CAPÍTULO 7

<< Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos? ¿O serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza? >>
PABLO NERUDA

(POV Luffy)

Hay tres cosas en este mundo de las que no se puede huir: la verdad, el tiempo y el amor. Y tú, conociendo tantas cosas como asegurabas saber, seguías corriendo en contra del viento, alargando la espera, la angustia y el sufrimiento.

Lo reconozco: no quería perdonarte porque me estabas costando sonrisas con mis amigos, cajas de pañuelos y lágrimas. Muchas lágrimas. 

No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré tanto, pero hasta entonces siempre había encontrado la manera de salir de esa laguna en la que permanecía estancado, ahogándome. Sin embargo, tu caso era un tanto diferente: me dolía cuando no te veía, y cuando lo hacía, me dolía el doble porque la mano de la que caminabas no era la mía.

Era incapaz de entenderlo: por fin te había dicho mi nombre y lo habías susurrado tantas veces en mi oído que conseguiste hacerlo tuyo. ¿Acaso habías olvidado lo bien que sonábamos juntos, o la perfección con la que encajaban nuestros cuerpos, o la magia que despedían nuestras miradas cuando nuestros ojos se encontraban por primera vez a la mañana siguiente?

Nami me había descubierto tu secreto, que al parecer, tenía nombre y apellido. Un pelirrojo con el que acostumbrabas a verte mucho antes de conocerme, del que siempre te jactabas por ser peor pianista que tú, pero del que te enorgullecías profundamente. Tu secreto se llamaba Eustass Kid, y yo no podía competir con la familiaridad con la que te trataba incluso cuando los periodistas te abordaban por sorpresa en la calle.

Ni siquiera te atreviste a nombrarlo cuando mis sábanas aún eran tu refugio preferido. ¿Qué había sido de todas esas promesas  después de nuestro sexo consentido?

Aquel día decidí darle una oportunidad a mi ánimo desinteresado y volví al café de Makino. Su sonrisa sincera me instó a imitarla, y casi me sentó bien probar otro movimiento de mis comisuras que no fuera el que me ayudaba a llorar.

Me senté donde siempre, al fondo y junto al  ventanal, frente a la pequeña tarima donde se alzaba el piano del que acabé enamorándome por culpa de la habilidad de tus manos tatuadas.

Aquel día, mientras procuraba no pensar en nada más que no fuera el chocolate que trataba de beberme, alguien subió a la tarima y usurpó tu trono. Se remangó la camisa granate y me sonrió con delirio antes de posar su mirada ambarina sobre mí. 

Era él. Tu secreto.

(POV Sanji)

Levantarse a tu lado era como una página de esas historias románticas que todo adolescente sueña con tener. La diferencia es que tú eras mucho mejor.

Me fumaba un cigarro mientras contemplaba el perfil que recortaban las sábanas contra tu cuerpo, y a veces extendía el brazo para permitirme el lujo de besarte la piel con los dedos.

Parecías estar tan en paz cuando dormías que nunca me atreví a sacarte de tus ensoñaciones antes de que lo hiciera el despertador. Era el único momento del día en que podía verte como eras en realidad: vulnerable.

Tu pecho subía y bajaba al ritmo de tu respiración pausada y yo me preguntaba cuánto tardarías en darte cuenta de que en mi cama estabas más tranquilo que en tus discusiones con el alcohol.

Entonces tú te despertabas y bostezabas con somnolencia antes de recordar dónde estabas. Me mirabas, sonreías y me quitabas el cigarro de los labios para embriagarme con los tuyos.

Pero un vicio por otro no solucionada nada. Y de eso, querido Zoro, no tardaríamos mucho en percatarnos.

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