Capítulo 10. La tortura.
"Un baño de sangre reavivó mi despertar, mis venas se rompieron y
mi espíritu salió a volar con los halcones."
Preferí la opción del suicidio y me solté del muro para terminar de una vez por todas, y repentinamente, Alfred corrió rápido hacia la ventana y me enterró una lanza en el hombro derecho, la punta me traspasó el músculo y me levantó de golpe hacia adentro.
– ¿Tan rápido quieres morir? –Me preguntó Alfred–. ¡Quédate quieto y que ni se te ocurra moverte!
Al caer bruscamente me abrí las manos con el rustico pavimento. Él retiró la lanza con fuerza hasta que mi hombro se desgarró, el sangrado no se detuvo, la bestia cogió una estaca y comenzó a golpearme mientras yacía en suelo, levantaba mis manos para cubrirme el rostro de los fuertes golpes.
– ¡AHHH! ¡Por favor! ¡No! –Gritaba Carolina, aterrada–.
– Esto es lo menos que te puedo hacer, –me habló Alfred con la voz cansada–.
Alfred me golpeó sin detenerse hasta fracturarme los dedos. Se detuvo de improviso y buscó una vasija de sangre que estaba en el altar, levantó la vasija y la vació sobre mi cara.
– ¡Así se purifican los pecadores! –Exclamó Alfred–, la sangre de serpiente te purificará antes de que llegue Orión. ¡Toma de ella, vamos, rápido!
– ¡No, no beberé de eso! –Le grité con desprecio–.
– ¿No lo harás? ¿No lo harás? –Repitió de nuevo– ¡Hazlo!
Alfred comenzó a patearme. Me levanté rápidamente y me golpeó el cráneo con la estaca.
– ¡Pecador! –Replicó Alfred–, ¡Abre tu sucia boca!
– ¡Por favor, basta! –Le grité jadeante–, ¡Detente ya!
– ¿Ya te has dado por vencido? –Preguntó en voz alta– ¡Ven acá!
– ¡Detente! –Exclamé, desfallecido–.
Alfred se subió encima de mí y me abrió la boca de golpe, metió sus dedos en mi garganta y hurgó mi lengua. Mientras me veía lastimado y debilitado, Alfred encadenó mis manos y mis pies.
– ¡Buen chico! ¡Así es! –Gritó él–.
Con una paleta de acero logró abrir mi boca hasta que me obligo a masticar el cuerpo de una serpiente, metió la mano dentro de la vasija y luego la introdujo en mi boca para hacerme probar la sangre.
Me encontraba adolorido y agitada, así que, con mucha facilidad el verdugo me retuvo con la misma cadena que aprisionó a Steve, fue difícil digerir la serpiente con su crudo y amargo sabor, la piel era tan áspera que rasguñaba mi paladar; de inmediato, se levantó y caminó hacia el altar lentamente para rendir tributo.
Alfred estaba agresivo, se golpeaba fuerte el pecho mientras levantaba la mirada a los vitrales. Se lanzó al suelo y comenzó a dar saltos de conejo con gruñidos estridentes, parecía un animal salvaje, tomó una vela encendida y la introdujo en su boca.
– Santa sea tu devoción, Señora mía, –dijo Alfred–, arrástranos a nosotros, tus corderos, hasta el ardiente mar de fuego, confío en ti, eres lo más hermoso y puro que cae como lluvia en mi vida con tu presencia.
Alfred caminó hacia Carolina y le acarició las mejillas, le levantó la cara con sus manos hediondas y le escupió una expectoración verdusca en los labios, la miraba de una forma diferente y arrulladora.
– ¡Que linda mirada! –Le dijo Alfred–, como me encantaría comerme esa pequeña carita.
Apretaba tan fuerte su rostro, que hacía quejarla con sus manos.
– Señor, por favor, –suplicó Carolina–, déjame ir a casa con mi mami. ¿Sí?
– ¡No! –Bramó, furioso–, ¡Vuelves a mencionar a esa mujer y te mató más rápido!
Alfred espetó un fluido verdoso en sus pómulos, la niña estaba temblando con escalofríos y pavor, Alfred cambiaba seguidamente de personalidades.
– ¿Tienes hermanos? –Le preguntó el verdugo–.
– No señor. –Respondió la pequeña–.
– ¿Te gustaría tener hermanos? –Preguntó, incoherente–.
– Mi madre ha estado muy enferma, –le respondió Carolina–, siempre le preguntaba y comenzaba a llorar.
Carolina hablaba con la voz desgarrada.
– ¡Entiendo! – Exclamó Alfred–.
– Tienes un sedoso cabello, –arrulló Alfred–, es suave como tu piel.
Carolina no parecía entender los cortejos de Alfred.
– Gracias señor, –respondió ella, confusa–.
– ¡La verdad es que me gustas mucho! –Exclamó Alfred–, ¡Siempre quise casarme con alguien como tú!
Alfred tenía una obsesión con Carolina, pero ella era muy inocente.
– ¿Me estas escuchando? –Le preguntó en voz alta–.
– Sí señor, –asintió la niña–.
– ¡Mírame cuando te hablo! –Increpó Alfred–.
Alfred le volteó la cara con un manotazo.
– Te estoy mirando, señor. –Insistió Carolina, afligida–.
– ¡No! No lo haces, –Rezongó Alfred, malhumorado–. La niña se asustó más, y decidió guardar silencio.
– ¿Quieres casarte conmigo? –Le preguntó, impudente–.
Carolina se estremeció.
– ¡Noooo! –Rechazó Carolina, histérica–.
Carolina comenzó a llorar y Alfred se enfureció.
– ¿Qué acabas de decir? –Preguntó Alfred, sorprendido–.
– ¡No, no quiero! –Berreó ella, devastada–.
– ¡Eres un maldito enfermo! –Le grité, asqueado–.
Alfred se tiró de rodillas y sollozó.
– ¡Todas son unas malditas! ¡Ramera! ¡Cualquiera! –Le gritó Alfred– ¡Esta noche no te salvarás!
Alfred cogió el cuchillo y haló del cabello a Carolina.
– ¡AAAHHH NO! ¡Mi cabello! –Gritó Carolina, asustada–.
– ¡Te cortaré esa mierda, tu cabello es horrible! ¡Eres fea y das asco! –Gritó Alfred–.
Alfred comenzó a cortarle el cabello.
– ¡No! ¡Perdonadme! ¡No lo hagas! –Lloriqueó ella, agitada– ¡Te lo suplico!
Alfred le trozó su cabello amarillo y lo esparció en el suelo.
– ¿Ahora sabes que se siente ser rechazado? –Le preguntó Alfred–, ahora eres un maldito hombre. Te gustarán las mujeres y te cogerán como la maricona que eres, pedazo de mierda.
– Mi mamá no le gustará más mi cabello, –lloró Carolina–, ¡Eres un hombre malo!
– ¡Tú madre está muerta, entiéndalo ahora mismo! –Graznó él–, te está esperando con tu padre en el infierno.
La niña miraba como el cabello se caía en porciones al suelo.
– ¿Ahora ves que no vales nada? –Bramó Alfred–.
Carolina ya no parecía ser la misma niña de antes, ahora lucía como un niño triste y maltratado.
– ¡Mi cabello! –Gimoteó Carolina–, ¡A mi papá le gustaba mucho mi cabellera!
– ¡Ahora no tienes nada! –Vociferó Alfred–, ¡Tu pobre y miserable familia ahora está muerta!
Carolina no paraba de llorar, su llanto era tan conmovedor que me llenaba de impaciencia.
– ¡Cállate mugrosa! –Le gritó, violento–.
Abrió la boca de la niña y la forcejeó bruscamente hasta que introdujo los dedos en su boca, Carolina hacía berridos de vómitos. Alfred introdujo su lengua en la boca de Carolina, ella le imploraba con lágrimas de ahogo mientras que éste le absorbía su lengua como una aspiradora; el hombre vio como la niña se mantenía inquieta y mordió su lengua, lo hizo tan brutal que provocó un sangrado instantáneo.
Estaba desesperado por violarla, de inmediato, quitó su lengua de la boca de Carolina y se dirigió a las máquinas de tortura, la niña temblaba como si tuviera hipotermia. Miré a Carolina desde una distancia corta y le hablé en voz baja, la pobre estaba devastada.
– Oye, –le hablé suavemente–, todo va estar bien ¿De acuerdo?
– Ya nada estará mejor que antes, ¿Tú crees que salgamos de aquí? –Preguntó, inquieta–.
– ¡Seguro! –Asentí con la cabeza–.
Ella bajó la cabeza.
– Está bien –murmuró, adolorida–.
– ¡Te prometo que saldremos de este castillo! –Le dije en voz alta–.
– ¿A dónde iremos? –Preguntó ella–.
– Buscaremos a tú mamá y nos iremos lejos de aquí, –dije como respuesta–.
– ¡Sí! –Dijo, animosa–, mi mami estará feliz de verme.
– ¡Lo sé! –Concordé–, Sólo te puedo pedir algo, ¿Sí?
– Dime. –Exclamó–.
– Quiero que ores esta noche, pase lo que pase, –le hablé en voz baja–, quiero tengas fe. ¿Sí?
– Hmmm, está bien –Asintió moviendo la cabeza–.
Su inocencia me hacía sentir bien, era mi único ángel en el patíbulo.
Ella era una niña muy fuerte, se pacificó mientras oraba hasta que se llenó de fe con mucha rapidez. Aun así, me sentía atemorizado sin poder hacer nada para escapar del castillo, el dolor en el hombro se hacía más agudo mientras me desangraba.
Alfred llegó súbitamente con otra personalidad.
– ¿Me extrañabas, princesa? –Le preguntó Alfred–.
Alfred parecía amable, Carolina volteó a verlo y él le sonrió.
¿Qué planeas hacerle ahora? –Le pregunté, colérico–.
– ¡No dejes que me mate! –Gritó Carolina–.
La niña comenzó a alterarse otra vez.
– No, no te haré daño, –le dijo él–.
Alfred estaba comportándose extraño, parecía ser otra persona con comportamiento afeminado.
– ¡Vámonos del castillo, serás libre desde ahora! –Mintió Alfred–, ¡Levántate! Te quitare esos alambres.
Carolina, me observo y le hice un gesto de extrañeza. Alfred le estaba desamarrando las manos, le quitaba los alambres.
– Una por una princesa, –susurró él–, podrías cortarte.
Alfred le quitó los alambres y sus manos quedaron libres.
– Gracias –Dijo ella, confundida–.
– ¡Ya verás muy pronto a tus padres! –Voceó Alfred–, acabo de hablar con tu padre y me dijo que quería verte. Te llevaré con él, prepárate.
– ¿Hablaste con mi papi? –Preguntó su voz angelical–.
– Exacto, princesita, –respondió con seguridad–, él está muy feliz por ti.
Me levanté y le grité desmesuradamente.
– ¡No le vayas a hacer daño! –Vociferé–, ¡Carolina, no vayas con él! ¡Él está mintiendo!
Carolina no me escuchó y le dio la mano a Alfred.
– ¡Oh! Confía en mí, –sonrío Alfred–. Te sacaré de aquí.
– Bueno, –dijo Carolina–, llévame a casa.
– ¡Bien! –Prorrumpió Alfred, contento–, ¡Vamos allá! Quiero enseñarte un juego.
– ¿Un juego? –Le preguntó ella–.
– ¡No Vayas! –Le grité a Carolina–, ¡No confíes en él! ¡Tú padre está muerto!
– No escuches a ese sujeto que está loco, –le dijo Alfred–, él es un mentiroso.
Alfred cambió de personalidad y en él regresó aquel hombre enfurecido, la haló del brazo y la lanzó al suelo fuertemente, ella comenzó a gritar y Alfred la arrastró por la putrefacción del patíbulo. Los baladros de Carolina sonaban con contrición y desilusión, me encolericé y comencé a halar las cadenas como si fuesen fáciles de romperse.
Carolina gritaba con quebrantamiento y debilidad, sus últimos gritos fueron destructores para mí. Lloré de impotencia al escuchar sus lamentos, los gritos de la niña eran más ensordecedores y lamentables, por más que lo intenté no pude soltarme de las cadenas y salvarle la vida.
Me perdí en la ansiedad y perdí la fe que sembré en ella, escudriñé el entorno para buscar alternativas que no existían y me di por vencido, de pronto, un artefacto cayó en el suelo y Carolina volvió a gritar. Me alteré tanto que atrapé la atención del verdugo y le grité tan fuerte como él a la niña.
– ¡Maldito seas! –Prorrumpí, irascible–, ¡Asesíname a mí! ¡Ella no tiene culpas de nada, sólo es una niña!
Alfred me escuchó y soltó una fuerte carcajada.
– ¡Tranquila, cucaracha! –Profirió Alfred–, ¿Ves cómo asustas a tú amigo? Le dijo a la niña.
– ¡No me hagas nada! –Repitió Carolina, clementemente–.
– Todo es por tú bien, cariño. –Le dijo a la niña, amable–.
– ¿También quieres irte con ella? –Me preguntó Alfred–
Alfred caminó hacia mí y me gritó con un tono amenazador.
– Esa esa pequeña no tiene la culpa de lo que hayan hecho sus padres, –dije, apenado–.
– No tengo motivos para darle explicaciones a un vagabundo como tú, –dijo Alfred–.
Alfred me dio la espalda y fue a donde Carolina, comenzó a pugnar contra ella para cargarla y ponerla sobre una máquina de tortura. Alfred alzó a la niña con impulso y la sentó en la cuna de Judas, Carolina gritó con la voz enronquecida y sufrió una tortura medieval que solía ser lenta y dolorosa.
Alfred le ató las extremidades mientras que la vagina de Carolina se trituraba con el filo de la puntiaguda pirámide metálica, la niña estaba desangrándose latentemente. Alfred manipulaba su peso para que el filo le penetrara los órganos, Carolina dejó de gritar y se desvaneció con el imparable sangrado.
– ¡Hereje! –Le gritó Alfred–, ¿Te gusta eso? ¡Sé que lo disfrutas mucho, cariño!
La niña estaba muerta en vida, su rostro estaba palidezco.
– ¡Oh, así quería verte! –Profirió Alfred, satisfecho–, ojalá tu padre te hubiera visto así como estás ahora.
Era imposible esquivar la vista de algo tan terrible como eso, miraba al suelo sintiendo el desnivel de los latidos de mi corazón. Le oré por mucho tiempo a un Dios que me ignoró, mi fe se desvanecía cada vez que escuchaba los agudos gritos de la niña.
Alfred bajó a la niña de la cuna de Judas, le desató las extremidades y la lanzó al suelo después de enterrar todo el acero en su vagina. Carolina estaba bañada en su sangre, no tenía fuerzas para hablar o respirar.
– No puedo complacerte más, –dijo Alfred–, lo siento. Que Andrómeda te reciba en su gloria, ya no quiero verte.
Carolina estaba alucinando, comenzó a hablar sola.
– Ya no puedo más, mami, –susurró Carolina–, he soportado mucho en esta noche.
Alfred estaba confuso.
– ¿Con quién estás hablando, loca? –Le preguntó Alfred–.
– ¡Mami, papi, gracias por venir! –Dijo Carolina en voz alta–.
– ¡Vaayaaa! ¿Tan rápido te estás muriendo, maldita sucia? –Preguntó Alfred–, no estás hablando con tus padres, son los demonios que vienen por ti.
– Él me está llamando, –habló Carolina, sonriente–, gracias por rescatarme de este castillo.
– ¡Es Lucifer! –Prorrumpió Alfred–, te está esperando en el infierno.
Carolina estaba convulsionando, se revolcaba en el suelo con patadas y manotazos enérgicos mientras sus ojos se ponían en blanco.
– ¡Púdrete! –Le grito Alfred–.
Llegó un momento en que la niña dejó de moverse, ya no hablaba ni respiraba. Su pecho se realzó como si su alma ya hubiese salido del cuerpo, sus ojos azules quedaron dilatados con una fría mirada de descanso y tranquilidad, de su vagina salió una masa carnosa envuelta de sangre, fue algo comprimido y triturado que expulso luego de morir.
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