❛ 𝘅𝘃𝗶. 𝗍𝗎́𝗇𝖾𝗅 𝖽𝖾 𝖾𝗌𝖼𝖺𝗉𝖾.
❛ 𓄼 CAPÍTULO DIECISÉIS 𓄹 ៹
LA BRISA REFRESCANTE QUE LE TRAÍA TOLEDO AQUELLA MAÑANA MECÍA CON SUAVIDAD LA FALDA DE SU VESTIDO, al igual que las mangas de aspecto floral. Su cuerpo no se estremecía fácilmente ante el frío, pero si llegaba a pensar en él de alguna forma hacia que temblores aparecieran como corrientes a través de su cuerpo, y Berlín conociendo aquel aspecto de su mujer le había sugerido usar el vestido que trajo y que no había tenido oportunidad de lucir —las mismas palabras que ella usó con anterioridad en una de sus charlas previas a dormir—.
Cuando fue llamada a la mesa, separó su espalda del árbol que se encontraba a unos metros de esta, caminando a sentarse al lado derecho del Profesor, recibiendo con una enorme sonrisa de agradecimiento a Helsinki una vez que este depositó su plato frente a ella.
—¿Por qué no va a entrar la policía?
—Porque vamos a echar la llave por dentro —Denver terminó con su estruendo risa, siendo imitada por Tokio para mayor gracia del grupo.
—No van a entrar —el de lentes llama la atención como le era usual, agregando la pizca de seriedad que se requería—, porque nadie en España va a querer que entren.
—¿Qué pasa, que van a hacer un referéndum? —Nairobi ríe de su propio chiste, sin tener la misma respuesta de nadie más, más que una sonrisa simpática de Sergio y Violeta.
—Cri, cri.
—A ver... Año dos mil once —la rubia toma un sorbo de su sangría, recargando su brazo en el respaldo de la silla de Sergio—. Un grupo de chavales empieza a ocupar la Puerta del Sol, la plaza más emblemática de todo España. Y llegar a reunirse allí más de veinte mil personas.
—Quince–M, ¿No? —pregunta Moscú sentándose por fin, recibiendo una afirmación del Profesor.
—Si nos llegan a decir a cualquiera de nosotros que veinte mil personas iban a acampar en la Puerta del Sol durante un mes sin que la policía entrara, no lo hubiéramos creído jamás. Hubiéramos dicho que es imposible —todos afirman, de acuerdo con sus palabras.
—Pero así fue —habla Berlín, subiendo igualmente su brazo al respaldo, entrelazando la mano de Roma con la suya, acariciando el dorso—. Y la policía no entró.
—¿Por qué?
—¿Porque se ganaron al público y ninguno quiso dejarlos pasar? —pregunta Roma como respuesta, pero encogiéndose de hombros, insegura.
—Porque toda España estaba con esos chavales —afirmó a sus palabras, distorsionándolas para aclararlas.
—Ya. Pero esos chavales llevaban tiendas de campaña y nosotros llevamos pistolas. Un poco diferente.
—Eso es verdad —secunda la morocha.
—Pero política es política —miraron a Helsinki—. Dinero es dinero, ¿No? Sangría es sangría —Denver y Nairobi rieron, el serbio interrumpe—. No, no, en Serbia por esto, policía entra. ❛ Yibeli ❜, amigos.
Todos se quejaron y soltaron exclamaciones cuando aproximó la jarra a su boca y bebió de ella.
—Nosotros vamos a ser los resistentes atrapados en esa ratonera, de la misma forma que ellos fueron los resistentes de la Puerta del Sol —aguarda un segundo—. Y la resistencia siempre cae bien. Y si eso no funciona...
—Tú tienes tu público, ¿No? —los dos jóvenes ríen a causa de la interrupción—. No, perdona, sigue, sigue.
—Si eso no funciona, la policía sabrá que tenemos armas de asalto, sabrá que tenemos explosivos —enumera—. Ninguna unidad de élite va a saber diferenciar a los rehenes de los atracadores. Ningún ministro del Interior va a dar la orden de entrar, ninguno.
—¿Y eso por qué?
—Porque hay menores.
Transcurren al menos diez minutos, Roma ha terminado su comida y ha decidido pasarse al asiento de su marido, sentándose en su regazo y pasando un brazo sobre sus hombros.
—¿Cómo vamos a salir de ahí?
—Por un túnel —responde simple el Profesor.
—¿Ese es el plan maestro? —la rubia hace un puchero al verlo hablar con la boca llena de comida—. Eso lo va a pillar la policía en dos minutos.
—Pues sí.
Violeta le sonríe tomando el marcador del bolsillo del Profesor, entregándolo en su palma. Entre Nairobi, Roma y Berlín, lo ayudan a correr y acomodar las cosas sobre la mesa, permitiendo así al pelinegro dibujar en el mantel.
—Esta es la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre vista desde arriba —dibuja un cuadrado—. Nada más entrar, vais a poner a los rehenes a picar justo aquí. En el sótano de calderas. Está exactamente a trece metros del alcantarillado —de ahí, a un extremo, dibuja lo que parece un pasillo.
—¿A trece metros? —el Profesor asiente. Moscú se levanta, como el experto en excavación—. A esa distancia nos detectaría cualquier georradar. ¿Verdad?
—Verdad. Un georradar tiene un alcance de unos quince metros. Y si no, lo van a hacer con un sismógrafo captando la vibración del martillo. Por eso, van a pensar que nos vamos a fugar por aquí.
—Pero no nos vamos a ir por ahí, en realidad —Roma sonríe recargando su espalda contra el torso de Berlín, besando su mejilla, emocionada.
La mente del atraco niega, Denver ríe.
—Saldremos por otro túnel. Un túnel... Que ellos no van a poder ver. Porque esta a veintiséis metros de cualquier otro ducto de saneamiento y, sobre todo, porque ya está hecho —Berlín y Roma se miraron de reojo, antes de guiar sus ojos a su familiar—. Solo hay que embocarlo desde aquí, desde la cámara acorazada número tres.
—¿Quién ha hecho ese túnel? —inquiere Tokio.
—Lo mandé a construir hace cinco años. Una vez embiquéis el túnel desde la fábrica, encontraréis cuatrocientos ochenta y seis metros ya excavados hasta un hangar... —terminó el dibujo—, que ya tengo previsto.
—No... —negaron incrédulos.
—Yo me quito el sombrero.
—Y las bragas —agrega el joven del grupo.
—Pero todas las cámaras tienen acorazado el suelo, ¿No? —recuerda el mayor, terminando las risas.
—Así es. Hay una primera capa de acero y una segunda capa de hormigón armado. Además —añade, empeorando el trabajo físico de Moscú—, ahí no puede haber nada de martillo neumático. Hay que hacerlo a mano, lanza térmica y radial.
—¿Cuántos metros?
Después de contar los centímetros de acero y los de hormigón armado, la respuesta final de Sergio fue de seis metros con setenta antes de llegar a tierra.
—Ey, y, ¿Cuánto tardas en hacer este agujero? —la joven rubia se inclina al mayor, expectante, tensa del tiempo que diría.
—Diez, doce días —barajea, sacando un quejido inaudible de Roma, pero Berlín conociéndola masajea su hombro antes de besarlo con delicadeza.
—El tiempo que estaríamos dentro —afirma el mismo—. A unos...
—Doscientos millones de euros impresos al día, cariño —interrumpe dando un salto en el regazo de su marido, Berlín tensando la mandíbula y bajando sus manos a los muslos de la rubia. La misma se encoge con una sonrisa de disculpa—. Perdona, cariño —el resto no les toma en cuenta, continuando.
—Dos mil cuatrocientos millones —canta Nairobi, como si fuese lotería.
Las cervezas, sangrías y refresco del Profesor chocan entre sí, celebrando sus ganancias del futuro.
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