❛ 𝘅𝗶𝗶𝗶. 𝗃𝗎𝗂𝖼𝗂𝗈𝗌 𝗆𝗈𝗋𝖺𝗅𝖾𝗌.




❛ 𓄼 CAPÍTULO TRECE 𓄹 ៹


33 HORAS DE ATRACO
SÁBADO 6:31 P.M.


          LOS TRES ADULTOS FUERON GUIADOS ENTRE REHENES CON ARMAS FALSAS HASTA ARTURO, sacando sus materiales para extraer la bala del director de la fábrica en lo que Ángel, el inspector que decidió infiltrarse, le colocaba cables para monitorear sus signos.

—Sus manos están temblando —Roma murmuró al oído de Berlín riendo disimuladamente—. Apenas sabe lo que hace.

—¿Qué anestesia le va a poner? —preguntó Berlín, interrumpiendo la acción del doctor.

—En contratiempos es preferible la sedación total.

—No —Berlín miró a Roma, quien más sabía de medicina del grupo.

—La anestesia local estará bien —confirmó a las preguntas no hechas del pelinegro.

A Arturo le fue inyectada la anestesia, y el hombre se quejó como si le pincharan con un clavo. Segundos después, el inspector sacó un reloj poniendo nerviosa y alerta a Roma, que se conocía los procedimientos policíacos casi perfectamente como Sergio.

—¿Ese reloj pa' qué es? —Denver preguntó por ella.

—Es para controlar la duración de la anestesia local. Veinticinco minutos. Si hubiese algún inconveniente durante la intervención, deberíamos administrarle otra dosis.

—Se trajeron al enfermero de los buenos —felicitó cargada de sarcasmo—. Hasta parece que se lo aprendió de memoria.

—Bisturí.

—Para, para, que aquí las armas las reparto yo —su ceño se arrugó por la idiotez que decía Denver, el doctor podía agarrar el bisturí y no se atrevería a amenazarlos al estar rodeado de armas—. Bisturí.

Ella miró a Berlín y aunque no podían ver el rostro del otro, ambos estaban de acuerdo lo innecesaria que había sido su acción. Estuvo a punto de cogerle la mano, pero la atenta mirada de Ángel lo hizo detenerse.

—Te has coronado antes, ¿Eh, Arturo? —Berlín le restó importancia iniciando otra conversación entre los dos—. Cambiándole el nombre a tu mujer. Claro que es normal. Fornicando por las mañanas con Mónica, pasando las tardes con Laura... Es normal que te confundas.

—El hecho que me sorprende es que no le haya pasado antes —comentó Roma riendo bajo la careta.

—Es que las quiero a las dos —se justificó.

—Ay, Arturito —se acercó más a él recargando sus manos en superficie metálica—, eso también es normal. Al principio quieres a una, luego a la otra y al final cuando crees que quieres a ambas, en realidad solo quieres a una de ellas.

—¿Me estás hablando de una relación de a tres? —preguntó, pareciendo considerar la posibilidad. Roma ante eso, se tragó las náuseas y el asco que sentía por ese hombre. Ni siquiera era eso lo que decía y él malinterpretó sus palabras.

—¿Lo estás considerando, en serio? ¿Tú? Que engañaste a dos mujeres prometiéndoles tu mundo por igual, y que al final terminaste arruinando. No se tú, pero si fuera Laura, después del engaño, una secretaria embarazada y promesas vacías, yo te dejaría caer a mis abogados y un papel de divorcio —se calló por el silencio que se había formado—. Pero qué humor, nomás respondía a su pregunta, señores.

—Cuando estás en mi situación, es muy fácil juzgar a todo el mundo. Piensa que eres un canalla, un hijo de la gran puta.

—Dios me libre a mí de hacer juicios morales —Roma soltó una carcajada queriendo quitarse la lágrima que se escapó.

—Esa fue muy buena y verdadera. Dios nos libre a nosotros de que él haga los juicios morales —dijo, caminando hacia el lado de Nairobi, separándose de aquella tensión.

Y las cosas terminaron ahí para Roma, pero no para Nairobi; que al notar a una pequeña bola de papel caer del bolsillo de Denver, tuvo la sensación de que sería importante leer.

En lo que Denver se marchaba, Nairobi lo hizo valer pisando el papel con su bota, atrayéndolo hacia ella.

—La tengo —al ver la bala extraída regresó su atención a la cirugía.

—Y ahora cose tú —Berlín ordenó a Ángel sabiendo que no lo lograría.

—¿Quién, yo?

—¿Acaso está mirando a alguien más? —Roma recibió un empujón de Nairobi, reprochando su actitud—. Eres enfermero, ¿No?

El de lentes asintió nervioso. —Sí, sí.

—Pues eso —el inspector intercambió lugares con el doctor, agarrando la aguja y pinzas.

—A ver, me encuentro un poco mal. Creo que voy a vomitar —Violeta suspiró, ni siquiera pretendía agarrar la aguja o las pinzas de la forma correcta.

—¿Eres enfermero, bailarina o qué coño te pasa?

—Nai, ¿Te he dicho que me encanta oírlo hablar con ese tono? —pregunta risueña a la morocha.

—Sí, tía, todo el tiempo —respondió sin prestarle atención, siendo algo normal de ella.

—Soy enfermero, pero no estoy acostumbrado a trabajar rodeado de armas —el doctor interrumpió quitándole los instrumentos al policía para hacerlo él.

—Si es así, ¿Se puede saber por qué chingados se encuentra aquí? —Roma se cruzó de brazos, ladeando la cabeza expectante por una respuesta.

—El Profesor quiere hablar con ustedes —llegó Helsinki con la noticia, el inspector creyéndolo su salvación. Ángel miró de reojo al escuchar la nueva información sobre los atracadores. Por parte de los de mono rojo, cometieron el error de no notarlo.

—Muy bien. Acompaña al enfermero al baño a que vomite. Si no lo hace, le metes la cabeza en el váter hasta que lo haga. ¿Me oyes? Hasta que lo haga —señaló hacia abajo a la par de sus palabras.

Nairobi agarró el pedazo de papel cuando la rubia se retiró con Berlín.

Están emitiendo en onda corta y cifrada, así que están entrando, pero no sé por dónde —dijo el Profesor en altavoz.

—Qué disgusto —se quejó—, activamos plan B.

Roma, actívalo. Berlín saca al equipo médico ya. Ya.

—Mandón —canturreó sacando las caretas que parecían muñecas tétricas—. Odio el plan B.

En silenciosos pasos, cambió las caretas en lo que Ángel volvía del baño, encontrándose así, una gigante e inesperada sorpresa al volver.

—Envíen saludos nuestros al exterior —despidió Roma, sacudiendo su mano mientras mordía su labio inferior en gracia.

Se giró para seguir su camino a donde sus pies la llevaran, pero Nairobi al posar su mano sobre su hombro la detuvo con un semblante que intentaba parecer sereno.

—¿Algún problema, Nai? —frunció el ceño, ladeando la cabeza.

—Eh, sí —dudó—. Necesito que empieces tu turno ya, debo sacarme una piedra del zapato.

—Sí, sí, sin problema —asiente con una sonrisa para la morocha, palmeando su mano—. ¿Pero necesitas ayuda con esa piedra?

—No, qué va —despreocupa—. Ándale, cariño, directito pa' allá.

—A sus órdenes, jefa.

Nairobi la perdió de vista, encaminándose a una de las bóvedas.

          ACALLÓ LA RISA QUE COMENZABA A BROTAR DE TOKIO CON UNA MALA MIRADA Y UN GOLPE SUAVE, pero firme a su nuca, al menos ella hacia el intento de reprimir su carcajada, que sería inoportuna soltar frente a la puerta.

—Ay, Roma —se quejó la pelinegra siendo su turno de mirarla mal.

—Ponte seria, hay mucho en riesgo —Tokio respiró profundamente enderezando su postura, asintiendo a lo dicho adoptando un rostro serio—. Señorita Tokio —jugueteó y tonteó un segundo después, arreglando el pelo de Tokio y su ropa.

—Señorita Roma —le dedicó una última sonrisa imitándola, entrando delante de ella a la habitación en la que se encontraba el Profesor.

—¿Podemos sentarnos? —llamó su atención, sentándose antes de escuchar una afirmación.

—Oye, tú cuando no planeas un golpe, ¿Qué haces? —pregunta Mathilda.

El pelinegro desvió la vista de su libro acomodando sus lentes. Roma adoraba ese tic que tenía, lo hacía parecer tímido. —¿Dices en mi tiempo libre o algo así?

—¿Vas a bailar o...?

—No, no, qué va. No tengo el más mínimo sentido del ritmo —aseguró soltando una risa tímida, imitando la acción de ambas chicas sentándose frente a ellas. Roma concordó para ella, Sergio pese a ser un genio tenía un mal sentido de la orientación al moverse.

—¿Y tienes novia? —preguntó Roma enroscando un mechón de su cabello en el dedo, conociendo ya la respuesta—. ¿Esposa?

—Miren, habíamos dicho que nada de información personal —contesta tras lanzarle una mirada de molestia.

—¿No serás virgen? —Violeta, que en ese momento se llevaba su copa de vino a los labios, se atoró con ella tosiendo levemente. La sorpresa se reflejaba en su semblante.

—He tenido relaciones —Sergio dirigió sus ojos a ella, siendo Roma quien desvió la vista con una mueca divertida, el momento cambió del rumbo que tenía en mente—. Varias. No han sido muchas ni tampoco duraderas, pero he tenido —insiste a la mirada incrédula de Tokio—. Relaciones, bueno pues... Esporádicas. Esporádicas no me refiero a prostitutas —Roma se mordió la parte interna de su mejilla, vaya que era para reírse—, no me malinterpretéis.

—Bueno, no sé, igual eres gay.

—Oh mi Dios —pasó a esconder su rostro en sus manos.

—Por Dios... No —declaró el hombre teniendo casi la misma reacción—. No me ha surgido. No estoy dentro de ningún armario ni nada por el estilo.

—A la gente —volvió a tomar control de ella esbozando una sonrisa ladeada—, le parecen sexys un montón de cosas.

—Bailar, los músculos, el pelo rubio —enumeró la mujer de pelo corto—, el acento francés... ¿Sabéis lo que me parece sexy a mí? —sus cejas se alzaron a la vez en que Tokio inclinaba su silla al Profesor—. La inteligencia.

Roma, risueña, bebió un sorbo del vino. —Ay, muñeca, ¿Y a quién no?

—Los hombres que hablan y no puedes evitar mirarlos —siguió, la imagen de Berlín apareció en su cabeza, aunque fuera un sujeto inteligente, el Profesor y su plan llegaban a otro nivel—. Da igual que sean altos, bajos, feos, guapos... Me pone tan cachonda que me hablen de cosas que no sé...

Sergio, incómodo a las miradas sugerentes de la pelinegra, habló. —Bueno, esa particularidad está registrada en el diccionario, se llama sapiofilia.

Las chicas rieron terminando la apuesta. —Eh, Profesor, ¿Qué dice ahí? —la rubia señaló con su dedo al pizarrón, tendiéndole con una mueca cincuenta euros a Tokio derrotada en la distracción del hombre. El Profesor se levantó entornando los ojos, lo que le dio tiempo de inclinarse a Tokio y susurrarle—. Doblo la apuesta. Si logro que baile me regresas mi dinero y me das veinte.

—Tal vez sea mejor idea cambiar la nota roja por una amarilla —él no lo había notado, contestando con naturalidad.

—Creo que sí, Profe —de reojo, la pelinegra asintió levantándose de la silla y caminando a la puerta—. Eh, una cosa más —Roma se levantó de su lugar acercando su figura a la de Sergio—. Me encanta el suéter que traes, no me sorprende mi buen gusto al elegirlo y tú al combinarlo —murmuró, solamente para él, lo último.

Sergio llevó sus ojos nerviosos a la puerta, pensando que Tokio aún podía estar detrás de esta escuchándolos, pero aparentemente no se encontraba ahí. Decidió no arriesgarse hablando entre susurros.

—¿Qué necesitas, Roma? —pregunta, decidiendo ir al punto de su plática.

—Un baile —responde alzando su dedo índice. El hombre mayor, frunciendo el ceño confundido, ladea la cabeza—. Baile conmigo, Profesor.

—No, no, sabes que se me da fatal el baile —pasó al lado de la chica sintiendo sus dedos enroscarse en su muñeca deteniendo su salida—. Encima, ¿Para qué quieres bailar conmigo teniendo a Berlín que es mucho mejor?

—Por favor, Profesor —suplicó, quería ganar aquellos euros y comprarse cervezas, aunque admitía divertirse a lado de Sergio—. Me gusta recordar los viejos tiempos en que bailábamos y pisabas sin querer mis pies. Hágalo por mí —susurra en su oído subiendo una mano a su hombro y tomando la mano derecha de él con la otra.

—Algún día de estos dejarás de manipularme, Roma —con ese comentario accedió, balanceando sus cuerpos de un lado a otro después de suspirar, ignorando el hecho de que no había música alrededor.

Los pasos torpes y descuidados sacaron una sonrisa a Roma, recordando su boda.

—Ahora dilo sin mentir —carcajeó—. Soy tu mejor amiga y tu eres el mío, siempre podré manipularte y tú te dejarás —lo miró a los ojos—. Además, somos almas gemelas en el plano amistoso, como Andrés y Martín, sabes que daría todo por ti.

En el final del día, Roma bailaba sobre los sillones con dos billetes de euros en una mano y una cerveza en la otra, restregando a Tokio su victoria.

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