❛ 𝗶𝘃. 𝖾𝗅 𝗉𝗅𝖺𝗇 𝖼𝖺𝗆𝖾𝗋𝗎́𝗇.




❛ 𓄼 CUARTO CAPÍTULO 𓄹 ៹

83 HORAS DE ATRACO
LUNES 9:15 P.M.

          —NAIROBI MANO MUY DURA PARA UNA MUJER.

La reina del atraco resopla mientras anuda la venda alrededor de la cabeza de Berlín, sellándolo con un beso en su sien mientras él hace una mueca, adolorido.

—Berlín —entra Nairobi seguida de Denver, los cuatro junto a Helsinki en la oficina de Nairobi en el área de trabajadores—, nos vamos a pique. Así que yo creo que lo más importante ahora es que salgamos todos vivos de aquí y sin cometer más errores —cierra las persianas para que los rehenes no los vean—. Tú me dirás, estás con nosotras o en nuestra contra.

El hombre mantiene el mentón alzado, como si se rehusara o estuviera desafiando las palabras de la morocha, con un ceño levemente fruncido.

—Pito, pito, gorgorito —Roma parpadea, confundida, mirando a Denver en búsqueda de una explicación.

El de ojos claros se inclina a ella, murmurando en su oído como si fuera un secreto. —Un jueguito infantil, para decidir.

—¿A dónde vas tú tan bonito? —mientras Berlín continúa, Nairobi canta al unísono, acercándose, familiarizada con sus juegos.

—Berlín —Roma le lanza una mirada de hartazgo, tomando asiento sobre el escritorio, frente a su marido, viendo a Nairobi colocar su bota entre las piernas de Andrés.

El líder hace una mueca, no esperando aquello, y sus ojos se desvían hacia la rubia, en espera de una reacción, como defenderlo o que empuje la pierna de Nairobi. Sin embargo, lo único que obtiene es su cabeza ladeada, como si no le molestara en absoluto, con los brazos cruzados en un gesto de determinación.

—Pues viendo que mi mujer está contigo... Yo también voy a ir, Nairobi. A muerte. Voy a acatar el golpe de estado —sus ojos vuelven a posarse sobre la rubia, recorriéndola de arriba a abajo, una sonrisa asomando en su rostro—. Y tengo que confesarles que me siento excitado ante la idea de servir a una mujer que es una diosa... A dos, cómo no, ¿Cómo no voy a reconocerte, Nairobi? No creas que no.

Denver se cruza de brazos, manteniéndose serio. —Pues más te vale rezarle a estas diosas, porque una de ellas tiene tu morfina y no es tu mujer. Que no se te olvide.

Roma asiente, haciendo un puchero. Su cuerpo se dobla hacia Berlín, alzando una mano para acariciar su mejilla.

—Ya me conocen, cariño —el hombre hace una expresión de inconformidad, mientras Nairobi suspira.

—Regresando a lo que nos importa —la mujer coloca sus manos en el escritorio—. ¿Qué es el plan Chernóbil?

—Un plan desesperado —confiesa Roma—. Pero poético.

—Consistía en soltar la billetada en globos desde la azotea, pinchar los globos con disparos y provocar una lluvia maravillosa. Llamar a los medios, las radios, las televisiones–...

Denver lo corta.

—O sea, como la calbagata de los Reyes Magos, pero con billetes de cincuenta.

—¿Ese es el plan Chernóbil? —pregunta Nairobi, incrédula.

—Miles de personas recogiendo la pasta, sembrar el caos entre la policía. Imagina, mil millones de euros cayendo del cielo.

—Ropa de civil como rehenes para mezclarnos. Y se suponía que la policía no conocería el rostro de ninguno de nosotros, así que no hubiese sido difícil, ¿Saben?

—Muy bonito.

—Ya sabéis que el Profesor es un idealista. Le importa más el mensaje que el dinero. Y no dije nada porque hay que respetar los tiempos.

Roma miró de reojo a Nairobi, observándola con semblante pensativo.

—¿En qué piensas?

—Qué tanto podríamos aumentar la producción —ella levanta la mirada, respondiendo simple antes de agarrar su megáfono y asomarse por la puerta, llamando al señor Torres.

Berlín entrecierra los ojos, volteando la cabeza, el ruido aturdiendo su oído. La Ciudad Eterna se levanta del escritorio, sacando una navaja de su bolsillo —la había empezado a cargar con ella desde el asunto de la ruleta rusa— para cortar la cinta que amarraba las muñecas de Berlín.

—¿Qué? —ella se encoge de hombros cuando tiene tres pares de miradas—. No es como que vaya a hacer algo, ya dijo que iba a acatar.

Al instante, Berlín la agarra de la cintura, tirando de ella, obligándola a sentarse en su regazo.

—Pequeña traidora —él acusa en su oreja, ocasionando que ella sonría con gracia, bufando.

—Gran egoísta retrógrada —ella murmura en su cara.

Al segundo, tocan la puerta y Nairobi hace pasar al señor.

—A ver, ¿Podríamos aumentar el ritmo de impresión?

—A ver, poder, podríamos, pero correríamos un gran riesgo —entre las dos se miran—. Si se nos atasca, tardaríamos entre tres o cuatro horas en liberar la máquina.

—Necesito que nos calcule en cuánto aumentaríamos la producción, por favor —pide Roma.

—De acuerdo, señorita Roma —el hombre mayor asiente, saliendo de la oficina para cumplir la orden.

Cuando el jefe de la producción de dinero regresa, el grupo enterándose que aumentarían la productividad en dos millones cada hora, basta un asentimiento de Roma para que Nairobi lo haga realidad, estableciendo que se aumentaría el ritmo y las paradas técnicas serían cada seis horas, obteniendo otros dos millones.

—Esto lo levantamos como que me llamo Nairobi —Denver ríe y Roma vuelve a asentir, satisfecha.

          DE LOS LABIOS DE LA CAPITAL DE KENIA SALIÓ EL PLAN CAMERÚN, Roma escudriñando la mirada, tratando de recordar aquel plan.

Recordó la esencia de, en aquel momento el Profesor había hecho una referencia al fútbol que la hizo desconectarse del tema, desinteresada.

—Vamos a soltar a los rehenes que tenemos en el sótano y van a venir una periodista y un cámara para grabarlo. Vamos a necesitar a alguien que haga la entrevista. Y mi opción eres tú, Rio.

El muchacho de rizos se encontraba con la mejilla apoyada en el hombro de Violeta, una mirada perdida y turbada hicieron que ella comenzara a acariciar su cabello minutos atrás.

—No está en condiciones para hacerlo, Nai —establece la rubia, manteniéndolo contra su cuerpo al tener su mano libre rodeando su costado, ocasionando que su marido chasquee la lengua, molesto.

Nairobi había ahogado una sonrisa divertida al entrar a la habitación y verlos. Desde su posición, tenía una vista perfecta de los tres, y no pensaba comentar nada al respecto. Mientras Roma abrazaba a Rio contra su pecho, Berlín, por su parte, refunfuñaba con desdén. Sabía que si iniciaba una discusión terminaría siendo el perdedor, así que se mantuvo firme en su decisión de seguir abrazando a Roma, con un brazo rodeando su cintura y una mano en su muslo.

Tanto Denver, como Helsinki y Nairobi se ofrecieron, pero Roma no aprobó a ninguno.

—Lo hará Berlín —declara, echando una mirada de reojo a su marido, consiguiendo un asentimiento en obediencia—. El mundo ya conoce su rostro. Es mejor que tengan una cara conocida a que conozcan a alguien más de la banda.

Nairobi asiente, no completamente convencida. —Te escucho, Roma, y no es por querer demeritar tu mando, pero si hay un tío en esta vida que yo no le he visto nunca sentir pena ni dolor, ese es Berlín.

La joven hace una mueca, comprensiva, pero no desiste, después de todo conoce demasiado bien a Berlín, sabiendo de lo que es capaz.

—No menosprecies a alguien que sabe hacer bien su trabajo, Nairobi. Yo puedo ser un buen maestro de ceremonias —su vista recae en Helsinki.

—Tiene razón —concuerda el mencionado—, sabe interpretar muy bien.

Roma asiente en apoyo. —Confía —pide con voz solemne, bajando el tono para no perturbar a Rio—. Berlín sabe cómo maravillar al espectador.

Las palabras la terminan por convencer, girando a Berlín con cara de pocos amigos.

—Muy bien. Lo harás tú.

El hombre asiente con una sonrisa gratificante.

          ENTRE SUS DEDOS, el dije de origami con forma de león brilla tenuemente. El camarógrafo y la periodista se colocan frente a ella, cubriendo parcialmente su vista de Andrés, quien interpreta el papel de un criminal arrepentido, decidido a rendirse, incapaz de sobrellevar las emociones desbordadas por el atraco.

—Yo, sin ir más lejos, tengo una enfermedad degenerativa llamada miopatía de Helmert. La policía lo sabía y no han tenido reparos en difundir mentiras sobre mí —su tono es afligido, Roma casi puede ver caer una lágrima de cocodrilo.

Aunque Berlín se sentía afectado por la difamación, su esposa sabía que los sentimientos que recorrían su anatomía, desde el primer momento, no eran de aflicción, sino de furia.

—Yo quiero decir algo. Yo puedo ser un ladrón —continúa—, lo he sido toda la vida. He robado bancos, he atracado joyerías, he asaltado mansiones, pero nunca he vendido a nadie —su voz se fortalece, dejando un ligero temblor en su labio inferior mientras sus ojos se cristalizan—. Nunca he vendido a una mujer. No soy un proxeneta que trafique, que viole a menores, no lo soy. Pregúntele al salir de aquí a la policía en qué sumario se guardan esas causas.

—¿Quiere decir que la policía ha mentido a la opinión pública?

—La policía miente —afirma el hombre, dando un paso al frente—. Y no solo le han mentido a mis amigos, ellos han pisoteado el nombre de mi familia y han manchado la relación que mantengo con mi mujer.

Él la busca y sus miradas se encuentran, una petición silenciosa para cerrar la transmisión con broche de oro, así que ella deja su arma y máscara con Nairobi, recibiendo el foco de la cámara cuando se coloca a lado de Andrés.

—Ella es mi mujer, Violeta de Fonollosa —suspiró, mostrando un sentimiento genuino ante la cámara. Su amor y adoración por la rubia eran evidentes—. En todo este tiempo, ella ha sido quien me ha mantenido luchando contra mi enfermedad. Desde que la conozco, he dedicado mi vida a procurar su felicidad y bienestar. Nunca le he puesto la mano encima, nunca la he lastimado. Me entregaría ahora mismo y pasaría lo que me queda de vida sufriendo en prisión si con eso ella pudiera escapar.

Roma esboza un puchero, conmocionada por la declaración de Berlín, asegurando su amor al mundo. Coloca una mano sobre su pecho, creando una cercanía íntima para el público. Su rostro se vuelve hacia ella, aún hablando para la audiencia, pero también para Roma.

—Tengo el mismo derecho que cualquiera a morir en paz, junto al amor de mi vida. Merezco que me veas partir con dignidad.

Violeta se dejó llevar por el tono contundente de Berlín, lanzándose a sus brazos para chocar sus labios en un beso cargado de anhelo y entrega. Ambos fueron absorbidos por la intensidad del discurso, al punto en que Nairobi tuvo que colocar una mano en el hombro del camarógrafo para cortar la transmisión.

          EL TIMBRE DEL TELÉFONO INTERRUMPIÓ LA ATMÓSFERA DEL MATRIMONIO FONOLLOSA. Los muslos de Roma se presionaban contra los costados de las caderas de Berlín, en medio de un beso apremiante la mano de la rubia se había colado dentro del mono de su marido, más allá de su camiseta gris para deslizarse a través de su abdomen, sintiendo los dedos de él sostener la base de su cuello, presionándola contra él mientras su mano contraria recorría la curva de su espalda baja.

Ella se quejó entre dientes, y él suspiró profundamente, inclinándose hacia el dispositivo para tomar la llamada. Con la mano, presionó el altavoz mientras la otra permanecía en la espalda baja de Roma, arrastrando sus dedos sobre su piel.

—Qué sincronización tienes para interrumpirnos, Profesor —la joven bufa, burlándose, sacando su mano de la camiseta de Berlín para otorgar seriedad a la llamada.

—¿Qué sucede? —el español le palmea suavemente la espalda.

—El subinspector Rubio va a salir del coma.

La pareja se mira cuidadosamente.

—¿Qué probabilidades hay de que sea cierto?

—No lo sé.

—Oh, eso es de parvulitos de la policía —desestima Andrés.

—Demasiado —secunda Violeta—. ¿Lo escuchaste en las noticias? —el hombre afirma y ahora ellos se burlan en conjunto.

—Decir que la víctima va a salir del coma para que te presentes al hospital a rematarlo no funciona ni en las series del domingo por la tarde.

—Si han dado nombre del hospital e incluso el número de habitación —Roma exhala con una sonrisa incrédula—, es que definitivamente es una trampa.

Sergio calla unos segundos, reflexionando, antes de hablar. —¿Y si no lo es? Es la única persona que sabe quién soy, el único cabo suelto.

—¿En qué habitación lo han metido?

—En la ciento diecinueve. Sé que es una trampa al noventa por cien.

—Al noventa y nueve por cien —corrige el matrimonio.

Un suspiro se escucha al otro lado de la línea. —¿Pero vamos a dejar uno por ciento al azar?

Ante la preocupación de su hermano, Andrés toma el mando sobre la situación.

—No, vas a tener que presentarte allí y comprobar si es una trampa. Y si no lo es, acabar con él.

—Sergio no es capaz de matar —ella musita, recordándole.

—Entrar en un hospital en donde, con toda probabilidad, habrá unos cincuenta policías esperándome.

—Va, Sergio, piensa, coño —Violeta sonríe, divertida, reprimiendo una risa al escuchar cómo le habla Andrés a su hermano menor. Este, por su parte, comienza a formular una estrategia para no ser atrapado—. Te has pasado la mitad de tu infancia en un hospital. ¿Qué manera hay de entrar en una trampa sin que te pillen, sabiendo que te está esperando la caballería?

Berlín y Roma aguardan, viendo el teléfono como si fuera el Profesor y pudieran observar su comportamiento.

La manera es desbocando —un golpe seco se escucha en el fondo—, a la caballería.

—Entonces hazlo —puntualiza Roma—. Y ten cuidado, por favor.

Marquina emite un ruido de afirmación, agradeciendo el apoyo, antes de agregar una última cosa.

Díganle a Rio que haré lo posible para sacar a Tokio de la cárcel.

Cuando cuelga, Roma gime, fastidiada.

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