❛ 𝘃. 𝗅𝖺 𝗉𝗋𝗂𝗆𝖾𝗋𝖺 𝖻𝖺𝗍𝖺𝗅𝗅𝖺.




❛ 𓄼 CAPÍTULO CINCO 𓄹 ៹




          DESPUÉS DE LA INTRODUCCIÓN AL PLAN Y DE LAS PRESENTACIONES, la clase continuó sin tener fin para Roma, quién creía que en cualquier momento el techo se desmoronaría al encontrarlo en pésimas condiciones.

—Profesor, aún no lo pillo —la rubia mantenía un ceño fruncido después de haber sido obligada por el de lentes a levantarse del regazo de Berlín y sentarse en su propio pupitre, al menos teniéndolo sentado a sus espaldas—. ¿Por qué motivo los blindados no entrarán a por nosotros?

—Si lo harán —contradijo, confundiendo a la joven aún más—. Entrarán porque tenemos a nuestro corderito —mostró una fotografía de una adolescente de cabello oscuro y rizado—. Alison Parker. Hija de sir Benjamin Parker, embajador del Reino Unido y amigo íntimo de la reina de Inglaterra.

—Entonces ella nos protegerá —afirmó, señalándola con su bolígrafo.

—Eso es correcto, señorita Roma —le muestra una sonrisa y le entrega la fotografía a Tokio, yendo de sus manos a la rubia—. Creerán que no lo sabemos —examinó a la chica rodando los ojos, solo con verla en una fotografía no podía percibir nada agradable de ella—. Creerán que han conseguido ocultar toda esta información a la opinión pública. Por eso, entrarán la primera noche. Y lo harán antes de las cuatro y cuarto —anotó aquella hora en su libreta.

»—Porque a las seis y media, se hace de día. Y más nos vale que entren sin pensárselo mucho, porque así tendremos más posibilidades de ganar la primera batalla.

          OSLO SE MARCHÓ A DESCANSAR BAJO MIS INDICACIONES DONDE ME OFRECÍA A RELEVARLO, ya que aún no era el tiempo de empezar con la fabricación del dinero y estaba decidida a hacer algo de provecho en lo que avanzaba el plan.

Voy a acallar los murmullos de los rehenes por una segunda vez, pero la conversación entre Mónica Gaztambide y Arturo Román llama mi atención, y de lo que pude escuchar, el jefe estaba tratando de hablar con su secretaria del embarazo.

Camino hasta la rubia y me arrodillo a su lado, simulando que me ato las agujetas.

—Parece que tu jefe no te cae muy bien, ¿No? —pregunté, brindándole una simpática sonrisa.

—¿Cómo sabes que es mi jefe? —ante mi sonrisa, se mostró con una ligera confianza, mirándome a los ojos por un par de segundos.

—Porque los he estudiado. De pies a cabeza. Y también he visto la prueba sobre tu mesa.

—¿Prueba? —preguntó confundida ante la palabra, hundiendo el ceño.

—Perdón, que a veces se me olvida que no son las mismas palabras —entrecerré los ojos, pensando—. Predilector, ¿No?

—No tienes el acento español —afirmó.

—Claro, no soy de aquí. Soy de México —dije—. Voy muy seguido allá y mi esposo es de acá por lo que suelo revolver un poco las palabras —reí—. Me imagino que él es el padre.

Mónica me lo confirmó.

—No le ha gustado para nada el regalito —ella negó triste—. ¿Qué te ha dicho? ¿Que no es suyo? ¿Que no se hará cargo? —bajó la mirada asintiendo. Le di unas palmadas a su brazo pese a que al principio se acojonó—. No es fácil decirle adiós a un bebé. Pero tampoco es fácil darle la bienvenida así como si nada. ¿Qué piensas hacer?

—Abortar —asentí satisfecha de recibir una respuesta.

—Solo asegúrate de estar tomando la decisión por ti misma, sin opiniones de nadie más.

Me levanté volviendo a mi posición al pie de las escaleras, pensando en lo platicado con Mónica.

Era muy obvio que a Andrés no le ponían a dar saltos los bebés, siempre hablaba de ellos como una bomba nuclear que arruinaban una relación. Yo, por mi parte, aún no me sentía preparada para tener uno, me gustaba mi vida como era. Sin estar estancada aún en un lugar, viajando de un lado a otro con Andrés sin preocupaciones y haciendo robos juntos. Si me llegara la bomba de estar embarazada, no se lo que haría, no se lo que pasaría con mi matrimonio. Pero ahora, por lo menos, mi relación era mi única prioridad. 

El sonar del teléfono rojo en la entrada me sacó de mis pensamientos, corriendo a él para atender.

—¿Sí?

Roma, van a entrar.

—Allá vamos —confirmé, colgando. Di vuelta, los chicos estaban expectantes a mis palabras al igual que Berlín—. ¡Es la hora! —Tokio y Denver se posicionaron a mis espaldas, Berlín tomó lugar a mi izquierda entregándome mi careta. Todos nos las pusimos a la par—. Queridos rehenes, ha llegado el momento de seguir nuestras órdenes. Por favor, a nuestras espaldas.

          EL PARTIDO QUE HABÍAN JUGADO ESA TARDE YA ESTABA EN SUS FINALES. Moscú, Nairobi, Denver y Roma eran un equipo y Tokio, Berlín, Río, Helsinki y Oslo otro.

El equipo adversario tenía el balón, Río estaba por pasárselo a Berlín cuando la rubia se interpuso en su camino saltando a los brazos del mayor, enredando sus piernas en su cintura con una risa. Ella y Nairobi habían tenido la misma idea, ya que la morocha estaba en la misma situación con Helsinki.

—Cariño —se quejó Berlín, aunque con una sonrisa divertida.

—¿Qué? —se encogió de hombros dedicándole unos ojos inocentes—. Quería sentir tu calor, hace mucho frío.

En lo que el equipo de Roma celebraba la victoria, Berlín y ella se besaron con cariño, casi podría verse como un beso tímido si no se conocieran a los responsables de ello.

Se dejaron caer en el suelo abatidos de el esfuerzo, al igual que el resto imitando su acción. La rubia se recargó en el pecho del pelinegro, temblando con levedad al sentir las brisas de aire heladas. Pero un abrigo cayó en su pecho, provocando que observara al responsable con una sonrisa agradecida. Sergio, como siempre desde que le ayudó a su corta edad, estaba ahí para ella.

—Entrarán por los cuatro sitios por los que se puede acceder. La puerta principal, la zona de carga, la salida de emergencia y la azotea. Pero van a esperar. Van a esperar a que los de intervención técnica hagan un reconocimiento del terreno. Eso lo van a hacer desde el acceso de carga.

          LLEGAMOS CORRIENDO CON LOS REHENES AL ACCESO DE CARGA, recargando nuestras espaldas contra las bobinas.

—Es la hora, Berlín —nos quitamos las caretas para respirar con tranquilidad, mirarnos a los ojos y asentir, volviendo a ponérnoslas.

—¿Okay? —el grupo asintió—. Vamos.

La banda se colocó detrás mío apuntando al transmisor en la pared, al dar la orden Berlín, los rehenes salieron de sus escondites imitando nuestra acción y yo quité la tela que cubría la ametralladora Browning, sonriendo a más no poder porque sabía que la primera batalla ya la teníamos ganada.

Y así, comenzamos nuestro trabajo. Nairobi y yo dirigiendo, supervisando y disfrutando a gritos la fabricación del dinero, llenándonos de euforia.

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