❛ 𝘅. 𝖿𝗎𝗍𝗎𝗋𝗈 𝗉𝖾𝗇𝖽𝗂𝖾𝗇𝗍𝖾.
❛ 𓄼 CAPÍTULO DIEZ 𓄹 ៹
ROMA ADORABA OBSERVAR A BERLÍN HACER CUALQUIER COSA, hasta lo más insignificante del mundo. Si el pelinegro cocinaba para ambos, Roma adoraba verlo mover las caderas al ritmo de sus canciones favoritas. Si el pelinegro se enfrascaba en una discusión con cualquiera de la banda, le divertían las palabras y expresiones que utilizaba para demostrar su disgusto. Y si el pelinegro mostraba su faceta en la que podría llegar a compadecerse hasta de Tokio, bueno, caía más enamorada de él.
—Qué amable eres, cariño —susurró al verle apagar la luz y quedarse con la mirada puesta sobre un Moscú dormido.
—Cállate —espetó rodando los ojos, pasando de la sonrisa de petulancia de la rubia.
—Como quieras, pero tú bien sabes que esta gente se está ganando un lugar en tu corazón —corrió hasta estar en frente suyo, apuntando con su dedo índice el pecho del hombre—. Aunque el mayor porcentaje de tu cuerpo quiera mandarlos a la chingada.
—Roma, Roma, cariño —tomó su cintura alejándose cada paso más de la sala, dirigiendo a la rubia donde las máquinas de dinero—, la única persona que tiene un lugar en mi retorcido corazón eres tú, amor. Ni siquiera Sergio es capaz de que haga la mitad de lo que hago por ti.
—Berlín, ya hemos hablado de esto —ella colocó sus manos en el pecho del hombre tomando distancia, haciendo una mueca a la par—. No puedes ponerme por encima de tu hermano —masculló entre dientes con temor de ser escuchados.
—No, Roma —Berlín la tomó de la cintura pegando su espalda a la pared—. Tú hablaste y yo escuché —aclaró—. Ya me has dicho que no podrías elegir entre Sergio y yo, y me parece de puta madre.
—Sé que odias no ser el primero, pero tampoco el segundo, amor —sonrió con desgano desviando la mirada, deseando poder negarlo.
—Pero él te rescató y te cuidó, y yo soy el amor de tu vida —continuó—. Sabemos que harías lo que hiciera falta por nosotros. Y eso me parece fenomenal, tú tomas tu decisión así que déjame tomar la mía... —calló por unos segundos. Tomó sus manos entre las suyas y las besó con amor, siguiendo a acariciar sus mejillas ahuecándolas para juntar sus frentes—. Yo te elegiré por encima de mi propio hermano, ya que solo nos quedan siete meses juntos. Y solo porque nos quedan siete meses, te juro, bonita, tu corazón, tu mente y tu cuerpo son suficientes para hacerme salir con vida. No de otra forma.
El corazón de La Ciudad Eterna latió con desenfreno, habiendo aclarado aquella plática pendiente sobre si ella sería suficiente, procedió a sentir su mundo decaer en una espiral de sufrimiento, recordando su motivo de estar entre esas cuatro paredes. No podía alegrarse por una cosa cuando al final del día siempre se encontraba la enfermedad.
—Te prometo —sus ojos se cristalizaron, cerrándolos para evitar que lágrimas cayeran—, que no estamos tarde para meterte a un ensayo clínico. El Retroxil está funcionando bastante bien. Haremos que esto dure, Andrés —Berlín soltó un largo suspiro, siempre era difícil tratar ese tema con ella.
—No pueden garantizar alargar mi vida, cariño —la abrazó alzando su mentón para dejarlo reposar sobre su cabellera rubia—. Por eso estamos aquí, para vivir cada momento que me queda en un atraco, como nos gusta, ¿Lo olvidas?
Negó ocultando su rostro en su pecho, el mono secando sus lágrimas antes de separarse, y besarlo para reconfortarse. —Tienes razón, perdón. Sabes que me pone de bajón hablar del futuro —ahora tragó el nudo en su garganta tomando una segunda vez la distancia. Debía dejar de preocuparse por lo que sucedería tras el atraco, en ese momento, en ese lugar, se encontraban bien; Andrés saldría vivo por ella, como si la enfermedad estuviera congelada dentro de su reino—. Vaya, eh, es mi hora de cambiar turnos con Nairobi, es mejor que me vaya —dio la vuelta comenzando a caminar hacia las máquinas. Quería creer que aquello era un problema menos.
—Te amo, Roma —vociferó Berlín poniendo a saltar el interior de Roma. El pelinegro solía preferir demostrar su amor en acciones más que en palabras.
—También te amo, cariño —lanzó un beso recuperando su actitud habitual.
Realmente lo amaba mucho, con la intensidad de un sol en un día muy caluroso, porque para ella Berlín, Andrés, era su otra mitad, una que había conocido en el tiempo justo.
Su trabajo a lado de Nairobi, quién le creaba charla en lugar de descansar, provocó que sus ánimos subieran el doble al distraerse no solo en su trabajo, si no en una conversación con su amiga.
Pidió que en el día, las cosas no se complicaran, pero sabía que en un atraco donde ella era del bando equivocado, su petición no sería escuchada y vaya fue la sorpresa que se llevó al enterarse que Moscú intentó salir arriesgándose a un tiro, siendo salvado por su hijo.
—ENTONCES, ¿Me estás afirmando que Berlín dio permiso para dejar que Moscú salga a tomar aire? —preguntó Roma por tercera ocasión terminando de repartir las caretas a los rehenes, quienes los acompañarían a la azotea para que el minero respirara tras casi entregarse.
—Que sí, tía, ya te lo dije. No me rayes más —ella rodó los ojos, encogiéndose de hombros subiendo las escaleras para recargarse en el barandal.
—A ver, quiero que sepáis que esto no es una amenaza —habla Denver—, sino un favor que os pido a nivel personal, no como atracador. Quiero que os pongáis las caretas que les acaba de entregar mi compañera y las capuchas, y que salgáis a la azotea sin hacer señales o tonterías.
—Eso ya es una amenaza —interrumpió brevemente Roma recargando su codo en el hombro de Denver.
—Tan solo diez minutos, ¿Vale? —retomó—. Salir, tomar el aire y entrar, ¿Estamos?
—¿Qué es lo que pretendéis, entretener a la policía? —preguntó Arturo impidiendo que el rizado lo moviera de lugar.
La rubia soltó una risa divertida, pero falsa al jefe. —La policía está más que entretenida, así que cierra el pico y no alborotes al gallinero, ¿Quieres, Arturito? —bien, no existía siquiera una pizca de amabilidad con la cual quisiera esforzarse a interactuar con el hombre. Dio la vuelta para descender los escalones y asegurarse que hasta el último se pusiera la careta.
—¿Pero en qué puto mundo vivimos? —oyó la voz furiosa de Denver volviendo a subir con una mirada de rabia las escaleras—. Ya nadie está dispuesto a hacer nada por nadie, ¿No? A un compañero le da un ataque de ansiedad y vosotros no hacéis otra que pensar en la del cebo. Qué cabrones, ¿Dónde quedó eso de ayudar al prójimo?
Roma sonríe y ablanda sus facciones con suavidad, palmeando el hombro de Denver con el objetivo de calmarlo. —No les pasará nada, de eso nos aseguramos nosotros.
—¿Por qué le ha dado un ataque de ansiedad? Por los disparos, ha sido por los disparos, ¿Verdad? —se anticipó a responder Arturo a sí mismo, elevando la voz cada vez más—. Ha sido por los disparos. ¿A quién habéis matado?
—Eh, Arturito, que la líder aquí y ahora soy yo, así que estás mirando al rostro equivocado —arrugó su ceño comenzando una guerra de miradas—. Denver, cielo, ¿Me harías un favor? —se inclinó, manteniendo la mirada fija sobre la de Arturo, susurrando al oído del rizado una petición.
Denver asintió efusivo quitándole el seguro a su arma e introduciendo, contra la voluntad de Román, la boca de la pistola en la suya.
—Ahora levanta la mano izquierda si vas a seguir tocándome los ovarios. Si vas a mantener ese pico tuyo con un candado, levanta la mano derecha.
No tardó en responder levantando la mano que los atracadores querían.
—Parad, parad ya —Moscú llegó a su lado sin ser notado, alejando a Roma y Denver de Arturo.
La mitad de los rehenes subieron a la azotea con Denver y Moscú, la mitad restante subiendo después con Roma como última en la fila.
Violeta inició merodeando dentro del círculo que se había formado inconscientemente, mirando a todos los lados posibles para parecer una rehén despistada y asustada, manteniendo un oído en Denver y Moscú, algo no le había terminado por cuadrar.
Si Moscú estaba con total seguridad de entregarse, arriesgándose aún así a recibir un disparo, en el forcejeo entre padre e hijo algo debió cambiar. Una palabra o una acción para que el minero se lo pensara mejor.
—¡¿Qué coño habéis hecho con Mónica?! —el grito de nadie más y nadie menos que de Arturito perturbó el ambiente.
—Vuelve —ordenó uno de los dos hombres.
—Habéis matado a Mónica, joder. Era una inocente —sus movimientos se vuelven erráticos y nerviosos poniendo al grupo igual—. Estaba embarazada.
—¡De rodillas! —gritó Roma jalando a dos que tenía a sus costados al suelo, uno a uno fueron imitando su acción, aunque aún había quién corría alrededor acojonado.
—No juegues conmigo, levántate, coño.
Los más nerviosos que tenía cerca comenzaron a temblar, Roma los juntó protegiéndolos debajo de su cuerpo.
Y el disparo llegó, siendo recibido en el hombro derecho del insoportable Arturo Román.
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