❛ 𝘅𝗶𝗶. 𝖺𝗆𝖺𝗇𝗍𝖾𝗌 𝖽𝖾 𝗅𝗈𝖼𝗎𝗋𝖺.
❛ 𓄼 CAPÍTULO DOCE 𓄹 ៹
LA RUBIA ATRACADORA BAJÓ LAS ESCALERAS CON UN ANDAR TRANQUILO Y SUPERIOR, paseando la vista de un rehén a otro asegurando la calma, deteniéndose en un joven ruloso de postura erguida vigilando al rebaño.
—Río, ¿Me acompañas? —movió su cabeza hacia el hall de la fábrica obteniendo un asentimiento por parte de su contrario.
—Río, ¿Qué haces? —la pregunta incrédula y molesta de Tokio al otro extremo lo detiene.
—Tranquila, tigresa, no pasará nada que no deba —cuando Río estuvo frente a ella, lo tomó con delicadeza del brazo ayudándolo a caminar, callando una disculpa en nombre de Berlín por lo que le habían hecho los serbios—. Déjame ver tu pecho —pidió, la pregunta descolocó al chico, pero al solo verle en los ojos la culpabilidad que sentía, negó.
—No fue tu culpa, estaba empanado con Tokio y la he cagado —se apresuró a decir, impidiendo que los dedos de Roma bajaran el cierre de su mono.
—Pero Berlín te ha dejado moreteado, eso entendí de Mathilda —sonrió al notar que él no pudo reprimir su sonrisa por el apodo que tenía para Tokio—. Deberías estar encabronado. Yo lo estaría.
—Meja, lo estoy —quiso apretar sus manos en puños de la rabia, pero recordando que aún tenía las manos de Roma las soltó—. Míranos, somos los más jóvenes del grupo, tía, yo creo que podemos permitirnos errores.
—No en un robo como este, cielo —negó subiendo su mano a la mejilla de él para acariciar con dulzura—. Estaría enojada por los golpes, pero no hay lugar para el error aquí. Hasta por el más pequeño nos vamos directo a la trena. Porque somos los más jóvenes debemos demostrarles que podemos ser tan maduros como ellos —corrigió a lo antes dicho por Río.
—Siempre sabes qué decir, eh —miró sus ojos con una sonrisa decaída.
—¿Qué puedo decir? Viví por varios años con un bibliotecario y un narcisista que son más de lo que aparentan —carcajeó al pensar en los hermanos y a causa de la mirada confusa de su mejor amigo—. Bueno, tío, déjame ver tu pecho —lo empujó fuera de la vista de los rehenes y de Tokio mostrando un pequeño frasco en su mano—. Me he traído una pomada, por lo que ha hecho Berlín.
—Lo que él me hizo no fue tu culpa —Río agarró el frasco con un rápido movimiento—. Estoy bien, Violeta.
—¡Río! —reprochó en un susurro—. No puedes decir mi nombre aquí ni nada, el Profesor o alguien más nos puede escuchar —ablandó su gesto, desde la primera vez que lo vio en Toledo, Río le pareció un bebé—. Solo póntela.
—Roma —el llamado de Berlín los alertó, sin duda Río no quería una bronca más por estar hablando con ella. Se separaron, caminando al vestíbulo de regreso por diferentes direcciones.
—¿Si, cariño?
SE PREGUNTÓ SI HABÍA TOMADO DEMASIADO PARA LO QUE ESTABA HACIENDO, algo que alrededor de una semana en la finca la había llevado a pensar en alejarse de ella. Durante la noche, Roma decidió hacerle una visita a Nairobi, pensando que luego de la escena entre ella y Tokio podría necesitar alguien con quien hablar, o solo compañía.
Nairobi eligió ambas alegrándose de la presencia de la rubia, su jovial actitud y su demostración a escucharla y responder a sus dudas le demostraban que pese a ser una mujer joven, tenía la experiencia de casi toda una vida. Podía agradecerle también eso a Berlín.
A eso de la medianoche, la responsable de la discusión llegó a la habitación, con una disculpa y una curiosidad creciente sobre la vida personal de Nairobi. Ahí, la morocha lo soltó a la rubia y a la pelinegra. Tenía un hijo de siete años llamado Axel, viviendo con una familia adoptiva en Canarias debido a un error de cinco minutos de Nairobi.
De añoranza y tristeza, en un segundo pasaron a estar felices y risueñas bailando con la música en alto y un tequila en la mano. Las tres juntas, como si se conocieran de toda la vida, como si a Roma le agradara Tokio.
Violeta tenía uno de los lentes pertenecientes a Nairobi, su short de pijama al tope de su trasero y la blusa escotada, manteniendo el ritmo en el que movía sus caderas escuchando la música, siguiendo los movimientos de trasero de Tokio.
En el momento en que cantaban a pulmón las chicas, la rubia dando una palmada al trasero de Tokio, un toque insistente a la puerta las hizo darse vuelta encontrándose a la figura del Profesor en la puerta, ya vestido con su pijama.
Roma trastabilló en los tacones de Nairobi, apagando la música con una sonrisa divertida.
—Son las cuatro cero tres de la madrugada —fue lo primero que dijo el hombre. Las tres asintieron a la par—. Mañana hay clase a primera hora. Explosivo plástico.
—Perdón —musitó Roma juntando sus manos. Nairobi y Tokio asintieron copiando su acción.
—Estaría muy bien que estuvierais descansadas para la clase.
—Nos hemos desvelado.
—A la cama —ordena el Profesor.
—¿Los cuatro a la cama? —preguntó Nairobi en tono juguetón. Roma soltó una risilla sin contenerla.
—Cada uno a la suya —aclaró en un murmullo rápido.
—Te queda fenomenal la pijama, Profesor —halagó Roma con una intención oculta detrás de su sonrisa.
—Ahora —salió corriendo detrás de él, enredando un brazo con el de Sergio una vez se cerró la puerta.
—Ay, dulzura, ¿Sigues usando esas pijamas? —él suspiró, pasando una mano en su cintura cargando un poco de su peso—. Que te las conozco desde mis dieciocho.
—Deberías estar durmiendo —regañó.
—No pude evitarlo —cerró los ojos recargando su cabeza en el hombro de él—. ¿Vamos a tu cama a dormir? —pinchó su mejilla en burla, siempre conseguía ponerlo nervioso.
El Profesor no contestó. Al llegar a la puerta de madera, el de lentes dio unos suaves golpes encontrando a Berlín y su semblante cansado en un parpadeo.
—Creí que te quedarías con Narobi —le habló a su esposa.
—El Profesor me ha traído —dijo en respuesta—. Como un repartidor dejando tu rica pizza a la puerta. A qué soy rica, ¿No?
—La clase es temprano, debería descansar —recomienda Sergio ignorando su pregunta. Con la mano en su cintura la empuja delicadamente al pecho de su hermano, tendiéndole su vaso de agua. Volvería a bajar a la cocina por otro después de cerrar la puerta—. Asumo que tendrás píldoras para ella.
Berlín asintió como respuesta, como agradecimiento por ayudarle y como despedida, cerrando la puerta con Roma a punto de caer dormida a su lado.
ARTURO HABÍA SIDO TRAÍDO Y COLOCADO EXACTAMENTE AL PIE DE LAS ESCALERAS, rodeado de varios biombos que impedían a los rehenes verlo.
—El teléfono —Roma llegó al frente de Berlín sacando el teléfono del director de su bolsillo, para que Arturo hablara con su esposa—. Arturo. ¿Cómo se llama tú mujer?
—Laura —se posicionó al lado derecho del jefe de la fábrica, mirando expectante a Berlín en el lado izquierdo y a Río de reojo viéndolo llegar.
—Pues vas a poder hablar con Laura —avisó—. Las esposas sirven para estos momentos —los dos se miraron, ella levantando las cejas—. Son reconfortantes. Nadie se acuerda de su esposa cuando está en la puerta de la discoteca puesto hasta las trancas, pero si tienes un problema, un accidente o simplemente miedo, la cosa cambia.
—¿Y eso sucede en todas las relaciones, Berlín? —preguntó.
—Cuando los sentimientos no son suficientes, claro —sus comisuras se elevaron en una sonrisa divertida—. Uno de ellos estará amando de más. Pero no todas las relaciones son las mismas —ella asintió satisfecha con la respuesta volviendo su atención al hombre—. Y dime, Arturo, ¿No te estarás acordando ahora de tu secretaria? ¿Eh? —rio al verlo rodar los ojos. Debía admitir que le gustaba verlo fastidiado—. Pero, ¿Quién se acuerda ahora de amantes con hijos que podrían ser abortos o simplemente nada?
—Con su mujer esperando para una llamada viviendo una mentira de matrimonio, siendo engañada en su propia cara —agregó.
—Ahórreme el discurso, ¿Quieres?
Berlín endureció sus facciones sacando su arma de la correa, presionando la herida de Arturo, sacándole un quejido. —Última vez que te diriges a ella en ese tono, Arturito, que para todos aquí es sagrada y no se contradice lo que diga.
—Aw, acabo de recordar que así me enamoró —le lanzó un guiño regresando la mirada al rehén, permitiéndole seguir.
—Escúchame, si dices cualquier cosa rara te meto un tiro de gracia y tu esposa lo va a escuchar en directo. ¿Imaginas? —presionó con más fuerza consiguiendo escuchar el grito de dolor.
—Ay, cariño —fingió un mohín—, ha ensuciado la punta de tu pistola.
Berlín hizo una mueca limpiándola con su mono y regresando el arma a su lugar. Río solo podía verlos como dos locos amantes, un rostro de desconcierto plasmado en él.
Deseó poder decir algo para interrumpirlos, pero la llamada con la esposa de Arturo ya había iniciado, aunque tampoco se atrevería a plantarles la cara a los reyes del atraco donde lo único que conseguiría era ser golpeado otra vez.
A consideración de Roma, la plática entre Arturo y Laura fue aburrida y tediosa, se notaba la culpabilidad en cada palabra por haberle sido infiel y como era costumbre, se echaba a sí mismo la culpa prometiendo mejorar. Hasta que la cereza del pastel cayó.
—Te juro que hay veces que... Que intento acordarme de ese día... Y me pregunto qué demonios viste en mí, Mónica —los ojos de Roma se engrandecieron de la impresión, atinando a sonreír con burla a Arturo, buscando la reacción de Andrés que era la misma o aún más emocionada, a Río que sonreía de diversión y a Denver, que inusualmente se mantuvo callado—. Laura.
La pareja cerró los puños antes de chocar sus manos reprimiendo a gritos y carcajadas sus reacciones. Berlín odiaba chocar las palmas, no era algo de él, pero debía de admitir que ver a Roma feliz por ello lo valía.
—Qué tablas tienes, Arturo —Roma le quitó el celular volviéndolo a apagar, escuchando la gruesa voz de Berlín.
—Por cierto —ella dio un golpe seco cerca de la herida de Arturo, causando su gemido de sufrimiento—. Esto es por engañar a tu mujer e ilusionar a Mónica, cabrón.
—Roma, Berlín —giró en su eje prestando atención a Nairobi—. Los médicos están ahí fuera.
Ella asintió. Seguida de Helsinki y Tokio fueron a la sala de control, esperando y deseando que las suposiciones del Profesor hayan sido correctas como para recibir su llamado.
—¿Algo? —preguntó Berlín al llegar.
Justo a tiempo para los atracadores, el teléfono sonó. —Ahora sí —Roma lo descolgó pegándolo a su oreja.
—Roma, uno de los sanitarios es un policía infiltrado.
—¿Cuál?
—El de las gafas —contestó—. Saben lo que hay que hacer.
—Enseguida, capitán.
—Roma. Tiene que ser un puñetero trabajo de orfebrería —puntualizó.
—Confía en mí, no me dará un ataque de risa. Chicos —dio la espalda a la puerta para mirar al serbio con una enorme sonrisa—, el de las gafas es nuestro hombre.
—ENTRARÁN. No sé si durante un asalto, durante una emergencia... Si será el de la Cruz Roja o el de las pizzas, pero lo que está claro es que van a intentar infiltrarnos a alguien —el Profesor caminó desde la parte trasera a el frente de la habitación, quitándole la pluma a Roma deteniendo sus garabatos en la hoja—. Y esa será nuestra oportunidad para intentar colocarles un caballo de Troya. ¿Sabéis lo que es?
—No lo sé, pero la rima te la digo fácil —Denver se adelantó a Roma, queriendo ella, por su parte, dar la respuesta correcta.
—No —negó con tono severo el Profesor, no gustándole los chistes en sus clases—. El caballo de Troya...
—¡Lo que me sale de la polla! —interrumpió Denver seguido de su estruendosa risa provocando una de la misma intensidad a Roma.
Moscú lo regañó, pidiendo disculpas como era usual por su hijo, pero la mueca del rizado prolongó aún más la risa de la rubia.
—Pe–perdón —balbuceó entre carcajadas, mirando al Profesor con inocencia—. Es so–solo que...
—Cariño, respira —indicó Berlín y para la gracia de todos, el ataque de risa no se detuvo.
—Roma, sal de la clase —ordenó el Profesor señalando la puerta.
—Pe–pero, Profesor —el semblante de Sergio le causó aún más risa, levantándose de su butaca y caminando a la puerta. Cuando salió, su risa se calmó escuchando a través de la puerta que el Profesor trataba de explicarles lo que era el caballo de Troya—. Si contesto, ¿Puedo regresar a la clase? —ella había abierto la puerta pasando su cabeza por la abertura, formando con sus labios un puchero.
—No —contestó haciéndola rodar los ojos, volviendo a salir. Al final del día, entre Berlín y el Profesor le contarían el plan con mucha más tranquilidad y sin bromas alrededor.
VOLVIERON A COLOCARSE LAS MÁSCARAS, bajando al hall de la fábrica para llevar a cabo el plan en caso de haber un infiltrado de la policía.
—Depositen todos sus objetos metálicos en esta bandeja —dijo Berlín—. Gafas. Relojes. Si tienen armas, micros, también les aconsejo que los depositen. Vamos a rastrear cualquier tipo de radiofrecuencia. Quítense los zapatos también. Por favor.
Junto a Helsinki se apartaron a un lado metiendo cuidadosamente un micrófono en una de las varillas de los lentes, Roma riendo del chiste de las cucarachas de Berlín. Una vez, los dos doctores y el policía fueron revisados, Roma le devolvió los lentes al inspector Rubio, con el cual, una vez en su adolescencia, estuvo a punto de toparse.
—Y ahora sí, bienvenidos. Cojan sus cosas y acompáñenme —ella fue la última en abandonar el lugar, alzando un puño al aire al Profesor.
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