❛ 𝗶. 𝖽𝖾𝗆𝗈𝖼𝗋𝖺𝖼𝗂𝖺 𝖾𝗇𝗍𝗋𝖾 𝗅𝖺𝖽𝗋𝗈𝗇𝖾𝗌.
❛ 𓄼 PRIMER CAPÍTULO 𓄹 ៹
80 HORAS DE ATRACO
5:59 P.M.
LA PRODUCCIÓN DEL DINERO SE ENCONTRABA A GRAN MARCHA, los rehenes cooperaban de buena gana con la ilusión de recibir un millón de euros y la marea que constaba de la inspectora Murillo y los policías se encontraba en calma, relativamente. Verdaderamente Roma no podría estar más orgullosa de su equipo. Pero, ¿Por qué la incertidumbre y el nerviosismo rondaban la mente de cada uno de los atracadores? El motivo era el mismo. El Profesor.
Tres llamadas de control sin contestar, siendo dieciocho horas desde la última comunicación con Sergio, si se completaba el ciclo de veinticuatro horas los líderes del atraco tendrían que implementar el plan de huida. El plan Chernóbil, del cual solo ella y Berlín tenían conocimiento.
—Tampoco sabemos nada de la policía. Seguro que está pasando algo fuera. ¿Qué hacemos? —Moscú miró de soslayo a Berlín, sentado en la cabecera de la mesa bebiendo de la taza con suma tranquilidad. Detrás de él Roma, con ambas manos acariciando distraídamente los hombros de su marido, estaba con sus propios pensamientos. Pensamientos que se remontaban a la noche antes del atraco.
—Hum... Bueno, todavía queda una llamada para completar el ciclo a las doce de la noche —dejó su servilleta dentro de la taza tras limpiarse, levantándose de la silla y acercándose al mueble superior. Roma al mismo tiempo se alejó, atisbando el exterior desde un lugar seguro cerca de la ventana.
—¿Qué ciclo? ¿El ciclo de la puta ratonera?
—Creo, compañeros míos —la rubia dejó de darles la espalda, esbozando una sonrisa perezosa—, que estamos olvidando quiénes somos. Los atracadores no podemos alterarnos; arruinará la vibra de los demás aquí. No hay razón por la cual alterarse, no hasta que Berlín y yo lo estemos, al menos.
Nairobi y Tokio fruncieron el ceño, la primera sorprendida de la quietud de la segunda al mando. Le sorprendía, y mucho, que siendo tan joven y vivaz fuera lo suficientemente madura como para encerrar sus preocupaciones y hacerles frente, como el resto de unos pocos años o varios más que ella, no parecían poder demostrar.
—El Profesor estará atando algún cabo suelto. No hay nada de qué preocuparse aún —la rubia le lanzó una mirada de reprimenda a su espalda—. De momento seguimos vigilando a los rehenes —alzó una copa hacia Roma, mientras hablaba, preguntando si gustaría tomar vino. Ella asintió, tentada—, e imprimiendo dinero con tranquilidad. Nosotros vamos a descansar un poco.
Roma fue a seguir a Berlín, cuando la voz de Tokio los detuvo. Por supuesto tenía que ser ella.
—Están de coña —la rubia suspira, tomando de las manos de su marido las dos copas vacías—. ¿Con el marrón que tenemos encima y se van a ir ahora a follar?
—Ay, Tokio, por favor —se queja Berlín girándose a ella. Violeta se coloca junto a él, dando suaves caricias a su espalda.
—¿Qué?
—No hay ninguna necesidad de que te pongas en plan ordinario. No te hace falta. No te sienta bien. Eso, primero. Y segundo, si mi mujer y yo tuviésemos que buscar algún aliado aquí, en esta banda, en términos hedonistas, esa serías tú —sonríe—. ¿Qué ha pasado con el Carpe Diem?
—Ha pasado —se acerca a él, retadora, haciendo que Roma vuelva a suspirar y se posicione un paso delante de Berlín, protectoramente—, que el plan se ha caído a putos pedazos y que a lo mejor a ti te da igual —lo golpea con el dorso el pecho, haciendo que el matrimonio la mire asqueado y ofendido—, porque estás desahuciado, pero a mí no.
Ambos asintieron, como si estuvieran escuchando sus palabras, cuando en realidad le estaban dando la larga. —Nos vamos.
—Hijos de la gran puta —se levantó Nairobi, aunque Roma sabía que no lo decía con total crueldad.
—Otra —Berlín rodó los ojos, pero se volteó a su compañera, al igual que Violeta.
—¿De verdad se van a ir a follar en este momento?
—Mejor nosotros que follar a un rehén —se defiende Roma, encogiéndose de hombros.
Nairobi se burló. —No hay nada más rastrero en esta vida que follarse a una rehén —concuerda.
—Eh... Tampoco es tan malo estar con una rehén, ¿No? —Denver pregunta, nervioso. Todos se giran a él, cada uno con diferente expresión—. ¿Qué pasa? A mí se me puede acusar de follar bien o de follar mal, pero no de follar a punta de pistola —Roma escondió la mitad de su cuerpo detrás de Berlín, incómoda por la mirada que ahora le era dirigida a Denver por su padre, pero aún queriendo presenciar la escena.
—Denver... No —niega Nairobi, abatida.
—Híjole —murmura Roma. Berlín suelta una exhalación, en risa.
—¿Qué pasa? Pues sí, pues sí, yo tengo una relación. Con Mónica Gaztambide.
Nairobi le gritó, culpando al síndrome de Estocolmo cuando en realidad no había enamoramiento.
—Tenemos que dejar de echarnos mierda encima. Estamos en una situación crítica.
—No —niega Berlín en su tono juguetón, fastidioso—. En una situación crítica estaremos si el Profesor no llama dentro de seis horas —Roma asiente, cruzándose de brazos—. Y entonces activaríamos el plan Chernóbil —dejó caer sus brazos a los costados, volviendo a mirar mal a Berlín a su lado dándole un golpe a sus costillas con el codo.
—El Profesor no, no dijo nada de eso —ahora todas las miradas estaban en ellos—. ¿Qué es el plan Chernóbil?
—Pues —Roma se remueve—, tranquilo, suena mal, sí, sabemos cómo acabo, pero el Profesor solo lo nombró dramáticamente —desestima, sacudiendo la mano a un lado de su cabeza.
—Si todo sale bien, nunca llegaréis a saberlo. Así que, por favor, vamos a tener un poco de paciencia. ¿De acuerdo? —su joven mujer rueda los ojos, dando un paso frente a él porque Tokio vuelve a acercarse peligrosamente, con una mirada que pretender atravesar el cráneo del hombre en un agujero. Ella le regresa la mirada, aburrida, tentadora, como si quisiera que Tokio la enfrentara ahí mismo—. Ahora, si nos disculpáis —su mano libre se posó en la cadera de la rubia, mandando descargas eléctricas hacia ambos cuerpos—, vamos a vaciar la mente.
Esta vez pueden cruzar la puerta sin nadie o nada que los detenga, Roma relajándose ante el tacto de Berlín en su cadera, y su torso y pelvis pegadas a su espalda y trasero, caminando a la par y sonriendo, enamorados.
❛ POR UNA CABEZA ❜ Tango, comienza a reproducirse en la radio que Berlín ha encendido. Roma había bajado las persianas y encendido las luces para darle un toque íntimo y romántico al momento, otro juego preliminar. Este era suave, alejado de lo que solían hacer, temiendo no salir y no volver a tenerlo.
Berlín depositó ambas copas sobre la mesa, la de Roma vacía y la suya cerca de estarlo. Ella aguardó a que regresara con las manos detrás de la espalda, cuando él se colocó frente a ella, admirando y estudiando sus ojos por medio minuto, levantó sus manos, extendiendo las palmas a ella. Roma deslizó delicadamente sus dedos a través de las palmas, trazando y acariciando, hasta que las tomó, entrelazando sus dedos. Él le rodea el cuerpo, tirando de ella hacia él, sintiendo las manos de su marido en sus caderas, comenzando a deslizarse de un lado a otro.
—Roma... —murmura Berlín a su oído cuando posa su frente contra su sien—. Violeta... Cariño. Te miro y recuerdo todo lo que hemos vivido desde que nos conocimos. Cada día que hemos crecido y todo lo que sé de ti viene a mi cabeza. Cada sonrisa, cada lágrima, cada momento de felicidad. Eres para mí mi más grande tesoro que he podido robar jamás —Roma parpadea, ahuyentando las lágrimas de amor y dolor, un brazo sobre el hombro de Berlín y el otro rodeando su torso—. Aún recuerdo haberme sentido como el hombre más afortunado cuando tuve la oportunidad de siquiera cogerte de la mano.
La rubia permaneció callada, no era su momento de responder, pero su cuerpo reaccionó a las palabras apoyando su mentón sobre el hombro de su marido, inclinando su cabeza al lado contrario.
—Las primeras veces son especiales. Únicas. Pero las últimas veces son incomparables. No tienen precio.
—Berlín... —Roma suplica sin resistirse, nunca estando con él, siendo callada por el hombre. Sus manos ya no están en su cintura, ahora ahuecan su rostro, colocando su pulgar sobre los labios rosados de Roma, borrando un poco de su labial.
—Lo qué pasa que la gente... Normalmente no saben qué lo son —él continúa, ordenando implícitamente que su atención se dirija a él, a sus palabras—. Sabemos que no me quedan muchos meses de vida, es algo que hemos decidido dejar en manos del azar, pero lo único que realmente me importa ahora, sobre mi vida y mi muerte, es saber... —se detiene un segundo, sus pulgares acarician las sienes de la rubia, estando tan cerca el uno del otro que Berlín comienza a susurrar porque perfectamente sabe que es escuchado, y por teñir el ambiente a uno íntimo—... Que voy a vivir para siempre, aquí dentro, de esta cabecita tan maravillosa, de este corazón tan eléctrico —su mano derecha baja, posándose por encima del pecho izquierdo, donde va su corazón—, y este cuerpo tan angelical.
—¿Quieres hacerme llorar? —Roma gimotea, ocultando una sonrisa mientras sorbe la nariz y trata de quitarse de los ojos lágrimas que buscan derramarse.
—Sabes que siempre me ha encantado ponerte emocional —se sincera Berlín, esbozando una sonrisa que puede ser de orgullo—. En cualquier caso, te mereces una respuesta —Berlín toma a Roma de los hombros, sentándola sobre el sofá bajo la ventana, arrodillándose frente a ella—. Los dos sabemos que soy muy egoísta para pedirte que sigas con tu vida romántica después de que fallezca–...
—Y yo jamás lo haría —se apresura en interrumpir y asegurar—. No habrá nadie después de ti. Nunca nadie me amaría de la misma forma, y nunca sería recíproco.
Berlín baja la cabeza, ocultando su rostro. Su expresión refleja la aceptación por aquellas palabras. —Pero quiero que vivas tu vida como si nunca fuera acabar. Por los dos. Quiero que cada semana despiertes en una ciudad distinta, rodeada de la belleza de las joyas y del arte que robaste la noche anterior. Quiero que la llama de la adrenalina que se encendió cuando nos conocimos nunca se extinga, y que Sergio tenga que correr detrás de ti resolviendo los daños colaterales que dejaste a tu paso.
—Pobre de él. Tendrá que volver a aguantarme —la voz se escapa en un hilo de sus labios, su garganta cerrándose de a momentos.
—Él nunca ha usado ni usaría esa detestable palabra para describir tu presencia a su lado —Andrés toma las manos de Violeta entre las suyas, besando sus nudillos—. Quiero que sepas que eso deseo para tu futuro. El mismo que tu presente, solo que ya no estaré a tu lado —sus ojos se nublan por las lágrimas, conteniéndolas. Eran escasas las veces en las cuales ella lo había visto llorar—. Pero te prometo que estaré moviendo los hilos de cada paso tuyo, así me aseguro que estés viva y llegues a mi edad, y comprendas que el amor que te he ofrecido era el resplandor en mis tiempos de cólera.
Los ojos de la rubia se encuentran rojos, sollozando a un volumen bajo, tratando de contener sus ruidos para no monopolizar las palabras de su marido. —¿Quie–res que te–te lo pro–prometa? —sus palabras chocan entre sí, sus dedos aprietan con fuerza los de él.
—No me sirve una promesa, porque solo te hundirá en lo que me debes. Quiero que lo intentes, que sea un propósito que logre hacerte seguir en pie cuando estés lista.
Roma asiente. —Lo intentaré. Lo–... —se calla, una sonrisa avergonzada surcando sus labios. Berlín se ríe—. Lo siento. No lo voy a prometer. Pero te haré sentir orgulloso. Por cada paso, cada ciudad y cada atraco.
—Esa es la mujer que amo —Berlín se levanta lo suficiente para inclinarse al escritorio, tomando un pañuelo que él había llevado. Limpia las lágrimas del rostro de su esposa con suma delicadeza, besando cada pedazo de piel blanca suya.
—¿Qué debería de hacer cuando tú... Cuando pase? —murmura unos segundos después, más calmada, pero no en paz. Su voz se escucha como si estuviera distanciada.
—Mi anillo es tuyo. Mi entierro será en aquel monasterio en el cual nos casamos. Ya arreglé todo para que no tuvieras que hacerlo tú —el corazón de la mujer se sacude, aún en sus últimos meses de vida Berlín tenía resuelto sus asuntos para que ella no tuviera que verse en la angustia de hacerlo—. Tú y yo en estos momentos es lo único que queda, lo demás no me importa. Nunca lo ha hecho.
—Me encanta cuando me hablas como si fuera la única mujer en el mundo. La única en comprenderte.
—Es porque eres la única mujer en mi mundo que me comprende y me fascina cada segundo que respiro, cariño —Berlín acerca la cabeza de Roma hacia él, tomándola del cuello, plasmando un beso en su frente y luego sobre sus labios.
Cuando Roma planeaba envolverse en el cuerpo de Berlín, las puertas de la oficina se abren, dejando ver a Tokio con un rostro alarmado.
—Berlín. Roma. Ha pasado algo... Grave.
Los reyes se miran antes de levantarse, siguiendo a Tokio a la sala de control. Al abrir la puerta y entrar sus ojos recaen en la televisión encendida. Roma se mueve para estar frente a todos, las noticias presentando al Profesor en medio de varios oficiales de policía a la entrada de la residencia que habitaron en Toledo.
Tokio señala la televisión. —Han detenido al Profesor.
—Coño, si lo están interrogando en la puerta de la casa de Toledo —Río secunda.
Unos segundos más y la televisión deja de funcionar, las palabras ❛ Sin Señal ❜ apareciendo en inglés.
—Joder —Río se levanta para intentar arreglarlo, pero Roma ya sabe que les han cortado la señal—. Mierda.
—Se habían tardado —ella dice en voz alta, aunque no es para ninguno en específico.
—No quieren que nos enteremos —Tokio declara, pasando rápidamente a la angustia—. Y si no quieren que nos enteremos es porque van a entrar. Podemos quedarnos de brazos cruzados cinco horas o poner en marcha el puto plan Chernobil, que a mí cada vez me suena mejor —se para delante de Berlín y Roma, mirándolos con apremio.
—El plan Chernóbil es para situaciones desesperadas —Berlín no pierde la calma que lo caracteriza, respondiendo sin inmutarse—. Y no sé si esta es la situación más desesperada que podemos soportar —se giró al resto de la banda—. ¿Lo es? Aviso, es un plan en el que perderíais todo el botín —un silencio se instala en la habitación—. Nosotros personalmente no tenemos gana de renunciar, ¿Y tú? ¿Vas a renunciar ahora a todo por lo que has luchado tan duramente, Tokio?
—Chicos, tienen al Profesor —insiste la pelicorta—. No va a haber ningún túnel en el hangar, porque van a estar los puñeteros geos esperándonos. Estamos en la puta ratonera.
—Dentro de cinco horas el Profesor va a llamar —Berlín alza la voz para hacerse escuchar por sobre la histeria de Tokio—. Nosotros seguimos creyendo en él.
—¡Ja!
—Es más, no me apasiona la democracia, pero ahora me están entrando unas ganas locas de votar. ¿Quién sigue creyendo en el Profesor? —la pareja es la primera en alzar la mano, Roma abriendo la boca.
—Solo quiero recordarles que en una situación como esta los policías actúan primero y preguntan después. No interrogarían al Profesor en un lugar que estuviera televisado, descubierto y sin cadenas encima de él. Solo una persona lo estaría interrogando, la inspectora a cargo, no un montón de policías con chalecos amarillos —Roma inspira aire después de soltar las palabras una detrás de otra—. Además, el Profesor estaría más alterado, yo lo veo muy tranquilo.
—¿Helsinki? ¿Oslo? —los serbios los miraron, sin ápice de duda.
—Nosotros creyendo en Profesor —declara el primero por los dos.
Berlín busca y decide preguntarle a Río, quien no se demora en ponerse de lado de Tokio. Roma rueda los ojos, apuntándolos directamente a Moscú.
—¿Moscú?
—Yo entré aceptando unas reglas. Y las reglas no se han quebrantado —le devuelve la mirada al matrimonio, afirmando su apoyo en el Profesor—. Sigo confiando en el Profesor.
—¿Denver?
—Yo voto por salir de aquí, pero ya. A mí eso de ser multimillonario como que se me queda un poquito grande.
—Pero estabas muy feliz hace no mucho cuando encontramos tierra —la rubia comenta, dirigiendo sus pasos a Nairobi, plantándose frente a ella—. Nairobi, el voto de cada uno cuenta —aún cuando la morocha decidiera estar del lado de Tokio seguían siendo cinco contra cuatro. Y la fuerza estaba de su lado.
Nairobi resopla, pero habla con pesar. —Yo tengo una muy buena razón para estar con el Profesor, y si no salta en pedazos, voy a creer en él hasta el final. Estoy con Berlín y Roma —dice para su frustración, siendo que no se imaginaba en algún momento admitir estar de su lado.
Berlín y Roma se ríen. Ambos se quedan mirando a Tokio, pero ella ante su derrota no es capaz de regresarles la mirada.
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