Capítulo 09. El Patíbulo.

"Mi reincorporación fue lenta y dolorosa, me puse de pie, aunque la inseguridad me tambaleó sobre el fuego de la agonía."

Intermitentemente perdí el conocimiento en una espesa paradoja, recuperaba la conciencia después de que el aturdimiento en el bosque me desvaneciera, corrieron unas horas de haberme desmayado y cuando desperté estaba en una jaula colgante. Todavía era una noche lúgubre, la jaula colgaba desde una ventana en la que se veía todo el pueblo a las alturas, me sentí errado al ver que había llegado a esa jaula insólitamente.

No quitaba los ojos de la abundancia extrema de sangre que manchaba las paredes y de las porquerías en el suelo, vislumbraba la ventana con dolor de cabeza y me mareaba con el vacío, tenía terribles vértigos cuando la jaula se movía lentamente en el borde del precipicio.

La jaula estaba enganchada con un hierro que colgaba del techo en forma de arete, me desconcerté al ver que no había una forma segura de escapar debido a su dificultad, era difícil y trabajoso salir de esa jaula; si abría la puerta caería al vacío de 90 metros y moriría instantáneamente, pero, si decidía quedarme la jaula tenía que entregarme a otro tipo de muerte, quizás más rápida o lenta.

Preferí quedarme en la jaula y atacar en el momento necesario, miré hacia abajo y me estremecí cuando vi las máquinas de torturas, era un lugar repudiado, inhalaba el hedor que desprendía el suelo, las paredes y el techo. La fetidez se enriquecía con la presencia de animales muertos, excremento mohoso, vómito y orina, en efecto, mi persuasión hacía desdeñar la noche con tan sólo una mirada.

Algo me capturó en el bosque y me encerró en ese patíbulo, estaba en la torre más alta de un castillo abandonado y lejos de Núremberg. No había nada más sobrecogedor que mirar los restos cadavéricos en el patíbulo, había intestinos arrugados y despellejados sobre las maquinas torturadoras, huesos rotos, torsos mutilados y extremidades amputadas, no obstante, el patíbulo estaba plagado de ratas, sapos y tarántulas.

Había un montón de velas negras y rojas que rodeaban a los vitrales de un altar, era una divina obra católica medieval, retractaba la imagen de una mujer desnuda y sufriente, tenía inmensas alas de murciélagos y una espantosa cabeza de cabra, los relámpagos espetaban de sus largas uñas como un hechizo. El altar estaba acompañado de una lámina de mármol, esa imagen era más artesanal y primitiva en cuanto a su diseño, ilustraba un círculo representado por el zodiaco con cada uno de los astros, en el medio de estos estaba la imagen de Jesucristo.

La mujer de la pintura recibía el nombre de Andrómeda, era la emperatriz todopoderosa de Pléyades. Todos la adoraban con velas y oraciones ortodoxas para pedirle favoreces, le rendían cultos con ceremonias negras y sacrificios en su nombre.

De pronto, se escuchó un horrible estruendo que me alertó inmediatamente, el sonido fue ensordecedor cuando el golpe sacudió la pared agrietada, las velas cayeron al suelo con fuerza y los insectos se escondieron. Enseguida miré abajo con temor y observé dos ovejas vivas que estaban a punto de ser sacrificadas, el clamor gemebundo de los agónicos corderos era doloroso y lamentable, los animales tenían el cuerpo mutilado y los huesos sangrantes, pateaban todo lo que veían y se retorcían contra la pared con abatimiento.

De repente, los corderos se aquietaron y no hicieron más ruidos. Se escucharon ruidosos bullicios que golpeaban las paredes, me atemoricé cuando sonaron algunos pasos que venían desde afuera hasta la puerta de entrada, el vello de mi piel se irguió como la brisa que levanta la grama y empecé a sudar.

Una espeluznante sombra se acercaba a la puerta mientras traspasaba la abertura de la pared, sonaron enormes truenos que iluminaron el patíbulo con el caer de los relámpagos, por un momento pensé que era un animal salvaje que estaba suelto. –Un golpe aceleró los latidos de mi corazón con bramidos de inquietud–, La puerta se abrió de golpe y de pronto apareció un espantoso hombre alto de contextura gigante, su rostro estaba escondido entre la sombra y tenía una pequeña luz blanca de maldad que brillaba en sus ojos.

Era el verdugo más prepotente del imperio de Orión, Alfred Runford. Un hombre detestable y perverso, el color de sus ojos era verde limón y su cabello marrón, en la comisura de sus labios corría sangre y saliva blanquecina, tenía un hedor desagradable que replicaba al asco proporcionado del patíbulo, tenía puesta una túnica negra y un sombrero de bruja en forma de cono.

Entró colérico al patíbulo con una niña desnuda y golpeada, –la niña profería dolorosos alaridos de terror–, la estrujó con sus gigantes manos como si fuera un costal de basura y la lanzó contra la pared, –su cráneo sonó al estrellarse con la pared y sus ojos se pusieron en blanco–, la niña empezó a llorar con histeria y terror mientras intentaba levantarse del suelo. Tenía una mirada inocente que irradiaba el miedo en su alma, el verdugo comenzó a seguirla con una barra de hierro en la mano, la niña estaba acorralada entre las paredes del un rincón.

– ¡Ven a mí! –Increpó la voz retumbante de Alfred–, tú eres mía y ahora no saldrás de aquí en lo que te queda de vida.

La niña se escabulló con un alarido de consternación.

– ¡AAAAAHHHHH, DÉJAME! –Clamó ella–, ¡NOO ME HAGAS DAÑO! ¡PAPIII, QUIERO VER A MI PAPAAA!

– ¡Ya vendrá tu papito, te irás con él al maldito infierno hija de puta! –Exclamó Alfred, iracundo–, ¡Más te vale que te quedes tranquilita porque tu papá será quien sufra las consecuencias!

La niña imploró.

– ¡NOOOOO! –Suplicó llorosamente–, ¡NO LO MATES! ¡A MI PAPI NO!

Alfred la sujetó de los brazos y la arrojó a los cadáveres.

– Te llevarán al prostíbulo con los otros gusanos, –dijo Alfred con desdén–, serás una maldita prostituta igual que la puta de tu madre.

La niña gritó, aterrada.

– ¡Auxilioooo! ¡Ayúdenme a salir de aquí! –Replicó la voz entrecortada de la niña–, ¡Por favor, ayudaaaaaaa!

Alfred soltó una carcajada feroz.

– Todo estará bien, –dijo él, sardónicamente–, nadie te hará daño en esta noche. Juguemos a las escondidas, ahora escóndete y yo te buscaré, pero, si te encuentro tienes que dejarte tocar ese rico trasero.

La niña se alejó de él, amilanada. Ella se resbaló con los cadáveres y se golpeó en la cara con la pared.

– ¡Ohhhhh si, trata de esconderte porque amo cazar ratas sucias! –Bramó Alfred–

Alfred golpeó las paredes.

– ¡MAMAAAAAAA! –Gritó la niña–, ¡Quiero ver a mi mamá! ¡Ella está enferma, quiero ver a mi mamá!

La niña se puso las manos en su cara y gimió con ahogo.

– ¡JAJAJAJAJAJAJA! –Retumbó Alfred con una risotada–, tu mamá está muriendo. No tiene salvación y tú tampoco, mejor rézale a tu maldito Dios para que te salve ese delicioso culo.

Alfred cogió un látigo y corrió hacia la niña, ella se levantó y trató de esquivar los latigazos que el verdugo le daba.

– ¡AAAAAAAAAAHHHH, ME DUELEEE! ¡NO ME HAGAS DAÑO! –Chilló la pequeña–

Alfred le azotó la espalda una y otra vez hasta que la niña empezó a sangrar. Alfred la levantó del cabello y le dio un puñetazo en la boca que la lanzó al suelo.

– Q-q-quiero ver a mi mami, por u-última vez, –balbuceó la niña, afligida–, no quiero morirme.

– ¡Actúas como ridícula, asquerosa cucaracha! –Regañó a gritos Alfred–, eso es lo que ganas por ser una porquería al igual que tus padres, ¡Ratas miserables!

La niña no entendía lo que él le decía y se quedó atónita, Alfred se levantó, corrió a la puerta de inmediato y salió al corredor.

– ¡Camina! ¡Vamos, apresúrate! –Retumbó la voz de Alfred desde afuera–, ¡Maldita escoria! ¡Adentro está la lombriz esperándote!

– ¡Detente! ¡Dejen libre a mi familia! ¡Quédense con lo nuestro, pero déjenos libres! –Clamó una voz masculina–.

La niña miró la puerta y soltó una lágrima.

– ¿Papá? –Pensó ella–.

Alfred entró al patíbulo con un hombre encadenado de las manos y lo lanzó al suelo, era el padre de la niña.

– ¡Steve Howard! –Vociferó Alfred–, el padre de la putita.

La niña se dirigió a su papá y quiso darle un abrazo. Alfred rezongó y le dio una patada a la niña en el estómago, Steve se agitó y comenzó a gritar de furia.

– ¡HIJAAAA! –Clamó Steve con un grito–, ¡Saldremos de esto, tú mami está bien y yo también lo estaré! ¡No mires nada de lo que este hombre me hará!

La niña se tiró al piso con un berrido.

– ¡Alicia es una desgraciada! –Gritó Alfred–, su vagina es pestífera. ¿Cómo haces para chuparle esa cosa que parece una tarántula?

– ¡No hables así de mi mujer! –Graznó Steve–, ¡Respeta a la madre de Carolina!

– ¿Quién demonios es Carolina? –Preguntó Alfred, irónico–, jajaja, que nombre tan sucio.

– ¡Es el nombre de mi hija! –Replicó Steve, colérico–, es el nombre de su abuela materna.

Alfred detonó una carcajada.

– ¡JAJAJAJAJA! –Rugió Alfred con maldad–, ustedes son los más estúpidos que he visto en mi vida. Ella morirá, nadie se salva de la peste negra, lo que no entiendo es como una rata puede contagiar a otra rata.

– ¡Ella no es una rata! –Gritó Carolina, enfadada–, ¡Déjame ver a mi mamá!

Steve lloró.

– Está bien, –asintió Alfred–, te dejaré ir con ella si me lames el culo, ¿Vale?

– ¡Carolina, no lo escuches! –Gritó Steve, dolido–, él está loco.

– ¡Así es! –Concordó Alfred–, estoy loco por cogerme a esa niña. Estoy cansado de meterme huesos de gatos por el ano, te arrancaré los dedos y me lo meteré en el ano hasta que me sangre. ¡OOOOHHH, SI! ¡VIVA EL SEXO ANAL!

Steve miró a Carolina, miedoso. Alfred enloqueció y se metió el dedo en el ano por 10 segundos, al sacarlo le introdujo el dedo húmedo y apestoso en la boca de Steve mientras el hombre se alejaba con histeria.

– AAAAAHHHH ¡BASTA, MALDITO DEGENREADO! Hija, –dijo Steve bajando su tono de voz–, muy pronto estaremos juntos y seremos felices como antes. Tú mamá estará sonriente de volvernos a ver, pero, no creo que salgamos de aquí esta noche, pase lo que pase lo dejes de ser una niña maravillosa.

Alfred se apartó y los miró con ironía.

– Vamos a hacer algo, –dijo Alfred–, dejaré ir a la niña con la condición de que trabaje en el Palacio de los Deseos. O, morir como Judas en el patíbulo, así que, pueden pensar desde ya.

Carolina no sabía lo que Alfred hablaba, ni siquiera sabía que era el Palacio de los Deseos.

– ¡Mi hija no será una prostituta! –Replicó Steve–, ni se te ocurra enviar a mi hija a ese prostíbulo. Mi pequeña no será juguete de esos sacerdotes, jamás...

– No hay de otra Señor Steve, –dijo Alfred, calmado–, entonces que se pudra en esta mierda.

– ¿Por qué nos hacen sufrir? –Preguntó Steve–, ¡No fue nuestra culpa confiar en ustedes!

– Tu fortuna ha quedado en manos de Israel– contestó Alfred–, nadie te mandó de estúpido a decirle a él que asesorara tu patrimonio. Te robaron y eso es todo, eres un obstáculo en su camino y él me pidió que los trajera hasta aquí.

– ¡Quédense con mi dinero, pero no nos maten! –Imploró Steve–, mi hija es lo único que me queda.

– No necesito tu dinero, –negó Alfred–, ¿Me estás diciendo que soy un necesitado?

– ¡No, no, no digo que estés mendigando! –Exclamó Steve–, sólo digo que haría lo que fuera para que me dejes ir con mi niña.

Alfred lo miró y luego desvió la mirada.

– Tú mujer ha muerto con otros enfermos que padecían de la peste, –dijo Alfred–, y ustedes también morirán.

Steve quedó petrificado y Alfred cambió de humor en un instante.

– ¡Deja ir a mi hija! –Rogó Steve–, ¡Ella no tiene la culpa de nada, su corazón está roto!

– Eso a mí no me concierne, porque a nadie en el mundo le importó lo mucho que sufrí en silencio por décadas, –dijo Alfred con frialdad–, lo siento mucho por ustedes, pero, no quiero verlos vivos en lo que me queda de vida.

– Papi, –habló Carolina–, tengo mucho miedo, no quiero morir.

Alfred resopló y volteó a mirar a la niña.

– ¡Tú no te preocupes, porque serás quien disfrute esta noche! –Bramó Alfred–.

Steve empezó a forcejearse, Alfred corrió hacia él y lo puso de pie contra la pared, le quitó quitarle el abrigo y lo dejó desnudo delante de su hija. Carolina comenzó a gritar deplorablemente y Alfred lo empujó a una silla de púas, al sentarse se desgarro la piel mientras éste gritaba de ardor, las púas estaban exageradamente calientes y oxidadas.

Carolina se lanzó al suelo y abrazó sus rodillas en posición fetal para no ver a su padre sufriente.

– Te amo, –murmuró Steve, mirando a su hija–, si no sales de aquí te estaré esperando en el cielo con tu mamá.

Carolina se tapó los oídos.

– Gracias por dejar a esa niña en mis manos, –dijo Alfred, sonriendo–, tengo mucho tiempo sin coger y ahorita lo disfrutaré mucho. ¡Feliz navidad, miserable!

Alfred empezó a reírse excesivamente y cogió un cuchillo del suelo.

– ¡No mates a mi papá! –Aulló Carolina–, ¡PAPAAAA NO ME DEJES SOLA! ¡NO ME DEJES SOLA CON ÉL!

Steve miró a su hija con los ojos llorosos y luego los cerró.

– Mira lo que le haré a tu querido papi, –habló la voz escandalosa de Alfred–, despídete de esa pudrición malviviente.

– ¡Todo estará bien, pequeña! –Le dijo Steve–, te prometo que esta noche nos volveremos a ver en un mejor lugar.

– ¡Jajajajaja, ustedes están más enfermos que yo! –Exclamó Alfred–, también les prometo a los dos que estarán en el infierno con la enferma en esta misma noche.

Alfred el sanguinario verdugo sin sentimientos le lamió el cuello a Steve con su lengua blanquecina y apestada, mordió la piel de Steve con aquellos dientes podridos y renegridos. La boca de Alfred tenía pequeños huecos que se llenaban de larvas, apretó sus dientes y comenzó a devorarle el cuello como si fuese un vampiro, Steve gritaba aterrado y asqueado mientras que su cuello se colmaba de gangrena.

Alfred levantó la mano sigilosamente y le cortó el cuello a Steve, la sangre comenzó a salpicar el rostro de Alfred y entró directamente en su boca. Alfred saboreó la sangre y volvió a ponerle la boca en el cuello para succionar la herida, Steve estaba asfixiándose y expandió la boca para intentar respirar; Alfred se apartó de él y metió la mano en un hueco de la pared que tenía arena, sacó el puño y de inmediato se lo introdujo en la boca de Steve para que se ahogara.

Steve comenzó a toser y la garganta se le salió de la herida, Alfred volvió a cortarle el cuello impetuosamente hasta que intentó cortarle la cabeza con lentitud. El mortuorio verdugo pensó en algo mejor y se detuve a pensar, y luego, abrió el vientre de Steve y metió su puño de golpe en el interior de las vísceras, Alfred sujetó los intestinos de Steve y con sus filosas uñas los rasgó hasta que los sacó de su lugar, Steve todavía se movía con silenciosos gemidos lastimeros. Alfred haló los intestinos de Steve y se dio la vuelta lentamente, se enrolló entre las vísceras y comenzó a danzar femeninamente mientras vaciaba la sangre del interior de Steve; Carolina sólo gritaba de horror y se metía el puño en la boca para no escuchar sus gritos, lo peor estaba por llegar.

Carolina estaba afligida, corrió sigilosamente a la jaula y me habló en voz baja, el verdugo estaba descuartizando el cuerpo de Steve.

– Oiga, Señor, –me habló la niña–, ¿Puede escucharme?

Yo estaba de espalda, giré despacio y la miré fijamente.

– Puedo oírte, –afirmé con la cabeza–, siento mucho lo que le sucedió a tus padres.

– Yo te ayudaré a salir de esa jaula, –susurró Carolina–, sólo tengo que buscar algo para abrir la puerta.

Miré la puerta de la jaula y era una trampa, si la abría caería de lado al precipicio.

– Pero podría caer al vacío, –dije–, esto no será fácil.

Carolina encontró un clavo de acero y lo arrojó a la jaula. Lo metí dentro del candado y comencé a moverlo en círculos hasta que la puerta se abrió.

– Ahora baja con cuidado, –murmuró Carolina–, sé que puedes hacerlo. Confía en ti, yo confío en ti, ahora baja.

Me moví despacio hasta que la jaula se inclinó al precipicio, me deslicé dentro de ella y caí afuera con el cuerpo colgando desde la ventana, quedé con ambas manos puestas en la orilla y los brazos tambaleantes.

– ¡Cuidado, no mires hacia abajo! –Gritó Carolina, nerviosa–, ten mucho cuidado.

Alfred escuchó el ruido y se levantó despacio con la ropa impregnada de sangre, se quitó el sombrero y caminó hacia la ventana sin que nos diéramos cuenta. La jaula se desprendió del hierro y cayó al vacío, Carolina me dio la mano y comenzó a halarme hacia dentro mientras que Alfred se acercaba detrás de ella.

De pronto, Alfred se paró detrás de Carolina y me lanzó una mirada de amenaza con aquellos ojos enrojecidos y repletos de sangre.

– ¡Está detrás de ti! –Grité, horrorizado–, ¡Huyeeeee!

Carolina se dio la vuelta y quedó boquiabierta, su cara se puso pálida y la boca le empezó a temblar.

Carolina lo esquivó y salió corriendo a la salida, Alfred la siguió y se lanzó sobre ella con todo su peso. Cogió un rollo de alambre de púas y le ató las muñecas a una máquina, Alfred la dejó exactamente en donde estaban los despojos de su padre y la abofeteó.

Mientras que Alfred estaba con Carolina no sabía qué hacer conmigo, pensé en dos alternativas, la primera era lanzarme al vacío y perder el conocimiento antes de llegar al suelo, y la segunda era quedarme en el patíbulo para ser torturado. 

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