❛ 𝘅𝗶. 𝖺𝗋𝗍𝗎𝗋𝗂𝗍𝗈.
❛ 𓄼 CAPÍTULO ONCE 𓄹 ៹
32 HORAS DE ATRACO
SÁBADO 6:00 P.M.
EL ATRACO LLEVABA DOS DÍAS, Y A CONSIDERACIÓN DE ROMA SE ENCONTRABA DE PUTA MADRE, si considerar el ataque de Tokio contra los policías, el asesinato de Mónica a manos de Denver y orquestado por Berlín y el disparo a Arturo, se podían considerar de puta madre. El plan del atraco a la fábrica sonaba más sencillo en Toledo, pero jamás imaginó que lo llegaría a comparar con todo eso.
El problema reciente era Arturo, quien era cargado por Denver y Moscú en lo que Roma reunía al gallinero para regresarlos dentro, lo que no costó mucho siendo la rubia quién poseía el mayor agrado de los rehenes entre ella y los dos primeros.
—Oslo, encárgate de los rehenes, iré a avisar a Berlín —el serbio alcanzó a escuchar, porque ella ya había salido disparada como cohete al despacho del líder—. ¡Berlín, han...! —su grito se apagó al ver también a Río y Tokio ahí, apuntando al líder.
—Cariño, qué maravilla verte por acá —dijo Berlín, ignorando las armas.
—No tengo tiempo para repartir hostias, ¡Que le han disparado a un rehén, joder! —alertó—. Tokio el botiquín, Río conmigo, pero ya.
Entre tropezones y largas zancadas, bajaron al vestíbulo, tomando una mesa metálica y empujándola para que sirviera de mesa de operaciones.
—Río, quítale la mano de la herida. Necesito alcohol. Alcohol —repitió esperando que alguien se lo tendiera y al Helsinki hacerlo, procedió a desinfectar sus manos.
—Necesito hablar con mi mujer, por favor —suplicó Arturo entre quejas y sollozos de agonía.
—Roma, llamada del Profesor —Berlín apareció al pie de la escalera. No parecía importarle ni una pizca la salud de Arturo juzgando su compostura.
—¿Qué? ¿Ahora? Joder, Berlín, estoy en medio de algo, cariño —lo miró de reojo llevando de un lado para otro las manos por el torso de Arturo, tomando, empleando y soltando los instrumento médicos.
—Ahora, Roma.
—Bien. Tokio, hazte cargo —se giró entregando sus guantes azules a Helsinki, musitando un gracias y trotando hasta subir la escalera, mirando y asegurando tener sus uñas y dedos libres de sangre.
—Joder, ¿Nos piensan abandonar en medio del chungo que nos hemos montado? —pregunta Tokio exaltada, enfocada más en mirarlos que en hacer algo por Arturo.
—Roma tiene una llamada. Y yo fui amenazado a punta de pistola para que esto se ocasionara —Berlín posicionó su mano en la cintura baja de la rubia, empujándola a la sala de control—. No lo maten.
—Dijeron que les diste permiso —se excusó por ella misma.
—Nunca lo haría, lo sabes perfectamente —Roma le dio la razón, sabía que lo hicieron no con el permiso de Berlín, pero ella quería ayudar a Moscú luego del susto.
—Pero no sabía que fue a punta de pistola —contradijo—. Que le den gracias a Arturito de salvarse de un madrazo por eso.
—Siempre tan bonita —rio Berlín abriéndole paso a la sala.
—Y EN ROJO LAS ARTERIAS PRINCIPALES —observó a Sergio con fascinación viéndolo trazar con solo dos rotuladores las arterias en el torso desnudo de Río, en su clase de primeros auxilios.
—Eh, para, para, para —pidió Denver—. Vamos a ver. ¿Tú quieres que aprendamos medicina así, con dos rotuladores?
—Si alguno recibe un disparo, no va a poder ir a un hospital —respondió el Profesor a su pregunta, con obviedad—. Os las tenéis que apañar ahí dentro.
—Va a ser un puñetero suicidio —declara.
—Calla ya, coño —ordenó Moscú al lado de su hijo.
Denver continuó, replicando a su padre y haciéndole saber al grupo que él prefería ser sacado para que lo atendieran en un hospital.
—Denver —llamó Berlín—. Te estamos pidiendo que aprendas a sacar una bala. No empieces con la épica del extrarradio.
—A ver, que no es tan difícil, ¿Sabes? —le dio la razón Nairobi—. Coges la pinza, sacas la bala sin joder nada más.
—Y tampoco será tan malo —Roma encogió sus hombros, levantando la cabeza del hombro de la morocha—. Mira, tú tranqui, cielo, estuve algunos años de enfermera en... ¡Ay! —tan pronto las palabras brotaron de sus labios y la mirada del Profesor cayó en ella, se llevó sus manos a su boca como acto involuntario, fingiendo inocencia—. Eso no lo tenía que decir, ¿Verdad? —ella ríe rodando los ojos—. El punto es que conmigo cerca, no pasará nada.
—Roma, a ver, tía, no has de tener más de ¿Qué, veinti y pico de años? ¿Pa' ser enfermera no hay que ser más grande? —cotradijo cruzando sus brazos.
—Magnífica pregunta, Denver, y aquí te va la respuesta —calló, dejando expectantes al grupo menos a los hermanos Gonzalves—, suplantación de identidad. Así consigues las cosas, y vas aprendiendo sobre la marcha.
—Sobre la marcha —se burla, incrédulo.
—Pero a ver, Denver —la otra ladrona también salió a dar su opinión—, yo prefiero estar coja y libre que con una salud de hierro y en una celda.
—Nadie saldrá —vocifera el cerebro. Roma miró con diversión a Berlín conociendo la impaciencia de Sergio—. Cualquiera de vosotros es una pista y un hilo del que tirar. Así que si alguien quiere renunciar, este es el momento —ninguno contestó dando una respuesta—. Se queda aquí el tiempo que dura el atraco y luego se va.
—¿Va a durar mucho la charla? —giraron sus cabezas a Río aún tendido sobre la mesa, recordando que el ruloso se encontraba ahí—. Se me está quedando la pichula como la de Helsinki.
Las carcajadas no demoraron ni un segundo en ser escuchadas, colmando la paciencia de Sergio. —¡Eh! ¿Qué dice de mi pichuli? —las risas aumentaron de tono.
—Vístete, anda. Que se ponga otro.
—Uff, vaya, me parece que me ha llegado el momento de lucirme —la rubia y la morocha rieron chocando los cinco, dando la primera un paso delante.
—Usualmente sería el primero de la lista en estar de acuerdo en verte semidesnuda —una sonrisa de lado se formó en ella percibiendo los celos de Berlín de recibir miradas lascivas de los tres más jóvenes—, pero en este momento, no creo que sea el más apropiado, Roma.
—Tranquilo, cariño —se movió hacia delante besando su mandíbula, hasta el propio Denver quedando mudo—, siempre es el momento.
Agarró el borde de su blusa color vino sacándola de su cuerpo, reprimiendo una carcajada cuando se la lanzó al Profesor y el pelinegro la había dejado caer de los nervios.
—Denver, sigue tú —le tendió el rotulador, pero este negó sin tomarlo.
—Aún no me ha quedado claro, ¿Y si lo repite mejor? —Sergio soltó un suspiro mirando de reojo a Roma sentada sobre la mesa.
—Berlín, repítelo —el pelinegro mostró una sonrisa maquiavélica metiendo sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón.
—Usted mismo puede hacerlo, Profesor.
—Ya, pero resulta que es tu mujer —masculló Sergio insistiendo a su hermano con la mirada.
—No tengo problema —despreocupó—, es solo un rotulador.
—Pero qué pasa, Profesor —Roma se quejó—, que ni él ni yo estamos diciendo no —se recostó en la mesa dando un brinco al sentir el frío recorrer su espalda—. Ay, pero si esto está helado.
El Profesor acabó pasando el rotulador por el cuerpo de la rubia, señalando otra vez las arterias, tartamudeando las palabras sin notarlo.
La siguiente en quedar recostada sobre la mesa fue Nairobi, y Tokio era quien tenía el rotulador en mano.
—Cariño, ¿Qué te parece si terminando bajamos para quitarme la tinta? —preguntó Roma susurrándole al oído, distrayendo a ambos de lo que sucedía en la mesa.
—Estaría encantado de hacerlo si incluimos una ducha de por medio —su mano recorrió su cadera, mirando cómplice a su pareja.
—¿De qué otra forma lo haríamos? —a su vez, ella recorrió el trasero del mayor con disimulo.
—¿Qué haces? A ver, ¿Qué haces? —la exclamación de Nairobi regresó su atención.
—¡Eh! ¡Eh!
—¿Adónde vas? ¿Qué miras?
—¿Qué pasa? —preguntaron al unísono Oslo y Roma.
—Tranquilita, eh —Tokio alzó las manos como si no hubiese hecho algo malo para poner a Nairobi de esa manera.
—Berlín —murmuró señalando con los ojos a las chicas, los dos acercándose a ellas por si tenían que meterse en medio e intervenir.
—No, es que te vas a comer el rotulador.
—Nai, tranquila —puso la mano en su hombro tratando de obtener una mirada por parte de Nairobi, consiguiendo nada—. Vamos a dejarlo así, tía.
—Tú no te metas, Roma, que no es contigo —espetó.
—¿Qué pasa? —preguntó el Profesor sin saber a cómo responder a una pelea de chicas.
—Pues qué pasa, que es un poquito tortillera. Que no sé qué coño está mirando. ¿Qué estás mirando? —Roma empujó a Berlín metiéndolo un poco entre ellas, fulminándolo por su sonrisa divertida.
—La tortillera eres tú. Que se te ha puesto la pepita como un azucarillo —atacó la pelinegra mordaz.
—Como un azucarillo te voy a poner —Nairobi abofeteó a Tokio dando paso a la pelea.
—¡Eh! —Roma metió su pie parando el de Tokio que iba directo a la pierna de Berlín.
—Nairobi, espera, no —la ojiverde trató de sostenerla sintiendo la espalda de alguien contra la suya, al ver de reojo sonrió—. Qué pelea nos hemos montado, eh, Profesor.
TRAS LA LLAMADA CON SERGIO —en la que entre ambos se pusieron al corriente, Violeta dando una declaración del por qué se encontraban en la azotea— Roma dejó escapar un largo suspiro sintiéndose abatida.
—Ni el robo de Los Campos Elíseos me había dejado tan estresada —tomó asiento en la cabecera de la mesa esbozando una sonrisa al recordar tal robo. Ahora había pasado a ser su segundo más grande en la vida.
—Bueno, yo estaba contigo en ese robo, si no mal recuerdo —la mano de Berlín se posó gentilmente en su hombro, viendo su perfil con ternura.
—Sí, y también en este, Andrés —recordó, sus emociones cambiaron de nostalgia a preocupación—. ¿Sabes cómo logramos el robo de Los Campos Elíseos sin ninguna víctima y error? —no esperó a que respondiera—. Porque trabajamos en armonía sabiendo lo que le tocaba hacer al otro. Pusimos nuestra parte para lograrlo y siento que soy la única que lo está haciendo ahora.
—Si te refieres a lo de la ejecución...
—Me refiero a que tomaste solo, una decisión sin consultarme. Y sí, eres el líder del atraco, pero yo también, Sergio nos puso a los dos —se levantó de la silla de forma estrepitosa, variando la mirada de su esposo a la puerta—. Juntos somos la monarquía que nuestros compañeros necesitan para salir vivos.
—Monarquía, diarquía, oligarquía —enumeró mostrando una sonrisa, comparándose—. Las acataré si tú te mantienes siendo la reina a mi lado.
—O si tú te mantienes siendo el rey a mi lado —corrigió, siendo contagiada por su misma sonrisa—. Es mi hora de vigilar a los rehenes —mencionó al haberse fijado en el reloj de la pared—, ya terminamos.
Pasó junto al ladrón dejando un beso en su mejilla, continuando unos pasos antes de que fuera detenida con su mano envuelta en su brazo. —¿Te has molestado? —preguntó Berlín.
—Ya no lo estoy —aseguró ladeando la cabeza a espera de que la soltara, cuando él se quedó callado y quieto en su lugar, suspiró—. ¿Quieres una respuesta más larga? Cariño, estoy bien y los dos lo estamos, ya pasó y lo arreglamos.
Como muestra de su honestidad, quitó la mano de Berlín de su brazo y con sus dedos en la nuca de él, lo atrajo a un beso lento colmado de dulzura y afecto.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top