❛ 𝘅𝗶𝘃. 𝖼𝗈𝗇𝖽𝖾𝗇𝖺𝖽𝗈.
❛ 𓄼 CAPÍTULO CATORCE 𓄹 ៹
SE ENCONTRABA DE GUARDIA SUPERVISANDO LA FABRICACIÓN DEL DINERO, contando cada billete saliente de las máquinas, cuando un pitido irritante se escuchó desde su reloj de muñeca, haciéndola fruncir el ceño sin recordar por qué lo había programado, hasta que el horario que debía seguir Berlín para inyectarse cruzó su mente, pidiéndole a Nairobi suplantarla en lo que supervisaba a su esposo, claramente sin revelar el motivo.
Caminó a lo largo del pasillo que componía el área de empleados, preguntando amablemente a los rehenes por Berlín, recibiendo como respuesta de uno de ellos, la segunda oficina privada que el pelinegro tenía tres puertas a la derecha.
—Berlín, cariño —llamó a la puerta tocando suavemente con sus nudillos, parando su intento por abrirla al encontrarla cerrada con pestillo—. Estás advertido sobre tocar el estuche.
Lo escuchó suspirar del otro lado de la puerta antes de que abriera esta para mostrar una sonrisa y las manos extendidas a ella.
—¿Así me quedo quieto? —ironizó.
Roma alzó una ceja inquisitiva, entrando a la pequeña habitación y cerrando la puerta detrás de ella, enredando sus brazos alrededor del torso de su esposo.
—¿Te sientes bien?
—Más que perfecto, bonita —afirmó tomando entre sus dedos su mentón y alzándolo, besando sus labios con ímpetu.
—¿Seguro? —se separó estrujando el mono del mayor entre sus manos.
—Sí, ya te lo he dicho —volvió a juntar sus labios, recorriendo con suavidad la figura de la rubia, acorralando su cuerpo contra la mesa.
—Entonces... —besó su mandíbula y cuello, jugueteando—. ¿Esto no es una distracción? ¿Si te pido que sostengas mi arma no temblarás? —Berlín se separó en seco, fulminando a Roma con la mirada—. Primero la dosis exacta, cariño.
Roma se recargó contra la pared abriendo levemente las cortinas, observando a Nairobi bailar de felicidad por la cantidad de millones aumentando. Miró a Berlín a su izquierda, riendo entre dientes, pero de pronto, su rostro transformándose en uno de preocupación, sacudiendo su mano.
—Siéntate y déjamelo a mí —cerró las cortinas acercándose al estuche abierto y escondido debajo de una tela.
Estaba por agarrar la jeringa entre sus dedos cuando la puerta se abrió de repente, haciéndola cubrir nuevamente antes de que los ojos de Tokio la captaran.
—Qué agradable visita —sonrió Berlín jalando el cuerpo de Roma a su regazo.
—¿He interrumpido algo? —la pelinegra inclina su cabeza, pretendiendo inocencia.
—La verdad es que sí, nena —soltó la rubia cruzando una pierna sobre la otra, mirando la pared.
—Ya, perdón —aún así, entró y cerró la puerta.
—Deberías venir más por aquí.
—¿Se te ofrece algo, Tokio? —la susodicha no respondió, continuando su caminar.
Tokio suspiró, tomando asiento frente a los dos. —Veo que te has puesto un despachito muy cuco. Hasta con secretaria incluida —Roma fingió una sonrisa, sin molestarse por la provocación—. Ya tienes dos.
—Me gustan los despachos. Siempre... —Tokio había sacado un arma de pronto, colocándola en la mesa apuntando hacia ellos. Roma se tensó, sin embargo, al igual que Berlín, no lo demostró—, he querido tener uno con el escritorio de caoba, pero el crimen y los despachos no casan.
Berlín dejó su arma al igual que Tokio.
—¿Qué calor, no? —bajó el cierre de su mono, revelando un chaleco antibalas.
El hombre sonrió de lado. —Veo que te has puesto el chaleco antibalas para venir a vernos —los tres rieron sin gracia—. Hubiera preferido un corsé, veneciano.
—Su favorito es el negro de encaje, por si quieres tomar nota —los dedos de Berlín se ciñeron alrededor de su cintura, advirtiendo silenciosamente de su provocación, a lo cual Roma rodó los ojos—. No —espetó a su marido—. Me cago en la puta madre, Tokio —masculló, restregando sus manos contra el rostro—. Déjate de jueguitos tontos y ya dinos lo que quieres. Ve al punto.
—He venido a pedirle a tu maridito... —ambas mujeres se inclinaron por sobre la mesa, manteniendo contacto visual—, por favor... Que llame al Profesor y le cuente lo que ha hecho, que ha mandado a ejecutar a una rehén. Chico malo.
—Lo siento —esbozó una mueca levantándose del regazo de Berlín, colocándose detrás suyo para posar las manos sobre sus hombros—, eso no será posible.
—¿Sabes qué pasa, Roma? Que el Profesor es mi ángel de la guarda —Roma sonrió de oreja a oreja, divertida de las palabras de Tokio—, y si no se lo cuenta él, voy a tener que hacerlo yo, y no le gustará a Berlín el cómo voy a incluirte.
—Ay, pero déjame corregirte justo ahí, mamacita —levantó un dedo, pausando—. Conoces al Profesor desde, ¿Cuánto? ¿No más de ocho meses? Yo lo conozco desde mis dieciocho, añade a eso diez años más y aquí nos encontramos, él besa el suelo que yo piso —una sonrisa gatuna se formó en su rostro—. Créeme cuando te digo más valgo yo que tú.
—Y además —el líder tomó una de las manos de la rubia entre las suyas, calmando su molestia—, quedarás como una acusica. Una chivata, una rata asquerosa. Yo soy un caballero, es algo que no podría permitir.
Los ojos de la Ciudad Eterna salieron disparados hacia su marido, ardiendo con intensidad. —Cierra la boca, eso es algo que yo sí podría permitir.
Tokio se levantó, agarrando en una mano su pistola y en la otra el teléfono rojo, entregándolo a Berlín.
—Más te vale no hacerlo —advirtió la rubia en su oído—. Será tu condena —llevó con discreción su mano a su cintura, queriendo agarrar su Glock.
—Más vale mía que tuya, cariño —la mano de Andrés fue a parar sobre la suya, advirtiendo a Tokio de lo que se proponía la rubia—. No consentiré que quedes en medio de esta pelea —y así, colocó el teléfono contra su oreja, mientras Tokio presionaba con la boca del arma el botón de llamada.
—Recuerda mis palabras, Mathilda —masculló contra su rostro antes de marcharse a la sala de control corriendo, buscando escuchar la conversación y salvar a Berlín de cualquier castigo.
—¿Si?
—He inclumpido la primera norma del plan.
—Me cago en tu puto padre, Berlín —cubrió el micrófono golpeando la mesa.
—He matado a un rehén. Bueno, lo asesinó Denver, pero eso es lo de menos. Digamos que lo ha hecho cumpliendo estrictamente mis órdenes —continuó hasta el final, no dudando de sus palabras y hablando de ello como si fuera una anécdota común del pasado—. He preferido contártelo yo personalmente.
Del otro lado, Sergio respiró agitadamente.
—Era la única línea roja. Lo has jodido todo.
—Sergio, necesitas respirar hondo —se frustró Roma, agitando su cabellera.
—¿Sabías de esto, Violeta? —probablemente esta era la primera vez que el pelinegro había usado su nombre acompañado de una reprimenda y un deje de decepción en su voz.
—Mi mujer se enteró cuando todo estaba dicho y hecho, ella no hizo nada —objetó Berlín—. Violeta, cuelga el teléfono y vuelve aquí.
La mexicana estrelló el aparato regresando sus furiosos pasos a Berlín, deseando encontrar a Tokio en el camino para darle lo que ella llamaba ❛ sus buenos chingadazos ❜. Desafortunadamente, no sucedió así, encontrando solamente a Berlín con el teléfono entre la oreja y el hombro a punto de suministrarse el Retroxil.
—¿Qué está haciendo? —pregunta tomando la jeringa entre sus dedos, aprobando la dosis. Berlín extiende el audífono a ella, Roma ladeando la cabeza para escucharlo golpear el teléfono contra una superficie sólida—. Por fin lo traumaste.
—¿Vas a castigarme? Deberías hacerlo —ella volvió a dirigirle la misma mirada, clavando sin piedad alguna la aguja entre los dedos de Berlín—. Yo sé que eres un idealista, que nos van a dar los billetes pidiéndolos por favor, que quieres ser un buen tipo mientras nos das armas y explosivos para reventar este edificio, pero ya está bien de juegos. Vas a tener que castigarme —sentenció—, porque si no tienes agallas, esto no va a salir bien. Te lo he dicho muchas veces durante años, no soy yo quién tiene un problema, eres tú.
—Berlín, déjalo en paz —suspiró, pensando qué hacer o decir para salvarlo.
—Vas a tener que castigarme porque así sabré que eres un capitán que puede llevar firme el timón, que eres alguien en quien se puede confiar —Roma adivinó los pensamientos y sentimientos que cruzaban la mente de Sergio en ese momento—. Parece que no quieres hablar de ello ahora. De momento nadie sabe fuera lo de esta defunción, así que el plan sigue adelante.
—Van a pedir pruebas de vida en menos de cuarenta y ocho horas —murmura abatida, su esposo sonriendo al escucharla pues lo mismo se encontraba diciendo el Profesor—. Estás fuera, deja el teléfono y lárgate, Berlín.
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