𝟏𝟐.
LOS LABIOS ÁSPEROS DE JACAERYS BESARON SUS MEJILLAS CON DEVOCIÓN, deslizándose suavemente por sus comisuras, su boca y su barbilla. Sin desprenderse de su piel, la humedad de sus caricias inundó sus sentidos cuando se pronunció debajo del lóbulo, donde Jace succionó con la presión suficiente para arrancarle un suspiro cargado de lujuria. Por una vez, no se escandalizó cuando sus dientes apretaron tan deliciosamente la carne sensible y erizada en su cuello hasta ponerla ansiosa y desesperada.
No tuvo el valor para formar una sola palabra, nada podía avergonzarla más que intentarlo.
En su lugar, él se alzó sobre sus brazos a cada lado de sus hombros y la miró por un breve instante, ensimismado.
Sus ojos, como un reflejo de los suyos, brillaron con el anhelo de un hombre dominado por el deseo; uno crudo, íntimo y casi visceral. Su pecho subía y bajaba a un ritmo acelerado, como si el aire se convirtiera en una espesa nube de vapor dentro de su habitación y ambos lucharan por el último aliento.
La recorrió con sus oscuras pupilas dilatadas, haciéndola sentir cohibida y vulnerable. Casi podía sentirlo rozar su garganta con la mirada, descendiendo por sus clavículas y el valle entre sus senos. Podía palpar su necesidad bajando por sus costillas desnudas, deteniéndose al borde del cordón flojo alrededor de su cintura que le permitía conservar una pizca de pudor.
El fondo para dormir a medio abrir apenas cubría su desnudez natural, tan ardiente bajo su propia piel que tomó una de sus manos–callosas y duras por el entrenamiento–y la colocó contra su vientre, invitándole a darle un tirón firme a la bata y ponerle fin a la tortura.
Jacaerys Velaryon inhaló hondo, sus ojos comiendo de su carne mientras uno de sus nudillos rozó el contorno de su estómago, haciéndola estremecer desde las entrañas. Él gruñó con frustración, tan cerca de perder la cordura que arrancó la mano de su poder para no destrozar cada ofensivo retazo de tela que se encontraba entre él y la dulce experiencia de tenerla para sí mismo.
—No grites —Jace jadeó. Una orden y no una advertencia.
Visenya no tuvo la oportunidad de preguntar más nada al respecto. Sus pensamientos eran un laberinto intrincado de emociones que oscilaban entre la culpa, el placer, la desesperación y una implacable sensación de apetito. Los escalofríos que la quemaban desde adentro, arremetiendo y reprimiendo cada intento de reflexión.
Audaz para una princesa de sangre real perdiendo un poco de integridad bajo el peso de su propio hermano.
Jacaerys pronto mitigó hasta el más limitado juicio, escurriéndose bajo la falda de su fondo, justo entre sus piernas temblorosas.
Reaccionó con un gemido ahogado, sus rodillas se contrajeron en un acto de reflejo pero su vergüenza falló intrépidamente. Jacaerys sujetó sus extremidades con fuerza y, aunque su escasa visión no favoreció ningún reconocimiento previo, la forma en que su boca se unió al interior de su muslo izquierdo para morder fue más eficaz que una simple alerta.
Frunció la boca aunque el frágil sonido que se arrastró por su pecho se hizo escuchar en sus aposentos de todos modos. Un suspiro asfixiado a medias, un chillido de la más pura impresión.
Sus miembros aún se sacudían, estrechándose y siendo separados una vez más por el heredero. A Jace no le flaqueaban los brazos al mantener sus piernas abiertas.
No podía anticipar las caricias, cada beso rociado sobre la piel la llevaba al borde sin tocar su feminidad. Expuesta como el botón de una flor, la punta de su nariz se deslizó por las partes delicadas de su ser y sus labios se entregaron a la tarea de bendecir su cuerpo desde el centro hacia afuera, de manera arbitraria. Chupó en las zonas más vulnerables, masticó alrededor de su intimidad y lamió sin brindarle un instante de vívida satisfacción.
Como un bufón de la corte, el muchacho disfrutó y jugó con ella cuanto le fue conveniente. Visenya se retorció, conteniendo el brote desquiciante que subía por su garganta cada vez que su lengua caliente golpeaba tímidamente su feminidad, goteando y palpitando hasta que rugió su nombre.
—Jacaerys —suplicó. Su espalda se arqueó fuera de la cama, apenas nada para perderse cuando él plantó el último de sus besos justo en sus labios.
Sus pulgares se abrieron paso, estirando cuidadosamente ambos extremos para tender sus pliegues empapados, disponiéndola para él.
Se aferró a las sábanas arrugadas debajo suyo, enredó las uñas en las costuras y retuvo un grito agudo, mordiéndose el labio inferior tan duro que su paladar se inundó de un ligero sabor a sangre. Alzó las caderas de manera inconsciente para alcanzarlo, sintiendo su lengua deslizarse justo en su punto débil.
El músculo cálido recogió la humedad, primero de forma superficial y después resbalando entre sus pliegues.
No podía oírlo emitir un solo miserable sonido, no mientras se escuchaba a sí misma sisear cada vez que sus labios frotaban el botón nervioso, succionándolo, ejerciendo presión y masajeándolo con la lengua de lado a lado. El frenesí alimentó su propia desesperación, quiso moverse pero Jacaerys fue lo bastante capaz para reducirla a nada menos que un saco de delirio al chupar ávidamente.
Esta vez gritó de verdad, profundo y desgarrador, sus rodillas tiritaron al cerrarse alrededor de sus hombros pero él la tomó con fuerza, gruñendo una especie de advertencia salvaje.
Visenya Velaryon se estremeció ante el dosel blanco que decoraba el cielo de su lecho, blanco como la pasión errática que comenzaba a iluminar sus sentidos, despojada de decoro, consagrada a la excitación como un libro abierto, arañando la cama y sollozando como las putas en los burdeles a las que su hermano seguramente había aprendido a complacer gracias a la influencia del maldito Daemon.
En su completa ausencia de sensatez, Visenya maldijo al hombre con cada aliento que el príncipe heredero lograba arrebatar de su pecho conforme se saciaba con su coño.
Harta de la moderación, una de sus manos trató de buscarlo bajo sus faldas para enredar los dedos en sus cortos mechones de cabello oscuro y ondulado, ansiosa por tenerlo más cerca, a él y su habilidosa lengua hundida hasta que se volviera loca de satisfacción. Soltó un quejido de disgusto al fallar, llamándolo por su nombre cuando Jacaerys volvió a succionar su feminidad con intensidad.
Entonces, tal vez por un breve momento de misericordia, Jace envolvió su muñeca y le mostró el camino hasta su nuca, ayudándola a enredar los nudillos en su cabello.
Dio un tirón de reconocimiento que solo lo invitó a besar y presionar con más voluntad cada uno de sus puntos sensibles, recorriendo uno de sus pliegues con el pulgar hasta rozar el borde mojado de su entrada.
El dígito resbaló, frotando y oprimiendo lo justo para introducir su yema y poco más.
Cuando menos, se sintió incómodo y extraño. Su cuerpo aun así tembló, víctima de un espasmo nacido en el fondo de su vientre, crepitando como brasas en una chimenea. Comenzaba a perder el aire con más frecuencia, tan perdida en la experiencia que con certeza necesitaría refrescarse en agua fría por la mañana.
Quería hablar. Cuando su lengua no se desvanecía dentro de su propia boca, esta luchaba por pronunciar un par de palabras que contaran con la congruencia para rogar apropiadamente pero nada más elaborado que suspirar su nombre o pedir más. Jacaerys debía comprender con exactitud la entonación de sus balbuceos, pues sabía qué sonido correspondía a cada sílaba, succionando y tocando donde ella se lo imploraba, masajeando en el área justa cuando se moría por ello.
Se hallaba tan brutalmente abrumada que no tuvo la cabeza para exigirle explicaciones una vez que descubrió que Jacaerys Velaryon tenía más experiencia de la que le podían brindar solo un par de meretrices. Tenía indignación de sobra para darle una lección por engañarla de manera descarada–incluso si había sido una pequeña mentira piadosa–.
Su pecho se agitó con ansiedad, hasta el último contorno de su figura expuesto al placer de otorgarle su intimidad a un hombre para convertirse en el objeto de su lujuria, podía sentir algo cosquilleando debajo de la piel como si tratara de atravesarla. La sensación desgarradora de arder desde el interior con cada espasmo que inundaba su centro mientras la boca del joven se adhería al dulce y diminuto nudo que dominaba sus pensamientos más impuros. Los jadeos estrangulados que salían de su boca vibraban directo en su coño, volviéndola miserable en su obsceno charco de humedad.
—¡Jace, Jace! Ah —gimió entre dientes tratando de sentarse y fracasando abismalmente.
La palma callosa y caliente de su hermano mayor se posó sobre su vientre, sintiéndola sobresaltar como una frágil doncella en los nervios de un encamamiento. Él presionó y la mantuvo justo en su lugar mientras el rastro mojado de sus huellas subía por su abdomen.
Jaló con firmeza de los ondulados cabellos cortos pero eso no lo detuvo una vez que sus yemas se cernieron entre sus costillas, acariciando la carne erizada antes de acunarse en el valle de sus senos.
El listón de su bata para dormir finalmente cedió al forcejeo, aflojado y abierto cuando su caricia se desvió, inclinándose a favor del pecho derecho. Con el fondo arrugado alrededor de los muslos, podía ver uno o dos rizos del desordenado cabello de Jacaerys, bebiendo jugos con su lengua, sorbiendo con una sed casi animal que raramente había visto en la fortaleza a la que llamaba hogar.
Jacaerys, Visenya y el resto de sus hermanos menores no se veían obligados a medirse en nada que los hiciera felices. Comida, descanso, conocimiento, diversión o amor. Todo era para ellos, todo cuanto pudieran tomar, excepto...
La respiración se le cortó en ese instante, la mano sobre su pecho frotó suavemente la punta de su pezón y un segundo después una enorme euforia le desgarró desde el interior. Visenya no recordó haber cerrado los ojos pero no pudo distinguir nada real cuando un golpe de calor colmó su ser. Ni siquiera Jacaerys con sus manos firmes logró evitar que su espalda se arqueara y se retorciera bajo su peso como si intentara librarse de él.
Se sintió húmeda, tibia y sensible pero Jace lamió entre los labios hasta que sus muslos dejaran de gotear vergonzosamente.
Sus dedos entumecidos y tensos soltaron las sábanas estiradas con sus uñas. Sus brazos, como el resto de sus extremidades, se extendieron flácidos sobre el lecho. No tuvo la energía para mirarlo a la cara ni mover la cabeza o dirigirle una sola palabra, demasiado ensimismada en la nada misma que yacía sobre ellos, recuperándose poco a poco.
Cada instante carecía del más absurdo sentido mientras las sacudidas involuntarias estremecían su cuerpo. A su respiración le tomó más tiempo recuperar el ritmo pero no se cohibió ni un poco por su desnudez.
Llevó la palma hacia el dorso de la mano de Jacaerys, guiándolo justo donde su corazón galopaba con un ímpetu bochornoso. Entonces se permitió emitir sonidos que no se asemejaran a gemidos distorsionados ni jadeos inducidos por el frenesí.
—Fue una mentira —resolvió perdida y anestesiada, con la voz pesada y la boca temblorosa.
—¿Qué? —Ya no sintió más sus labios sedosos en su feminidad. El muchacho, ahora fuera de su bata, se acomodaba a su lado. Él sujetó su mano entre las suyas y dirigió cada nudillo hasta su boca para besar uno por uno.
Podía oírlo acelerado, resoplando e inhalando. Le pareció confundido mas no perturbado.
Por primera vez, apartó las pupilas dilatadas del dosel para buscar su mirada, profundos ojos oscuros que ya se encontraban ahí para ella. Se apenó por sus propias palabras pero nunca fue la clase de princesa que se guardaba para sí sus reproches.
Lo vio besar sus manos, las yemas de sus dedos, cada pequeño hueso, la palma y el interior de sus muñecas con devoción. Sus pétalos brillaban hinchados, rojos y deliciosos, esperando por ser correspondidos por una gratitud y afecto a la par de lo que él le había brindado.
Y se lo daría, cuando obtuviera respuestas.
—Mentiste —insistió. Ahora dio la vuelta sobre sus costillas, enfrentándolo y acurrucándose a su costado. Su perfil convertido en nada más que severidad inocua. Para eterno alivio del heredero, no aguardó pacientemente a que él entendiera el significado de su acusación, hablando de manera directa—. No fueron solo unas pocas putas. —El término sabía mal en su paladar; amargo, pronunciado con recelo y disgusto.
El estómago, antes un campo fértil para el placer, se estrujó con verdadera indignación al no recibir defensa alguna.
—¿Cuántas, Jacaerys? —pidió.
No podía concebir que una experiencia tan maravillosa fuera opacada pro el sentimiento de rabia que burbujeaba furiosamente en su vientre.
Él usó esa entonación familiar y agradable otra vez, alcanzando su mentón para tratar de besar sus mejillas. —Enya...
Aunque flaqueó, le lanzó una mirada de advertencia antes de que se atreviera a rozar un solo vello de su piel con su nauseabunda boca. Sacudió la cabeza, rechazando el agarre.
—Pudiste decir la verdad. —Fue bajo y lúgubre, como si no acabara de gritar a cada alma recorriendo los pasillos del castillo que había tenido a su hermano entre las piernas—. ¿Cómo si no?
—Visenya —la interrumpió antes de darle la oportunidad de soltar blasfemias en su contra—, ¿qué podría ganar mintiéndote? —No apto para el estoicismo, Jacaerys Velaryon demostró cierto autocontrol al hablar en el mismo tono plano con el que leía sus lecciones—. ¿Cómo podría ocultarte algo así, hermana?
Enmudeció. Tan pronto como su mente se detuvo ante la pregunta, se precipitó al presionar con la misma inquietud.
—Entonces, ¿cómo? —Se esforzó en expresar su desconsuelo sin éxito, sus pómulos ardían de forma embarazosa.
—¿Eso significa que estuvo bien? —él resolvió con la sombra de una sonrisa torciendo sus comisuras. Esta vez tomó su mano con más confianza, plantando un beso en el dorso y luego se inclinó para reclamar sus labios.
Su boca era tersa y cálida, un visaje breve de amor que hormigueó en su pecho cuando acunó su nuca, apartándose para mirarla a los ojos.
Visenya no encontraba satisfacción alguna por reconocer sus propios errores. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por borrar el matiz burlón escondido meticulosamente tras sus pupilas juguetonas, el pensamiento se arrastró muy profundo, incapaz de morderse el labio ansiosamente porque Jace reconocería el gesto antes de tener el temple para justificarlo.
Así que murmuró— Te debo.
Observó sus cejas hundirse en una expresión de pulcra confusión, la mano que se había cernido lentamente sobre su cadera arrugó la tela de su fondo al apretarse contra la piel. La delgada prenda nada podía hacer por resguardarla del calor que ejercían sus huellas, su propia carne quemó como si estuviera hirviendo en el interior.
—No me debes nada, Visenya —gruñó.
Pero la princesa tampoco disfrutaba ser negada.
Se sentó con calma, recuperando la extensión de su brazo y lo miró desde arriba. Su largo cabello oscuro se deslizó por sus hombros desnudos y colocó su propia mano sobre la palma en su cadera para mantenerlo en su sitio antes de que el joven príncipe decidiera que era hora de parar.
Jace guardó silencio, un espectador mudo de cada mítico movimiento, como si estuviera listo para dejarla hacer cuanto quisiera con él y no emitir la más mínima queja porque era suyo. Sus dedos transpiraban y se retorcían como si luchara por no forzar más su carne.
—Es mi turno. —Una vez decidida a continuar, se montó al regazo de Jacaerys, acomodándose el fondo arrugado por los contoneos y las caricias. Sus muslos se abrieron para sentarse encima de sus caderas, conteniendo la respiración.
La mandíbula del muchacho se apretó con una fuerza casi dolorosa e inhaló ruidosamente por las fosas nasales antes de hacer un movimiento con la cabeza, como si intentara replicar.
Sin embargo, cualquier protesta habría caído en oídos sordos. El peso de su cuerpo presionó sus sexos más cerca, arrancando un jadeo de reconocimiento de su pecho cuando la primera sensación era más como Visenya había anticipado.
Se vio obligada a acomodarse, subiendo y bajando, el roce superficial hizo que se estremeciera. Contra su vulnerable feminidad, la tensión del heredero tras la ropa logró hacerla temblar.
Las manos del príncipe pronto estuvieron en sus caderas, los pulgares calientes apretando su pelvis. Necesitó depositar sus palmas sobre sus antebrazos cuando Jacaerys la llevó más arriba, justo en el monte abultado de sus pantalones.
El escalofrío que recorrió su columna fue grotesco y perfecto. No como tener su cara entre los muslos pero increíble de todos modos.
Cerró los párpados y abrió la boca en un sonido mudo, como si con ello pudiera evitar desvanecerse y disfrutarlo al mismo tiempo. De sus labios entreabiertos brotó el resuello de un gemido tonto, sintiéndolo palpitar directamente en su feminidad como no podía hacerlo con su diestra lengua.
Tomó el valor para verlo de nuevo y no encontró nada más que a un hombre. Diferente a su hermano de la infancia que seguía sus juegos y peleaba por sus postres. Su quijada estaba rígida, sus labios entreabiertos con hambre, las orejas enrojecidas y su mirada dura que solo consiguió ponerla nerviosa.
Su voz, aterciopelada y más grave de lo que podía soportar, atravesó su centro con un espasmo. —Visenya —suspiró.
Jacaerys sabía cómo retarla y, tratándola como a una imprudente, era quizá la forma en la que él obtenía lo que quería. Se meció despacio, conteniendo la respiración y estrechándola contra su masculinidad. La ropa era una tortura y un alivio al mismo tiempo.
Aun si hacía parecer a Jace más un medio de placer que un compañero del mismo, él no reprochó. Permaneció debajo suyo como un receptor obediente, emitiendo toda clase de jadeos estrangulados y viriles cada vez que sus fosas nasales se dilataban para tomar más aire. En un instante su nuca caía sobre la cama y al siguiente estaba mirándola de nuevo, con sus fuertes manos aferradas a sus caderas, pasando saliva en silencio mientras su propia pelvis se agitaba ansiosamente por subir y frotarla.
Ella lo volvía a bajar y lo hacía más lento, recompensándolo con gemidos ruidosos que subían de tono conforme se arrastraba más y más en su entrepierna.
—Jace —gruñó Visenya, presa de un espasmo devastador. Se tensó pero no se detuvo, en su lugar, regresó para buscarlo de forma desesperada.
Lo escuchó rugir algo, aunque no tuvo la cabeza clara para darle sentido a sus palabras y, antes de tener una oportunidad para objetar, las manos erráticas del muchacho se encontraban aflojando los cordones de su fondo.
No le avergonzaba ser vista desnuda, no por su hermano de vientre. No podía pensar en nada más, alcanzando el punto exacto en que se perdía como mujer y sujetó una de sus palmas para guiarlo hasta su pecho, mostrándole dónde estrujar.
Él gruñó frustrado, alzando las caderas para encontrarse y seguir golpeando con lujuria antes de ser empujado de vuelta a la cama.
—Jacaer... —siseó con la voz entrecortada.
Sus pliegues resbalosos empaparon la tela de sus pantalones, podía sentirlo duro y palpitante justo bajo su feminidad, tan impaciente por llegar que no se molestó cuando Jacaerys retomó el control en su instante de debilidad.
Los dedos apretados contra el pecho la abandonaron, esta vez escabulléndose en la falda para volver a someter sus caderas. Sabía que podía verla expuesta, que la bata se abría en ese punto y su hermano mayor aprovechaba para disfrutar de sus pliegues meciéndose rápido sobre su erección. Él la mantuvo firme en ese lugar para alzarse y embestir ese punto dulce que latía de manera insaciable.
Visenya lanzó un grito ahogado antes de morderse la lengua para contener el resto.
Intentó sostenerse de sus rígidos antebrazos, cerrando los ojos y tratando de no caer en su pecho cada vez que sus sexos se encontraban una y otra vez. Piel desnuda, caliente y húmeda sobre tela áspera y fría.
Nada en el mundo se sintió mejor que ser el molde perfecto para bridar placer al heredero mientras la tomaba sin profanar su doncellez. Las ropas convertidas en un auténtico desastre mientras sus dedos magullaban sus muslos o su coño se rozaba contra el borde de sus pantalones.
Una vez más, se halló tan perdida que no vio venir el instante en que su cabeza se colmó de delicioso ruido blanco, su cuerpo entero cosquilleó y sus brazos perdieron la energía para mantenerla erguida en su regazo. El orgasmo la azotó con tanta fuerza que pudo haber maldecido el nombre de algún pariente y nada más que la risa ronca y profunda de Jacaerys fue testigo de ello.
La misma mancha que el joven había limpiado de sus pliegues con la lengua estropeó su ropa, la prueba de que lo había montado como a un dragón, mezclándose con el fluido que se expandía dentro del pantalón del joven después de ponerse duro y gemir su nombre u otra incoherencia que no estaba en condiciones de corresponder.
Jacaerys la admiró, como se ve a un espejismo borroso en los muelles de Rocadragón cuando la neblina era espesa y te atraía a la orilla. Y sonrió, satisfecha, solo para él. Se sintió terriblemente bien.
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