Capítulo 11. El Monarca Orión, la última decisión.

"Me convertí en una mortuoria serpiente venenosa y sigilosamente asesiné a mis enemigos."

Alfred se burló de todas las acciones que hacía la niña en su agonía, no se detuvo en reírse todo el tiempo que se hizo largo para ella. Después de la muerte de la niña experimenté diversas emociones que sólo me generaron una espesa frustración, al mismo tiempo pensé que era un alivio para el sufrimiento que tuvo Carolina, después de que su corta vida terminara tuve un profundo dolor que vino de mi corazón, al menos supe que estaba a salvo en otro lugar con sus padres.

Procesando el abatimiento y la tristeza, Alfred me espetó una oscura mirada de intimidación y aborrecimiento. Ya no le tenía miedo, si Carolina pasó por ese dolor yo también podía hacerlo, era hora de enfrentarlo sin miedo.

– Sólo quedamos tú y yo. –Me habló–.

– ¿Qué viene ahora? –Le pregunte, desafiante–.

– No tardan en venir algunos amigos, –dijo como respuesta–, quiero que conozcas a cada uno de ellos porque eres el invitado especial.

– Más de lo que crees, –le respondí, amenazador–, los estaré esperando justo aquí con ansias.

– ¡Hahahaha! –Río sarcásticamente–, me divierte la manera en la que quieres parecer reñidor o intimidante.

– Y tú no sabes la vergüenza que yo siento por alguien tan desgraciado e inservible como tú. –Estallé contra su comentario–.

– ¡No te atrevas! –Exclamó con inquina–.

Apuntó su cuchillo en mi cuello.

– ¿También me matarás? –Le pregunte con sátira–.

– Sabes que no me costaría ni un movimiento. –Respondió, sereno–.

– ¿Por qué no lo haces ahora? –Pregunté irónicamente–.

– ¡A su tiempo! –Grito con su voz estrepitosa–.

– ¡Demonios! –Bramé, irónico–, ¿No me digas que también te enamoraste de mí?

– ¡Una palabra más y te reviento los sesos! –Vociferó, disgustado–.

Enfurecido me observó fijamente y apretó sus manos en mi cuello.

– ¡Oh, sí! Ahórcame, porque sé que tienes un fetiche con los homicidios. –Le hable con la voz ahogada–.

Alfred no soportaba mi pesada actitud, pasó el cuchillo por mi cuello.

– ¡Te lo repito una última vez! ¡Maldita sea! –Graznó, irritado–, créeme que si tuviera la orden de matarte lo hiciera justo ahora.

– ¡Wow! ¿Quieres decir que no tienes la orden de matarme? –Le pregunte, burlista–.

– ¡El Rey vendrá con sus escoltas y te quiere mejor vivo que muerto! –Replicó–y no me ensuciaré las manos contigo, maldito depravado.

– ¡Me encantan las sorpresas! –Le dije, precipitadamente–.

– ¿Consideras divertido morir? –Preguntó con suspenso–.

– ¡Vaya! ¡Qué ciegos estás! –Exclamé, soltando una risa burlona–, ¿Acaso no lo ves?

– ¡Por supuesto que no quieres morir! –Exclamó alterado–.

– Ya lo he hecho... –Susurre, intrigante–.

Alfred se alteró y me lanzó una mirada sombría.

– ¿Eres un mortal? –Pregunto atemorizado–.

Se apartó de mí y miro al altar de su Diosa, con miedo se inclinó con sus manos en el suelo.

– ¿Ahora tienes miedo? –Le pregunté–, ¿Es enserio?

Alfred se levantó y apoyó su cara en la pared.

– ¡No! –Replicó, fatigado–, no hay porque tenerte temor.

– ¿Por qué estas arrodillado? –Cuestioné–.

– Ella pidió que lo hiciera, –respondió su voz temblorosa–.

– ¿Quién es ella? –Le pregunte, dudoso–.

– ¡La Reina de mi vida! –Exclamó con alegría–.

Alfred miró al alta, maravillado y sonriente.

– No pensé que estabas tan enfermo, –comenté–, ¿No te sientes tan bajo en admirar a alguien que sólo te manipula?

– ¡Por favor, cállate! –Con clamor gritó–, ¡Te lo pido!

Alfred se cubrió los oídos y lloró.

– ¿Ahora me suplicas? –Le pregunté, deslumbrado–.

– ¡Así es como funciona el mundo! –Contestó el verdugo–.

– Estas arruinado. –Le hable, simpáticamente–.

– ¡Ayúdame! –Gritó mirando al techado–, no, no, no podré seguir con esto.

Alfred estaba atormentado, se atragantó con su saliva y empezó a llorar desconsoladamente como un niño. Quebró un espejo con su rodilla y tomó un fragmento de vidrio que cayó al suelo, levantó las mangas de su túnica y comenzó a despedazarse las venas de su brazo.

De repente, la puerta de abrió violentamente y entraron tres soldados al patíbulo. Los hombres vestían con túnica blanca y herraduras de plata, se cubrieron el rostro con los escudos al entumecerse del asco con la suciedad yaciente en el patíbulo, estaban sorprendidos al observar la cantidad de cadáveres en el suelo, los tres soldados tenían reacciones de fastidio y regurgitación.

Los soldados trabajaban para Orión, sus intenciones eran hacerme hablar mediante torturas y castigos en el patíbulo. El mayor miedo de la secta era ser descubierta por un espía, pude haberlos extorsionados si no me hubiesen capturado en el bosque, quizás habría salido ganando y no fuese un preso cualquiera.

No sabía si me habían capturado por haber presenciado el ritual de la secta o por las acusaciones de mi cualidad mortal, los inquisidores se encargaban de penar y destruir a quienes tenían historiales de brujería, asesinatos, adulterio y a los que creían homosexuales.

– ¿Qué ha pasado aquí, Alfred? –Preguntó Adolf–.

Adolf era el soldado principal de la tropa, tenía una preciosa barba pelirroja y ojos color miel que relucían aquella tez blanca, era un hombre joven y de estatura promedio. Los dos jóvenes soldados que lo acompañaban eran sus hermanos, Arthur y Adonis, sus rasgos característicos eran totalmente similares a los de Adolf, pieles blancas y cabellos rojos cobrizos.

– ¡Se han demorado mucho! –Le contestó Alfred–, siéntanse en casa muchachos. Pasé todo el día limpiando para recibirlos en mi castillo con honores, siéntense, no tengan pena.

Alfred bajó las magas de su túnica y se cubrió las cortadas, se sentó en su antiguo sillón y cruzó las piernas. Los soldados se quedaron parados frente a Alfred, no se sentían cómodos en el repulsivo patíbulo.

– Tú castillo da asco, –dijo Adolf, asqueado–, no entiendo cómo haces para vivir en este desastre. Hemos tenido un retraso en el camino, perdónanos la tardanza.

– ¿Dónde está Orión? –Pregunto Alfred, arrogante–.

– Viene en camino, –Contestó Adonis–, una manada de lobos hambrientos rodeó la vieja carretera del pueblo y se detuvieron.

– Las noches de octubre son cada vez más peligrosas, nadie debería salir con estos riesgos, –comentó Arthur–.

– ¿Han sido atacados por lobos? –Preguntó Alfred, apático–. ¡Qué maricones, eso es una mierda!

Los soldados se miraron entre sí, cansinamente.

– ¡Siiiii, ya te lo dijimos! –Bramó Adolf–, vienen en camino. Escúchame bien, te recuerdo que estás hablando del Rey, no de cualquier otro aldeano del pueblo, te exijo más respeto hacia Orión.

– Ay si, –dijo Alfred, burlón–, que miedo le tengo a ese lame culos. ¡Y yo les recuerdo que están en mi castillo y aquí hablo como yo quiera!

Adolf se encogió de brazos.

– Me das lástima amigo, –añadió Adonis–, estás acabado.

Alfred empezó a llorar otra vez.

– ¡Maldición! –Hipó Alfred–, mi vida ha cambiado mucho en los últimos años. La muerte de mi único hijo cambió todo para mí, esto es devastador.

Los soldados sintieron la soledad de Alfred y se apiadaron.

– ¿Tuviste un hijo? –Pregunto Adolf, intrigado–.

– Si, –asintió Alfred, clemente–, la verdad es que aún no puedo superar la tragedia que lo llevó a la muerte.

Alfred tenía los ojos tristes y llorosos.

– ¿Cuál era su nombre? –Preguntó Arthur, atónito–.

– Samael Runford, –contestó Alfred, suspirando–, él vivió con su madre hasta que cumplió 12 años. Yo me encargué de que él odiara a su mamá tanto como yo, pero, hubiese sido mejor que Samael no se hubiese venido a vivir conmigo, eso significó la muerte para él.

– ¿Por qué murió? –Preguntó Adonis, vacilado–, perdonad mi impremeditación.

Alfred se tumbó la cabeza de lado y comenzó a gemir de tristeza.

– Samael se enamoró de una mala mujer, –replicó Alfred–, esa tipa era una maldita bruja. Tuvieron un hijo al que Samael siempre quiso, pero, esa mujer no permitió que el niño reconociera a Samael como su padre, después se encargó de arruinarlo con poderes sobrenaturales, nunca pude vengarme de ella, porque siempre me amenazó con hacerme lo mismo que a mi hijo.

– ¿Quién es esa mujer, sigue viva? –Preguntó Adolf–.

– Aurora Scrooket, –respondió Alfred, rencoroso–, es la hija de la bruja a la que quemaron en su alcoba. Mi nieto se llama Cesar, desde entonces, lo odié tanto como a su familia y no quisiera verlo nunca más en mi vida, esa gente es traidora, nadie confía en ellos porque son peligrosos, siempre que caminaba por la cabaña veía a Satanás sentado en el techo.

Quedé boquiabierto con la plática de Alfred, no podía creer lo que escuchaba. Cesar nunca me habló de la separación de sus padres, siempre solía ser un misterio para algunos temas.

– ¿Qué sucedió luego? –Interrogó Arthur–.

– Después de nacer mi nieto, –habló Alfred–, él estaba muy feliz de haber formado su propia familia con sólo 16 años de edad. Hubo un día en el que tuvo una fuerte pelea con Aurora y se separaron para siempre, ella y su familia le impidieron a Samael regresar a la cabaña, ni siquiera pudo ver a Cesar por mucho tiempo.

– ¡Es una arpía! –Exclamó Adonis–, ¿Qué pasó con Samael?

– Samael hizo lo imposible para ver a Cesar y nunca pudo, todo fue en vano, –contó Alfred–, él se enfureció tanto y golpeó a su mujer, él era incapaz de hacer algo como eso. Aurora le gritó maldiciones hasta que Samael se abatió y se perdió de nuestras vidas por un tiempo, me preocupé tanto que hablé con Orión para recibir ayuda de búsquedas y no encontramos nada.

– ¿Lo encontraron? –Preguntó Adolf–.

– 6 meses después regresó al castillo, –agregó Alfred–, la operación de ayuda fracasó, pues Samael estaba viviendo en el bosque negro como un indigente, presentaba un estado de desnutrición masivo que me hacía desconocerlo, no se detuvo en llorar ni por un minuto preguntando por su hijo. Hablaba muchas incoherencias, decía que por las noches lo visitaba un hombre alto y desnudo que no tenía brazos, me contaba con angustia y agitación que éste se sentaba en su dormitorio cuando eran las 3:00 am, sentía que algo acariciaba sus pies hasta que despertaba asustado, al revisarse los pies veía que estaban marcados de quemaduras y rasgaduras, miraba a todas partes y ya no había nadie en la habitación, pero, recuerdo que en una noche si pudo ver a algo que lo estremeció para siempre, él dijo que cuando despertaba veía a un hombre pegado en el techo con el rostro maquillado. En la mañana del día siguiente dijo que un payaso que lo visitó en la mitad de la noche, cuando me habló de eso me generó una carcajada confundida, me preocupaba por lo que sucedía, en sus últimos días de vida estaba traumado y confundido, nunca le hice caso a sus palabras hasta que un día pude comprobar que todo lo que decía era cierto.

– ¿Está diciendo usted que alguna vez vio algo? –Preguntó Arthur, pasmado–.

– ¡Sí! –Respondió Alfred con firmeza–, era la noche del 15 de abril del mismo año en que murió, escuche el ruido de un ave revoloteando y de inmediato me levante de la cama. Encendí una vela y fui hasta donde escuchaba el sonido, el ruido venía de la habitación de Samael, alumbré con la vela y pude ver con claridad un zopilote negro que aleteaba encima de mi hijo, él estaba en el suelo con la cara pintada de blanco y expulsando una espuma negra de su boca.

– ¿Crees que haya sido brujería? –Le preguntó Adolf–.

– ¡Tú lo has dicho, viejo! –Respondió Alfred con su voz temblorosa–.

– ¿Qué pasó en esa noche? –Preguntó Adonis, pasmado–.

– En esa madruga no pude dormir, –continuó Alfred–, levanté a mi hijo y lo puse de nuevo en su dormitorio. Al primer momento pensé que estaba envenenado, sentí una mala presencia en la habitación que me hacía temer de Samael, nunca antes había tenido tanto miedo como en ese momento, abracé a mi hijo con muchas fuerzas y cuando toqué su espalda estaba húmeda, revisé su dorso y vi que estaba repleto de mordidas humanas, ¡Hablo de que algo lo mordió hasta abrirle la carne! La herida estaba repleta de enormes gusanos rojos que entraban y salían de los orificios putrefactos, su piel estaba podrida y abierta como un acordeón.

– ¿Pero cómo murió? –Preguntó Adolf, intrigado–.

– Las noches siguientes fueron pesadillas, –expresó Alfred–, mi hijo no era el único que estaba siendo atormentado por efectos de la brujería. ¡Yo mismo observe lo que él siempre trataba de describirme! Fue horrible... Mi vida no volvió a ser la misma después de eso, como quisiera matarla con mis propias manos.

– Sé que se hará justicia por tu hijo, –dijo Adonis–, ¿Quieres continuar hablando de eso?

– Claro, siempre he dicho que viví para contarlo, –dijo Alfred–, como les decía... El zopilote que siempre oía por las noches era la bruja que nos atormentaba, se disfrazaba de apariencias diabólicas que nos visitaban en las noches, la última noche que vi a mi hijo con vida estaba muy enfermo, no paraba de vomitar sangre verdosa y espuma negra. Cuando fui a su dormitorio para darle sus buenas noches me sorprendí al ver lo que hacía, ¡Estaba comiendo de sus excrementos! Me enfurecí tanto que lo golpeé en la cabeza, luego él se levantó y se lanzó encima de mí para golpearme con un rostro que desconocí, tenía una horrible mascara de ojos blancos y rugía como un león.

– ¿Estaba poseso? –Preguntó Adolf, estremecido–.

– ¡Esa cosa no era mi hijo! –Berreó Alfred–, Samael arqueó la espalda y quedó encorvado con la cabeza hacia abajo. Empezó a caminar de manos como un simio y gruñía desentonadamente, sentí terror al verlo directamente a los ojos, Samael trepó las paredes al igual que una araña y se lanzó desde la ventana. Corrí a la ventana rápidamente y no pude ver nada por la niebla, así que, bajé de inmediato las escaleras y me tropecé con algo pesado que cayó en mis pies. Cuando salí del castillo estaba una mujer cadavérica con la cara hundida y enflaquecida, tenía un vestido negro y cuando me vio se agachó señalando el cuerpo de Samael, la mujer se desnudó el torso y se sentó encima del cadáver de mi hijo, puso las manos de Samael en sus pechos y las apretó suavemente, de sus pezones salió un chorro de líquido negro que entró directo en la boca de Samael.

– ¡Dios mío! –Graznó Arthur, sobrecogido–, ¿Crees que esa entidad siga en el castillo?

– ¡Sí! –Afirmó Alfred con la cabeza–, todos estos años he vivido con espíritus en el castillo, cada noche me visitan para presenciar la velada de mis muertos, puedo disfrutar la tortura de todo aquellos que sean enviados a mi hogar. Mi fe se enfureció cuando me encontré con Andrómeda, ella estuvo conmigo todo el tiempo que me hundí en la depresión, ella me pidió que no sepultara el cadáver de mi hijo.

Los soldados se estremecieron con la respuesta de Alfred, lo miraron con extrañeza y dieron un paso atrás.

– ¿No sepultó el cadáver de su hijo? –Preguntó Adonis, trémulo–.

– No quise hacerlo porque era lo único que quedaba de él, –contestó, sutilmente–, sus huesos sirvieron para construir el altar de Andrómeda. Ella me ha apartado de la brujería, siempre me ha pedido la muerte de otros para protegerme en cada día de mi vida.

Alfred río perversamente. Los soldados eludieron del tema y se ansiaron de irse.

– ¿Qué habrá sucedido con Orión? –Preguntó Adolf–, ¡Odio que me hagan esperar tanto!

– ¡Acá está el cerdo que pidieron! –Exclamó Alfred–, ya quiero que se lo lleven de mi patíbulo.

Alfred me señaló.

– ¿Ese muchacho? –Preguntó Adonis al mirarme–.

– ¡Sí! –Afirmó Alfred–, lo están acusando de algo muy grave.

– ¡Madre mía! ¿Qué ha hecho? –Prorrumpió Arthur–.

– Al parecer es un deicida, –comentó Alfred, dudoso–, otros lo llaman blasfemo, espía o mortal.

– ¿Un mortal? –Preguntó Adolf–.

– ¿No sabes qué es? –Dijo Alfred como respuesta–.

– Se escuchan diversas teorías acerca de ello, –comentó Adolf–, mi opinión personal es algo contradictoria a estas acusaciones.

– ¿Dígame, no cree usted en las escrituras de Pléyades? –Preguntó Alfred con pesimismo–.

– ¡Supongo que sí! –Alegó Adolf, obligado–, simplemente, he estado creciendo en diversas culturas éticas que me han hecho ver el mundo distinto.

– Ya que lo dices, –dijo Alfred–, un mortal es aquel ser que proviene de otra vida sideral muy lejos de la nuestra, pueden parecer personas normales de carne y hueso, pero no lo son, son unos jodidos parásitos en nuestro mundo, no permitiremos que vengan de mundos paralelos y tiempos futuros, sólo vienen a profanar lo que es nuestro.

– No nos importa lo que quiera decir eso, –rehuyó Adonis–, estamos acá por una razón y no es para dialogar acerca de la vida en otras dimensiones, ¿Comprendes eso?

– Esto está mal, –dijo Adolf–, Alfred ha secuestrado a alguien que podría ser inocente.

– ¡No secuestré a nadie! –Rugió Alfred–, sólo seguí las reglas que la marica de Orión me dio.

Repentinamente, Orión llegó al patíbulo con dos verdugos que tenían el rostro cubierto con una máscara. Alfred se quedó petrificado y no pudo retirar lo dicho, Orión le escucho el insulto y se enfureció.

Orión era un hombre de estatura muy baja, tenía el cabello largo hasta los hombros y su color era amarillo. Su piel era blanca y enrojecida, tenía una corona de diamantes y una braga que llevaba puesta bajo un manto negro de piel.

– ¡Buenas noches caballeros! –Exclamó Orión–.

Orión se sintió ultrajado y lo miró fijamente con repudio.

– ¡Buenas noches, su alteza! –Aclamaron los soldados–.

– Hemos esperado por usted Señor. –Dijo Adolf–.

– Perdonen mi retraso, –dijo la voz fina de Orión–, Alfred quiero decirte algo muy importante, tú insignificante vida está en mis manos y en cualquier momento puedo aplastarte como a un mosquito.

Alfred bajó la cabeza.

– Perdóneme, –susurró Alfred–, ahí está lo que me ordenó, fue lo que conseguí.

Alfred me señaló.

– Buen trabajo, –dijo Orión–, te preguntaré algo... ¿Cómo estás seguro de que ese el chico?

– Lo encontré en el bosque negro, –respondió Alfred–, estaba perdido y no conocía el camino. Lo vi en el suelo atormentado, actuaba como un demente.

– ¿Te estás escuchando? –Le preguntó Orión–, ¿Puedes notar la clase de idiota que eres?

Alfred levantó la mirada y lo miró con recelo.

– ¡Fue lo único que encontré! –Vociferó Alfred–, ¿No se le hacen sospechoso que él haya estado en el bosque?

– ¡Cientos de jóvenes entran a ese bosque por curiosidad y se pierden! –Replicó Orión, enfadado–, éste muchacho no ha sido el único que hemos encontrado en el bosque. Te estás metiendo en un enorme problema, algo me dice que capturaste a alguien inocente ¡Perro testarudo!

– Es lo único que pude encontrar en el bosque, –dijo Alfred, avergonzado–, las criaturas que residen en esas tinieblas estaban hostigándolo con terror.

– No me importa lo que hayas visto en el bosque, –increpó Orión–, ¿Cómo fui tan imbécil de confiar en alguien tan estúpido? ¡Secuestraste a un chico sin saber quién era!

Orión lo abofeteó.

– ¡Estoy seguro que éste es el sujeto al que ustedes buscan! –Prorrumpió Alfred–.

– ¡Por supuesto que no lo es! –Le gritó Orión fuertemente–, ¡Por eso no tienes a nadie en tu vida! Hasta el bastardo de tu hijo se suicidó en este castillo por tu culpa, miserable y repugnante parasito, que asco siento por ti.

Alfred desvió la mirada y se sintió amilanado, él apretaba los puños con inquietud.

– Te exijo más respeto, –murmuró Alfred, estás en mi casa.

– ¡Y yo te exijo más inteligencia! –Prorrumpió Orión–, todo lo haces mal, ¿Hasta cuándo seguirás actuando como un inútil? ¡Tienes cucarachas en el cerebro! Estoy tan cansado de ti, ya no sé qué hacer contigo.

– ¿Quién te estás creyendo? –Le preguntó Alfred, resentido–.

– ¡Soy el Monarca de Núremberg, Memphis y de otras tierras más lejanas! ¿Y tú quién eres? ¡Un vulgar inepto inservible!

– ¡Gárrulo! –Bramó Alfred–, sólo eres un vil engreído.

Alfred se lanzó encima de orión impetuosamente y le partió la corona, lo golpeó en la boca y le tumbó un diente con un fuerte puñetazo.

– ¡Deténganlo, ahora! –Pidió Orión–, aléjenlo de mí.

– ¿Tampoco sabes pelear, perrita? –Gruñó Alfred–, todo el tiempo tienen que cuidar de tu vagina porque no sabes defenderte como hombre.

Los soldados y los otros dos verdugos no podían contra la fuerza de Alfred, estaba frenético lanzando golpes a todos lados. Alfred corrió a la ventana del patíbulo y quiso brincar desde la ventana, entre todos lo sujetaron de las piernas y lo ataron completamente.

– ¡Asegúrense que no se suelte! –Bramó Orión–, es un hombre peligroso.

– ¡Piedad! –Clamó Alfred–, déjenme ser libre, no he hecho nada más que seguir las órdenes que me dieron.

– ¡Vas en contra de la doctrina! –Exclamó Orión–, acabo de ver que estuviste a punto de asesinar a un inocente.

Orión se golpeó la frente con su mano.

– ¡Mírame! ¡Quiero que me miren con compresión! ¡Soy clemente de lo que está sucediendo! –Gritó Alfred, haciéndose la víctima–.

– Este hombre está loco, –añadió Orión–, siento lastima por él.

Alfred comenzó a reírse solo, Orión estaba angustiado y me miró con preocupación.

– ¿Qué hacemos con este muchacho? –Preguntó Adolf–, no puede quedarse aquí.

– Está libre de delitos, –dijo Orión–, es lo menos que puedo hacer por él. Siempre hay alguien que sale de su casa en la noche para caminar, eso es más que normal, creo que puede irse ya mismo.

– ¿Puede ser liberado ahora? –Preguntó Arthur–.

– ¡Exactamente! –Afirmó Orión–, antes de que se vaya quiero hacerle un par de preguntas al joven.

Orión caminó hacia mí.

– ¿De dónde es usted? –Me preguntó–.

– ¡Núremberg! –Le respondí con la voz temblona–.

– ¿Por qué piensas que te acusan de todo eso? –Preguntó Orión–. Dos mujeres de Núremberg informaron a los guardias de que en su casa había un mortal, ellas prefirieron hacer la denuncia en anónimo.

¿Aurora Scrooket y Verónica Scrooket? ×Pensé, confusoØ

– No lo sé, Señor –mentí–. Siempre he sido alejado de los aldeanos, ellos se han aprovechado para juzgarme y hacer profanaciones de mí imagen.

– ¿Sabe usted que es un mortal? –Cuestionó Orión–.

– ¡Sí señor! –Respondí, nervioso–.

– ¿Conoce usted alguien que hayan juzgado de mortal o algo más? –Preguntó él–

– No, nunca antes. –Respondí, prudente–.

– ¡Eso es todo! –Dijo Orión en voz alta–, ya eres libre. Sólo te advierto que no podrás regresar a Núremberg por lo que te queda de vida, y tampoco puedes estar en las tierras prohibidas de otros pueblos que me pertenecen, si lo haces serás condenando una muerte lenta y dolorosa.

– Juro que no volverás a ver mi rostro, –hablé con mucha firmeza–, no regresaré a Núremberg y no estaré haciendo cosas que no me incumben.

– ¿Puedo confiar en ti? –Preguntó Orión, desconfiado–.

– Si, puedes confiar en mí, –respondí–.

– Entonces confío en que no eres un hereje, –concordó Orión–. Ha de ser así te arrepentirás más de lo que crees.

– Puedes confiar en mí, –repetí–, gracias por dejarme libre.

Adolf y Adonis me liberaron de las cadenas.

– ¡Vale, todo está bien! –Vociferó Orión–.

Mientras me levantaba sentía la incomodidad de ser observado por los presentes, intentaba tapar la herida de mi hombro, aunque ya había parado de sangrar, el ardor era indescriptible por lo que me apresuraba en enmendar la herida.

Salí del patíbulo con alivio al pensar que podía huir lo más lejos hasta desaparecerme, pero, la tristeza aturdía mi mente al recordar las atrocidades que tuve que presenciar en el patíbulo. El interior del castillo era tétrico, estaba cubierto de polvo y telarañas que componían un ambiente desagradable, las escaleras que se dirigían a la salida estaban construidas antiguamente en curvas, bajé rápidamente y me apresuré en llegar a la salida; la voz de Alfred gritaba en mi mente, recordaba una y otra vez lo que él decía acerca de la brujería que infligía a su castillo, era un torbellino de recuerdos y voces en mi mente, pensaba en lo que había sucedido en el bosque, y a su vez me detenía a imaginar cosas que estaban fuera del contexto, el miedo me ayudo a salir más rápido de lo que pensaba. 

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