❛ 𝗶𝗶. 𝗍𝗈𝗆𝖺 𝖽𝖾 𝗅𝖺 𝖿𝖺𝖻𝗋𝗂𝖼𝖺.




❛ 𓄼 CAPÍTULO DOS 𓄹 ៹




          EN EL TRANSCURSO DEL VIAJE EN COMPAÑÍA DE RÍO Y LOS REHENES —oficiales y conductores—, recostada boca abajo sobre el regazo del ruloso debido a mi aburrimiento charlábamos de tonterías insignificantes, hasta que llegó su momento de impedir a las cámaras identificar a Berlín, colocando sin previo aviso su portátil en mi espalda, usándome como mesa. Sin embargo, no tuvo quejas de mi parte.

La desesperación pinchó a mi nervio teniendo que escuchar a la máquina sacar las bobinas del camión donde se encontraban dos de nosotros, y de no ser por Río y mi perfecta manicura rojiza me hubiese mordisqueado las uñas.

Inspiré hondo y me coloqué la careta subiéndome la capucha, presionando el arma contra mi pecho. Solo me bastó escuchar los disparos de mis compañeros para salir corriendo del camión recargando el arma y advirtiendo a todo el que se moviera.

Recorrimos cada una de las oficinas con la intención de agrupar a los rehenes en el vestíbulo, y una vez ahí, el ruido se multiplicó acompañando a los gritos de los adolescentes.

Profesor, tenemos un problema. No veo al corderito —escuché por el auricular a Tokio.

—Sube —ordeno sin entrar en desesperación tan fácilmente; el corderito era pieza clave en nuestro plan—. Quedan los baños por revisar, Tokio.

Acomodamos a los rehenes según lo planeado, poniéndoles antifaces y posicionándonos en medio de ellos. Cuando por fin Tokio bajó con el corderito y otro chico, me permití volver a respirar, poniéndoles el antifaz a ellos también.

Todo el equipo se quitó las caretas sonriendo unos a otros.

—Lo primero —comenzó el líder—, buenos días —me miró con una sonrisa pretenciosa sabiendo que su saludo hipócrita me haría rodar los ojos. Me mordí el labio desviando la mirada de la suya, conteniendo una sonrisa—. Soy la persona que está al mando. En breve, espero escuchen la voz de mi mano derecha. Antes de nada, quiero... Presentarles mis disculpas. Realmente no son formas de terminar la semana.

Sin dejar de prestarle atención a Berlín, camino alrededor de nuestro punto de atención, escuchando a Denver y Río pedir los móviles junto contraseña y nombre del propietario.

—... Pero ustedes están aquí en calidad de rehenes. Si obedecen les garantizo que saldrán con vida.

—¿Para qué necesita el PIN? —capto la protesta en pregunta de uno de los rehenes, llamando mi atención mientras caminaba a ellos.

—A ver, hombre —me cruzo de brazos, burlona—, que si un hombre armado te pide el PIN no estás en las condiciones de negar o preguntar —no deseaba hacer de la estadía de los rehenes en estos días un infierno, pero había cosas que mi lengua no podía callar.

—Esa, damas y caballeros —la voz de Berlín se escuchó un tanto alejada—, es la voz de mi segunda al mando. Es una hermosura cuando quiere, pero puede llegar a morder —sonreí, lanzando un beso a su dirección.

—Así que —continuó Denver—, o me das el puñetero PIN o te lo saco a culatazos. Tú verás. PIN.

—uno, dos, tres, cuatro —solté una carcajada recargando mi frente en el hombro de Río, siéndome imposible reprimirla.

—Con toda la cara de listo que tienes y pones esa mierda de PIN. Menudo gilipollas. Tu nombre.

—Arturo.

—¿Arturo qué? —rebato.

—Arturo Román —maldito día en el que lo conocí, y maldito día en el que nació. Aquel hombre era como darse golpes repetidos contra la pared.

—Arturo Román. Muy bien. Arturito.

Me giro a mis espaldas cuando escucho nada más que las respiraciones nerviosas y abrumadas de los rehenes, pero no la voz de Berlín, encontrando a mi marido tomado de las manos de una rehén, lo que no me hubiese molestado si no tuviera su frente pegada a la de ella.

—Tranquila, Roma —el rizado apoyó su mano en mi hombro, pero la deslicé fuera acercándome a mi esposo.

—Creo que la chica necesita espacio para respirar, cariño —murmuro en su oído. Él suavizó su rostro al verme, alejándose de ella, pero aún con la intención de tranquilizarla.

El timbre de uno de los teléfonos fijos de la fábrica suena, desvío mi mirada a Berlín y luego al electrónico.

—La señorita Mónica Gaztambide, por favor —llamé con voz amable, recordando su función de empleo. Esperé y conté exactamente diez segundos antes de volver a repetir su nombre—. La señorita Mónica Gaztambide, ¿Sería tan amable de dar un paso al frente? —la mencionada, una mujer de figura delgada y de cabello rubio y ruloso, dio un paso al frente.

Como esperaba, Berlín la amenazó para que no echara a perder nuestros planes, siendo la buena actuación de Mónica que fue alabada por mí y mis aplausos.

          SUBÍ LAS ESCALERAS QUE LLEVABAN AL SEGUNDO PISO CON BERLÍN A MIS ESPALDAS, dirigiendo nuestros pasos a la sala de control, donde se encontraban algunos móviles ya pegados a la pared.

—Cámara acorazada abierta —escuchamos a Denver. Nos damos una sonrisa de satisfacción al oírlo.

—Poneos los chalecos y preparaos para salir —ordenó Berlín—. En cuanto estéis activaremos la alarma.

Cinco minutos después, Tokio, Río, Nairobi, Denver y yo, bajamos las escaleras una vez tenemos puestos los chalecos a prueba de balas bajo el mono y los guantes blancos, cargando una bolsa de dinero cada uno, además del arma.

El resto se adelantó a su posición, yo busqué a Berlín, quien permanecería con los rehenes. —Falta poco, saldrá de maravilla —aseguré.

Le di un abrazo que me correspondió con una sonrisa esbozándose, y corrí tomando mi posición al frente en la formación.

Treinta segundos —avisó Berlín.

          —ES FUNDAMENTAL —recalca—, que la policía no tenga ni la más mínima idea de lo que estamos haciendo —había dicho el Profesor en la finca de Toledo, todos rodeándolo a él y a la maqueta—. Vamos a hacerles creer que entramos a robar, que nos sorprendieron huyendo con el dinero y que todo se jodió, que sacamos las armas, disparamos a bocajarro y no tuvimos más remedio... Que recular. Y entonces, sin haber herido a nadie, nos metemos dentro. Que piensen que estamos acorralados como ratas.

          CONTANDO MENTALMENTE, faltando quince segundos, no estoy ni cerca de dar la orden que Tokio sale disparada con la careta puesta.

—¡Tokio, coño, aún no! —le grito siendo ignorada, Río secundando mis palabras, pero teniendo el mismo resultado.

Entonces, el susodicho, sin pensarlo, salió segundos después de ella, disparando igualmente.

—¡Me lleva la chingada! —este era un granito de arena en la montaña que teníamos por delante y este par ya la había cagado.

—¡Río. Río! —escuchar el disparo y luego el grito de Tokio fue lo que me aceleró el corazón, poniéndome la careta y disparando a bocajarro —acorde al plan— gritándole a Denver y a Nairobi seguir mis acciones.

—¡Cúbranme, voy por Río! —grité. Bajé los escalones tomándolo en brazos y jalando de él de regreso a la fábrica, pero una rozadura en mi hombro desestabiliza mi agarre en él—. ¡Maldita sea! —suelto un quejido.

—¡Roma!

—No se muevan —insisto como orden, logrando arrastrar a Río dentro, siendo seguidos por el resto—. ¡Río. Río! Por favor, tío, no te mueras. Eres muy joven todavía —la angustia subió por mi garganta al ver la herida de sangre en su sien, pero al quitarle la careta noté que solo era una rozadura al igual que la mía—. Dios —me permití respirar echándome a un costado, ignorando los gritos de Nairobi y Denver a Tokio.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top