❛ 𝗶𝘃. 𝗏𝗂𝗇𝗈 𝗆𝖺𝗍𝗋𝗂𝗆𝗈𝗇𝗂𝖺𝗅.




❛ 𓄼 CAPÍTULO CUATRO 𓄹 ៹




          ROMA SALIÓ DE LA FINCA CON UNA BOTELLA DE VINO EN UNA MANO Y DOS COPAS VACÍAS EN LA OTRA, tarareando una canción mexicana a la par en que sus ojos se iluminaban al reparar en la figura elegante de Berlín, quien se encontraba ansioso —sin hacerlo notar— por tenerla frente a él.

Denver fue quien la examinó de cabeza a pies como le era inevitable hacer todos los días. Roma traía su cabello perfectamente alisado en una coleta alta, sin ningún cabello fuera. Llevaba puestas unas botas de tacón grueso negras, del mismo color que su falda al largo de los muslos, y un suéter blanco de manga larga que se había arremangado hasta los codos. Sin duda ella y Berlín lucían como una pareja a juzgar por su vestimenta.

Ahí estaban todos, tomando un pequeño descanso y respirando el aire del campo. Nairobi y Helsinki hablando juntos como siempre. Sergio explicándole a Oslo lo fácil que era aprender otro idioma. Moscú fumando un cigarro tras haberse marchado Tokio. Denver charlando casualmente con Río y, Berlín, esperando a por ella.

—Roma, tía, ¿No invitas? —había preguntado Denver dejando a Río con la palabra en la boca.

—Si no eres mi marido y no me diste un costoso anillo de matrimonio, no es para ti, Denver —le sonrió pasando entre ambos muchachos, llegando a enrollar los brazos alrededor del cuello de Berlín, quien la besó con vehemencia subiendo sus manos al trasero de la rubia.

—Berlín. Roma —regañó el Profesor ante la sugerente muestra. Ellos rieron ignorando al hermano menor y cuñado.

—En serio que no entiendo cómo una tía hecha una diosa griega pueda estar con alguien como él —le dijo Denver a Río. El menor concordando con un asentimiento—. Es muy grande pa' ella.

—Verás, Denver, hay algo que se llama elegancia y madurez —la voz de Berlín provocó que se sobresaltaran, el pelinegro se encontraba sirviendo el vino en las copas que Roma sujetaba—. El saber cómo tratar a una mujer por los años de experiencia. Algo que los chavales como tú no entienden y por ello luego se terminan marchando a los brazos de alguien como yo —se mofó. Roma soltó una risilla tonta ante lo dicho.

—Madre mía, pero si tienes a Roma toda embobadita por ti, Berlín —Nairobi se carcajeó.

—Al contrario, Nairobi —corrigió el líder mirando embelesado a la menor, a lo que ella les mandó un guiño a todos de complicidad.

Cuando ambos iban a tomar su primer sorbo, la voz de Río avisando que iría a correr llamó la atención de Berlín, imaginando la verdad detrás de la mentira.

—Cariño —Roma hizo un puchero por la falta de atención—, luego.

El hombre desvió la mirada a su mujer, tomando su cintura y besando su mejilla con una sonrisa.

          BERLÍN Y ROMA SE PREPARARON PARA LA LLAMADA QUE HARÍAN DESDE EL EXTERIOR A ELLOS, y que ellos enlazarían con el teléfono del Profesor, llevando así la cabecera del atraco el cargo de las negociaciones.

—¿Dónde están mis hojas de color? —Berlín rodó los ojos al verla buscarlas en su maleta. Un hábito que había adquirido gracias a su hermano desde que la conoció a los dieciocho y que él odiaba—. Olvídenlo, ya las encontré.

Se sentó a un lado de Berlín, poniendo orden en la mesa para hacer su origami en paz durante el transcurso de la llamada. Asintió cuando estuvo lista y Berlín en ese instante transfirió la llamada a Sergio.

Hola —saludó la mujer por parte de los policías, Roma comenzando a hacer pliegues y Berlín descansando su mano sobre el muslo de la rubia, dando suaves caricias con el pulgar—. Soy Raquel Murillo, inspectora al mando de la gestión del atraco. ¿Con quién hablo?

—Con el atracador al mando de el asalto —la voz del Profesor salió distorsionada, gracias al truco que le habían enseñado los menores del grupo—. ¿Cómo se encuentran sus compañeros? —Roma desvió la mirada de su origami, y junto a Berlín miraron a Tokio en reproche.

—Por el momento, no tenemos que lamentar ninguna baja —el Profesor se alegró de ello y lo manifestó.

—De momento lo que quiero es negociar con alguien que no me esté dando largas, que no tenga que estar preguntando a un superior, o a Inteligencia o a su mamá para decirme un sí o un no —la rubia esbozó una sonrisa, divertida.

—Entonces debería de hablar directamente con el presidente, pero puesto que está ocupado dirigiendo el país, intentaré sustituirle si no le parece mal —dijo Raquel—. ¿Alguna pregunta más?

—Sí... ¿Qué lleva puesto? —padre e hijo, y marido y mujer en el atraco rieron.

Terminando la llamada, Roma colocó su cisne sobre la mesa, dando una mirada de autosuficiencia a Berlín.

          BERLÍN —llamó la rubia yendo de un lado a otro por la habitación—. ¿Viste dónde dejé mis pendientes plateados?

—Veintiocho años y aún tienes la despistes de tus diecinueve —el hombre ya vestido con su traje negro se plantó frente a ella extendiéndole las joyas.

—Ya —soltó una suave risa—, pero porque tengo un hombre que buscará lo que pierdo por mí —agarró los pendientes con una mirada de agradecimiento, poniéndoselos—. Descuida, que a la hora del atraco no seré así.

—Sé que no —aseguró. Observó a la rubia analizar su ropa, una blusa negra cubierta por un suéter a juego, un short tiro alto con diseño de jaguar y sus características botas—. Te ves hermosa.

—Sé que sí, cariño. Y tú no te quedas atrás.

El matrimonio bajó las escaleras siendo los únicos faltantes en el desayuno, con las manos de Roma envolviendo el brazo de Berlín.

—Buenos días —saludó ella por los dos, agradeciéndole a Sergio cuando deslizó la silla de su lado para que pudiera sentarse, quedado entre él y su marido.

—Pero mírate, Roma —la voz de Nairobi la llamó—, estás despampanante, tía. Hubiese deseado verme como tú a tu edad.

La rubia le guiñó el ojo en respuesta, alzando su copa de vino una vez se sirvió y a Berlín.

—¿Y si no sale bien? —la pregunta salió de repente de los labios del ruloso, haciendo a Río y su pregunta cambiar el ambiente—. ¿Qué va a pasar si no sale bien?

—A ver, cachorrito, pues lo mismo de siempre —Roma recorrió con su mirada la mesa, arrebatando el pedazo de papel rojo que tenía Sergio en las manos, continuando ella con el origami. El pelinegro se quejó mascullando entre dientes, pero lo consideró su culpa después de enseñarle dicha manía—, vuelta al trullo, al cigarrito en el patio, a los cuatro langostinos por navidad, los vis a vis, a veces —la rubia arrugó el ceño y la nariz riendo sin haber entendido.

—Lo jodido es si sale bien, ¿Qué coño vamos a hacer con tanta pasta? —primero respondió Denver con la idea de un Maserati y un gimnasio de artes marciales, Tokio quería una isla y sin sorprender a Roma, Río también.

Cuando todos, excepto Moscú, Berlín y Roma, habían dicho lo que se comprarían, las miradas fueron a parar en la rubia.

—Pues nosotros —contó—, nos estableceremos en algún lugar exótico con tierras fértiles. O tal vez solo en la Provenza, un lugar a nuestra medida.

—¿Tierras fértiles? —preguntó con una enorme confusión Río.

—Cien hectáreas de viñedo para cultivar nuestro propio vino —aclaró Berlín, posando una mano en el hombro de ella, sosteniendo su copa en la otra—. Barricas de roble...

—Pero —el rizado interrumpió—, pueden ir al supermercado que les de la gana y comprar la botella que les salgan de los huevos, ovarios —balbuceó al mirarla—. ¿Pa' que van a montarse una bodega?

Echó su cabeza a su izquierda a la par en que Andrés miraba a su derecha para conectar miradas, regresando la mirada a Río para contestar al unísono. —Por el arte —pensó por unos segundos antes de hablar—. Aunque no me quejaría si pudiéramos renovar nuestros votos matrimoniales, en Grecia me parecería maravilloso con la Acrópolis de fondo.

En el momento en que padre e hijo se pusieron a cantar, Roma aceptó la mano que le tendía el pelinegro bailando de un lado a otro, llegando a pasar por los brazos y piernas torpes de Sergio.

          EN PIE —ordenó el líder del atraco en el vestíbulo con los rehenes. Denver y Roma bajaron las escaleras con las bolsas negras—. Quítense los antifaces —nadie lo hizo compartiendo murmullos, e imaginando que era una prueba—. ¡Quítense los antifaces!

—Eh, cariño, tranquilo —Roma acarició su brazo, dándole ánimos.

—Vamos a ser buenos —se dijo para sí mismo escuchando a su mujer—. Verán, hemos tenido algún imprevisto, pero, a pesar de los helicópteros, nos consta que nos van a dar algunas horas de tregua y podrán descansar.

En unos minutos os vamos a repartir sacos de dormir, agua y un sándwich —informó la rubia caminando a su par—. Ah, y les vamos a pedir un favor —miró a Berlín anticipando las reacciones—, queremos que se desnuden —los murmullos comenzaron y todos los ojos se posaron expectantes en los dos—. Queremos repartirles un mono rojo como el nuestro, para que se sientan más cómodos. Así que, como tampoco queremos violar tanto su intimidad, les pediré que mujeres hagan una fila y hombres otra, si noto a alguien echando un vistazo a un cuerpo que no es el suyo, ¡Pimba! Castigo —los observó ansiosa.

Perdón, señor, señorita, sin ánimo de molestar. Entre esta gente hay enfermos con dolencias cardíacas, mujeres embarazadas, diabéticos, adolescentes... Yo les ruego, que por favor, dejen marchar a los más vulnerables. No creo que puedan aguantar esta angustia toda la noche —habló Arturo Román, el jefe de la fábrica.

Roma rodó los ojos lista para darle una respuesta mordaz, pero Denver se le había adelantado y Berlín había tomado su brazo deteniendo su acción.

Vamos a ver, tú quién te piensas que eres, ¿El puto Gandhi?

—Denver, tranquilo —el pelinegro salió en su defensa—. Es un amigo mío. Compartimos una gran afición por el cine.

Por si no lo notaste —Roma se inclinó al señor con una sonrisa socarrona adornando su rostro—, te estaba vacilando —y se largó de su lado vigilando a los rehenes.

Eh, Arturito —Denver le mostró una mirada de advertencia al notar que Arturo había seguido con la mirada el trasero de la rubia—, ¿Te doy un consejo? Jamás la vuelvas a mirar así, jamás se te ocurra tocarla o hablarle sin permiso, porque no seré yo quién te dé tus buenas hostias, será su marido. Y con ese cabrón ni yo mismo me quisiera enfrentar cuando se trata de su mujer.

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