?

Joffrey asintió en silencio y, por un instante, creyó que tomaría su mano para caminar antes de que el niño trotara hacia Jace y se colgara de él, ignorando por completo el aire de premura y tensión que inundó el lugar con todos adentro.

Apresuró el paso, caminando a la par de sus hermanos con la criada a pies de distancia.

—No pueden ser buenas noticias —murmuró Jacaerys más para sí mismo que para ella, si el tono bajo y sospechoso podía indicar algo. Las palabras, tan moderadas y cargadas de desconfianza, por fortuna no llegaron a los oídos de su hermano menor.

Pero si a los suyos.

—La tuya es una inclinación oscura por el pesimismo, hermano. —Visenya decidió bromear con una sonrisa ligera bailando en sus labios, viendo a Joffrey caminar más rápido que ellos para dejarlos atrás. Entonces la pregunta en su cabeza robó su atención antes de detenerse a pensarlo—. ¿Dónde está Luke? No lo he visto en toda la mañana.

Jace la miró de reojo y frunció el ceño. —Ni yo. —Giró el rostro para llamar al menor de los tres— Joff. —Y tomó uno de sus hombros para frenarlo un segundo, se agachó a su altura y le habló a la cara, haciéndole una señal a la nodriza para que se adelantara unos pasos por delante. Continuó—, ¿tú has visto a Luke?

Aunque el movimiento que hizo con la cabeza fue adorable y gracioso, la respuesta no les pareció ni medianamente tan grata como eso.

Jacaerys apretó la boca en una fina línea, inquieto cuando menos. Luego retomaron el camino, quedándose atrás y dejando que el niño se aproximara a la criada mientras Jace sostenía con cuidado su mano.

Habló bajo, exclusivamente para ella, dedicándole una mirada intensa— Voy a buscarlo, ¿puedes quedarte cerca de Joffrey?

—¿Has pensado que puede no tratarse de nada, hermano? —preguntó con ironía tratando de sacudirse del agarre cuando él la sujetó con ambas manos, forzándolos a parar por completo.

—Solo quiero estar seguro, Visenya.

Su franqueza, a la par de sus ojos profundos y la caricia con la que le recorrió el dorso la hizo suspirar y reflexionar. Aun si Jacaerys Velaryon estaba cediendo ante la paranoia de una mente ansiosa colmada de secretos, Visenya no podía pedirle a su querido hermano que fuera de otra forma.

Era el mayor y el responsable de cada uno de ellos; por extensión, responsable de ella.

Visenya inhaló despacio, torció las comisuras y depositó la palma de su mano contra su mejilla, frotando el pulgar sobre su pómulo antes de asentir en silencio. Él lo disfrutó, acurrucándose en su gesto.

—Lo sé —suspiró de nuevo, ahora resignada—. Iré a ver a Viserys y a Aegon. ¿Puedes...?

—Yo me encargo. —Acunó la mano reposada en su rostro para llevársela hasta los labios, depositando un suave beso en sus nudillos mientras le sostenía la mirada.

Visenya se preguntó qué la diferenciaba de ser una dama cortejada además del consentimiento brindado por la corona. Jacaerys actuaba como los caballeros flechados que vivían en los cuentos y las fantasías de las princesas: siempre orbitando a su alrededor, devoto a su tacto y a sus palabras, entregado a la tarea de cuidarla y velar de sus intereses tanto como ella se lo permitiera.

Aunque siempre había sido así, incluso en la inocencia de su infancia. Lo único que había cambiado entre ellos era ese borroso límite entre el cariño de su niñez y la nueva intimidad de su ferviente juventud.

Le habría encantado quedarse a disfrutar del breve halo de privacidad que se envolvió alrededor de ellos como una burbuja pero sabía–tal vez más que su hermano–que debían arrancar las raíces que se habían cernido sobre su adorado jardín familiar.

Raíces venenosas aferradas a sus huesos, infestando la tierra fértil de su felicidad con espinas.

Incluso si Visenya y Jacaerys tenían la intención de recapacitar, había un largo camino áspero que no podían superar a pies desnudos. Baela, Daemon y la propia Rhaenyra eran obstáculos demasiado queridos y cercanos para fingir que podían pasar por encima de ellos sin consecuencias.

—Lo sé —susurró ella parpadeando hasta que la vibración escapó de su pecho. El cosquilleo ardiente en sus labios fue insoportable.

Vio al chico partir en dirección contraria, dejándola a cargo de sus hermanos menores en su breve ausencia. Joffrey debía estar de camino a su propia habitación, no muy lejos de Viserys y Aegon en la guardería.

Podía no ser nada, ni siquiera si la inexpresión en el rostro pálido y mordaz de Daemon Targaryen era una máscara mediocre de una aparente rabia latente. Tanta calma en un hombre tan visceral era francamente peor de lo que podían llegar a imaginar. El tío de su madre era como un libro abierto y ella podía verlo de forma tan transparente como ellos.

Tal vez por eso les pidió que se retiraran, no mucho antes de escuchar a Daemon despotricar entre susurros conforme se alejaban más y más del salón.

La corazonada de Visenya y Jacaerys no fue injustificada.

Más tarde la noticia viajó hasta la guardería. Jace entró pateando la puerta como si alguien hubiera tratado de dejarlo afuera, seguido de cerca por Lucerys cabizbajo y encogido entre sus hombros, más ansioso de lo que esperaba verlo si es que acaso Jace transmitía a él sus angustias.

Jacaerys podía ser el tipo de príncipe y protector que se frustra pronto y piensa después.

Se sintió abrumada por una punzada nerviosa, a punto de preguntar cuando la dura expresión en el rostro de su hermano mayor la hizo guardar silencio solo un segundo más, esperando a que decidiera por sí solo revelar lo que fuera que estuviera atormentándolo y que ella ignoraba ahí encerrada en un cuarto con los más jóvenes de su familia.

Por instinto, le revolvió el cabello a Luke cuando lo tuvo al alcance, él continuó su camino hasta desplomarse en uno de los sillones, gruñendo y despeinándose como si ella de alguna manera lo hubiera empeorado antes que él.

—¿Qué sucedió? —se aventuró a preguntar impaciente a más no poder. Su mirada osciló entre Lucerys, Jace y el resto de sus hermanos, acercándose al heredero para conversar de forma más discreta—. ¿Jace?

Él apoyó las manos en la única mesa, justo como lo había hecho en el salón de la mesa pintada, tan absorto en sus propios pensamientos. Le indicó con un cabeceo que se acercara un poco más para poder compartir con ella lo que sea que haya escuchado allá afuera.

—Baela —murmuró. Por un instante, fue lo único que realmente dijo.

Y un frío desagradable empezó a subir por su columna, su estómago se agitó como si se hubiera tragado un nudo entero de cuerdas, conteniendo la respiración ante la expectativa. Podía ser cualquier cosa: un reclamo, una acusación, una exigencia, un temor, si se trataba de Baela, Jacaerys podía verse involucrado por un puñado de cosas.

Su temperamento no le dio para esperar a que su digno hermano tuviera la intención de resolver sus dudas.

Gruñó— Dilo ya.

Él la miró esta vez y su rostro se suavizó hasta convertirse en una mirada tensa. Observó a sus hermanos por encima del hombro y regresó para suspirar despacio.

—Envió un cuervo. Vaemond está en la capital esperando una audiencia con el rey —susurró entre dientes. Extendió una de sus manos para sujetar cuidadosamente su muñeca y la acercó a él un poco más, como si fuera a mostrarle algo sobre la mesa que realmente no estaba ahí.

Visenya frunció el ceño y, tan rápido como la confusión surgió, obtuvo una respuesta amarga y peligrosa que inundó su paladar. Su reflejo fue el de volver la cara para contemplar a Luke pero se abstuvo de hacerlo a pesar de ella misma, debía ser considerada y discreta en momentos tan delicados.

Lucerys podía hacerse una idea propia de lo que pintaba el panorama y Visenya no sería una de tantas que le mirara con lástima. Eran hermanos, ella no sentía lástima por él.

No. Ella estaba furiosa.

Entonces tuvo una certeza en mente, adivinando en voz baja sin mirar a Jacaerys a los ojos— Vamos a Desembarco.

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