❛ 𝘅𝗶𝘅. 𝗆𝗂𝗅𝖺𝗀𝗋𝗈𝗌𝖺 𝗋𝖾𝗌𝗎𝗋𝗋𝖾𝖼𝖼𝗂𝗈́𝗇.
❛ 𓄼 CAPÍTULO DIECINUEVE 𓄹 ៹
ROMA ESPERÓ UN MINUTO MIRANDO CON IMPACIENCIA A NAIROBI, un minuto antes de salir corriendo tras los pasos de Berlín, Oslo y Helsinki gracias a los canturreos en voz alta del primero llamando a Denver.
En el transcurso de su camino pensó en cada uno de los castigos que podría llevar Berlín en contra del rizado, y cada uno era peor que el otro. Intentó controlar su nerviosismo con pensamientos positivos, Berlín jamás arriesgaría el plan, no si él quería que ella saliera con vida.
Junto a Nairobi doblaron la esquina del pasillo encontrándose con el arma de Oslo apuntándolas, por lo que levantaron las manos como símbolo de paz.
—Lo siento, tío —Denver se removió en su lugar, a los ojos de Roma relucía su inquietud—, no me di cuenta del puto botón. Te compenso —tan pronto como escuchó aquella palabra, la rubia empezó a dar brincos y mover los brazos con locura negando la cabeza, pero Denver había hecho caso omiso—, con diez, quince millones de los míos y pa' delante. ¿Te parece?
—Quince millones —repitió Nairobi, con una sonrisa en su rostro al pensar que todo se había arreglado.
—Nai —llamó Roma en un murmullo—, no hay dinero en el mundo que Berlín acepte a cambio de su honor.
—Nos vamos y a tomar por culo. Quince millones —el pelinegro se giró al resto de la banda sonriendo burlonamente.
—Quince millones de euros.
—Te lo firmo si quieres.
—Berlín, por favor... —volvió a pedir la rubia, sin confiar en la voluntad de su marido.
—¿Por un botón?
—Por un botón —afirma Denver.
—Déjale, Berlín —Nairobi y Roma pasaron entre Helsinki y Oslo, aún sus brazos se encontraban alzados.
—¿Qué está pasando aquí?
—No está pasando nada.
—Es curioso... Venía con la idea de meterle un tiro así, no sé, en el pie para compensar y me están entrando unas ganas de meterte un tiro en la cabeza y no se muy bien por qué.
Un segundo después de las palabras de Berlín se escuchó cómo era tirada la cadena de un retrete, el agua marchándose al igual que la atención sobre el asunto del botón.
El mayor llevó su dedo índice a sus labios, indicándole a Denver callar además de quedarse en su posición. —Berlín.
Nairobi, Roma y Denver lo miraron expectantes al abrir la puerta de los primeros dos cubículos, y cuando Denver intentó acercarse Nairobi supo a quién estaba intentando ocultar.
Berlín golpeó la puerta con sus nudillos, obteniendo una respuesta. —¿Denver? Denver, ¿Eres tú?
Roma parpadeó, girando la cabeza con lentitud para mirar a Berlín, sorprendida e incrédula. Cuando por fin reconoció aquella voz en tono angustiado, sus manos se hicieron puños y su mandíbula se tensó, lanzando a Denver una mirada mortífera.
—¡Rata mentirosa! —alzó en contra de él, al punto de abalanzarse sobre el cuerpo del ruloso de no ser por Oslo, quien había soltado su arma para enredar sus brazos alrededor de la rubia y retenerla—. ¡Casi tengo un quiebre mental! Me lleva la chingada, no puedo creer que me lo hayas ocultado.
Se encontró a Mónica detrás de la puerta del tercer cubículo, unos segundos después.
—Te mandé a matarla un viernes —dijo con una sonrisa divertida—. Y hoy es domingo —una carcajada suya paralizó a Roma, mientras su marido elevaba sus brazos en grandeza—. ¡Domingo de resurrección! Alabado sea el señor.
—Aleluya —masculló la rubia tensa, mordiendo la parte interior de su mejilla cuando él la miró una segunda vez.
A simple vista la mujer le agradaba, Mónica parecía dispuesta a tomar su embarazo acorde a sus deseos, a no dejar que los sentimientos por Arturo nublaran su juicio con respecto a la decisión. Sí, la consideraba fuerte y a la vez dulce y amable, pero el futuro de su marido se había ido por la borda junto a su falsa declaración de muerte.
—Disculpa, voy a dejar que termines con calma. No quiero ser yo quien perturbe tu intimidad —y le cerró la puerta.
—¿Ya puedo mentarle la madre? —se cruzó de brazos una vez el serbio la liberó—. Usualmente el insulto iría para tu padre, pero ya sabes...
—No, bonita —Berlín extendió el brazo como indicación para que se le uniera a su lado, por lo cual siguió su petición—. Escucha, voy a hacerte una confesión, Denver. Cuando la vi ahí tirada, muerta, algo en mí se removió. A veces me precipito —llevó sus dedos a su labios, delineando el contorno con apariencia pensativa—. Este carácter mío.
—Claro que, esta no deja de ser una situación incómoda —terció su mujer. Violeta se sentía traicionada. Había forjado una relación única con cada uno de los integrantes de la banda, procurando hacerles saber que no por el hecho de estar casada con el jefe al mando, ellos no debían de confiar en ella como una compañera más; debió suponer que aún así todos la considerarían como la chivata del hombre—. En un lado de la balanza, tienes la mierda...
—Me has desobedecido —prosiguió el pelinegro—. Yo te pedí que la mataras, porque esa mujer puso en peligro el plan. Nuestro plan —remarcó, asegurándose de mirar a Nairobi para convencerla del error de Denver—. Y tú la has salvado. Por no hablar del botón que, por tu torpeza, ha puesto mi cara en los telediarios, los aeropuertos, las comisarías... Difamaciones en mi contra salieron, acusándome de abusar de mi mujer.
—Eso no es un buen punto a tu favor, eh. Rompiste nuestro futuro, nuestro felices para siempre en el viñedo —su mirada se perdió en la pared detrás del muchacho, enfocándose a los segundos de regreso en él—. Sin embargo —rodó los ojos—, en el otro lado de la balanza...
—Esa mujer que está viva —Berlín extendió sus manos a la pieza de madera que mantenía a Mónica aislada de ver el espectáculo—. Y nosotros nos preguntamos, ¿Qué lado de la balanza crees que pesa más?
Sin previo aviso, Berlín sacó su arma de su costado apuntando a Denver, provocando una reacción en cadena, haciendo que tanto los primos como Nairobi siguieran sus pasos.
Tres armas apuntaban a Denver. Un arma apuntaba a Berlín.
—No me jodas, Berlín, que esto no es una película de Tarantino, ¿Eh? Baja el arma —indicó la morocha—. Baja el arma.
Nadie la escuchó, Roma retrocedió un paso para darle vía libre a Helsinki en caso de que las cosas se pusieran feas.
—Nairobi, baja tú el arma —habló Denver al final.
—¿Qué?
—Que bajes tú el arma. Vamos a solucionar esto, baja el arma —envolvió su mano alrededor de la de Nairobi, en la empuñadura, y tan pronto Roma se descuidó un segundo Denver ya tenía la mira de la pistola de la falsificadora de billetes apuntando hacia ella.
Roma no dudó al sacar la suya propia y apuntar hacia él.
—Linda forma de pedirme disculpas —soltó.
Un arma se mantenía apuntando a Berlín, pero ahora cuatro apuntaban a Denver y una apuntaba a Roma.
—¿A quién le vas a volar la cabeza ahora, eh, flipao?
—Vamos a ver. Vamos a tranquilizarnos todos y a bajar todos nuestras armas. Berlín, Roma, Denver, todos —ordenó, la ansiedad subiendo por su garganta—, vosotros también. Díselo a tu primo, venga.
—Estoy harto de tus órdenes y de tus discursitos de mierda —encaró, de fondo escuchando a Helsinki hablar en su idioma natal hacia su pariente—. ¿Te digo yo qué lado de la balanza pesa más, te lo digo yo?
La Ciudad Eterna miró de reojo al líder, leyendo en su reacción que justo ahora verdaderamente temía un golpe de poder de Denver.
—Espera, Denver, tranquilo —abrió la puerta del cubículo de Mónica, la rubia encontrándose parada y cohibida—. Te lo voy a decir yo, quieto.
Berlín dirigió su arma de Denver a Mónica, apuntando a la frente. —Cuidado —advirtió el atracador.
—Cuidado tú —respondió Roma, cambiando la mira hacia su frente cuando Denver se acercó más a ellos.
—No, escúchame. ¿Tú sabes lo que pesa más? —el hombre alzó su arma a un lado de la cabeza, dejando a Gaztambide por fin respirar—. La vida, por supuesto, Denver. Sí, señor. Así que por una vez..., caballeros, dama, vamos a bajar las armas, porque hay ciertas ocasiones —Berlín fue el único en seguir sus palabras, volviendo a estirar su brazo esta vez en dirección a Mónica—, en que la vida es un milagro que merece la pena celebrar.
Unos pasos apresurados sacaron a Roma del momento, encontrándose a Tokio en la puerta del baño con expresión confundida y sorprendida.
—¿Qué hacéis? —recorrió la habitación con la mirada, deteniéndose con estupefacción en Mónica—. Hostia puta, ¿Está viva?
—Está viva, Tokio. Mírala, Denver. Como esas flores que crecen en el asfalto agrietado.
Los atracadores pusieron fin a su enfrentamiento, dirigiéndose ahora hacia el teléfono rojo de la sala de control.
Berlín fue quien lo agarró, Roma sentándose a su lado y colocando su mano en el muslo del mayor, expectante a conocer el motivo del llamado.
—¿Estás ahí?... Digamos que en una especie de... Viaje espiritual. Y la verdad es que he vuelto como un hombre nuevo... —el rostro de Berlín se había transformado en una expresión congelada, dejando de masticar su manzana. Roma frunció el ceño, levantándose de manera estrepitosa y colocándose a su lado derecho, pegando su oreja al teléfono.
—Mataste a una rehén, traspasaste una línea roja, así que este es tu castigo.
—¿De qué habla? ¿Cuál es tu castigo? ¿Cuál es? —Violeta palpó el torso de su marido con desesperación, buscando recibir una respuesta, pero la contestación de Berlín fue alzar su mano para pedirle que esperara.
—Me duele oír eso, me duele horrores. Y, sinceramente, creo que es una medida muy injusta —chasqueó los dedos girando a mirar al serbio a sus espaldas—. Verás, quiero que escuches algo.
En brazos de Oslo, Mónica ingresó a la habitación acercándose a la pareja de casados.
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo Mónica Gaztambide.
—¿Y cómo estás?
—Bien.
—Y estás viva —recalcó Berlín, Mónica repitiendo su afirmación.
—Y muy guapa, gracias, preciosa —sonrió Roma indicando a Oslo marcharse con la mujer—. Por favor, dale un cambio de ropa.
—¿Entiendes ahora por qué eres un hombre injusto? —la rubia volvió a pegar su oreja contra el aparato rojo, mirando a la cámara—. Me castigas por algo que aún no ha pasado.
—Admiro tu cinismo. Pero entiendo que si esa mujer sigue viva, no es precisamente gracias a ti. Lamentablemente no hay vuelta atrás —el nudo apareció en el pecho de Roma, subiendo a su garganta y ocasionando un dolor en su sien—. La buena noticia para todos es que gracias a este feliz desenlace podemos poner en marcha el plan Valencia.
Y colgó después de eso, dejando a Roma con la duda en la cabeza.
—Señores —Berlín agarró una de las largas armas de la mesa, añadiendo municiones—, queda activado el plan Valencia. Ahora.
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