Capítulo 06. Los inquisidores han llegado.
"La tormenta regresó para inundar el vacío de mi corazón, el llanto y el silencio del desierto retorcieron mi estómago con la presión de una anaconda feroz, la soledad me estranguló y mis pulmones dejaron de funcionar cuando el calor prendió fuego en las heridas del ayer".
Después de una hora los hombres hicieron desastres en las casas del pueblo para buscar al forastero que tenían en mente, al ver que no encontraron al hombre que les describieron, empezaron a incendiar las casas de la gente modesta y derrumbaron algunos templos. Los soldados hurtaban la comida de la gente, algunas piezas de oro y objetos valiosos que les arrebataban de las manos con brusquedad.
Los verdugos siguieron entrando en los hogares rompiendo y destruyendo todo lo que se encontraban, empujaban violentamente a las personas hasta sacarla como sabandijas de sus casas. Los guardias se encargaban de analizar y examinar a las personas, de tal manera que cumplieran con la descripción que tenían de su prófugo.
Un pueblerino amedrentado, se asomó desde la ventana de su casa hasta que le lanzaron un cuchillo directamente a su rostro, uno de los verdugos embistió con su puntería directamente a los ojos del hombre. Al mirar que el hombre se desangraba decidieron dispararle 3 veces hasta que el dejó de gritar.
– Esto está muy mal, –comentó Cesar–, si nadie habla del foráneo habrá mucha gente a la que les trozarán la lengua, después que le corten la lengua se la lanzarán a los cerdos como comida. –Cesar entró en desesperación–, Creo que tienes que esconderte, no sé cómo demonios lo harás, pero, si esos dementes ven que tú cumples con las características de la descripción que dieron, te llevarán al patíbulo.
Charles ordenó a sus verdugos que entrasen a la cabaña.
– ¡No han entrado a esta cabaña! –Les gritó Charles–, ¿Qué están esperando, bastardos hijos de mierda?
Los verdugos corrieron a la puerta de la cabaña y la golpearon.
– ¡Vete, escóndete ahora mismo! –Exclamó Cesar con la voz temblorosa–, no salgas todavía hasta que yo te busque.
– ¡Un segundo, no puedo hacerlo! –Berreé, estremecido–, ¿En dónde me oculto?
Cesar se metió el puño en su boca y bufó.
– ¡Vamos rápido a buscar un lugar! –Profirió su voz, agitada–
Antes de que revisaran la cabaña fue un momento de emergencia y aprietos, sin encontrar ninguna opción válida para esconderme pensé en una iniciativa para ocultarme del allanamiento, y esa idea era sumergirme en la laguna mientras que los hombres se iban, la noche tenía bastante neblina por lo que encubría el agua, Cesar me acompañó rápidamente hasta el patio con su candelabro hasta que me sumergí en la laguna.
– Quédate aquí mientras que los guardias se van, –dijo Cesar–, yo vendré a buscarte después que todo haya terminado.
– Mantén una actitud serena y no demuestres nervios porque seremos delatados, –repliqué–, ten cuidado con los sanguinarios.
Cesar regresó a la sala corriendo y cambió su actitud.
– ¡Abran la maldita puerta! –Bramó Charles, violento–. ¿Qué es lo que están esperando?
– ¡Un segundo! –Gritó Cesar, apresurado–.
– ¡Abre la maldita puerta, cerdo! –Insistió Charles con furor–.
Los verdugos golpearon la puerta sin parar. Los golpes sonaban hasta el patio, me sentí exacerbado.
– ¡Es la cabaña de los brujos! –Gritó Israel–.
Cesar se apresuraba en abrirles cuando Charles y su ejército rompieron la madera, Israel entró a la cabaña salvajemente e hizo desastre junto a los otros hombres. Los sanguinarios destrozaron toda la vajilla junto a los jarrones que la familia conservaba por generaciones, además de romper cosas no dudaron en robarse amuletos y joyas valiosas, tal cual como oro, diamante y rubí.
– ¡Óiganme, dejen de romper esas cosas! –Gritó Cesar, furioso–, todo lo que están cogiendo le pertenece a mi familia.
Israel lo escuchó y se acercó a Cesar, intimidándolo con una mirada profunda.
– Oh, –Gimió Cesar–, así que ahora quieres actuar como el hombre que nunca serás, Déjame decirte muy claro que sólo eres un maldito brujo igual que tu abuela, no vales la pena, tú madre chupará mi ano en el infierno.
– ¡Cierra el hocico, maldito asqueroso! –Exclamó Cesar, colérico–.
Cesar se enfureció tanto que le golpeó la cara a Israel, arriesgo su vida para defender la memoria de su madre, de inmediato, Israel haló el brazo de Cesar y lo dobló en su espalda. Israel corrió a la Cocina mientras halaba del cabello a Cesar y encendió el horno, Israel obligó a Cesar a poner la cara en el calor hasta que se empezó a quemar la mitad de su cara.
– ¡Suéltame! –Clamó Cesar–, ¡AAAAAAHHHH! ¡Auxilio! ¡Me quemoooo!
Israel río mientras los otros hombres se burlaban de Cesar.
– ¡Marica, sólo eres una marica, te sodomizaré ahora mismo si eso quieres! ¡Me encanta coger a maricas como tú! –Vociferó la resonante voz de Israel–, hueles a mierda y a la carne descompuesta de tu abuela cuando se pudrió en la basura.
Cesar continuó forcejándose, adolorido y quejumbroso. Sollozando y lloriqueándole a Israel.
– ¡Te lo suplico! –Imploró Cesar con susurros de lamento–, me duele mucho, por favor.
– ¡Jajajaja! –Estalló Israel–, quedarás deforme como tu madre. Si quieres que te libere pídeme perdón y acepta que eres un maricón, eso bastará.
Israel lo sostenía mientras los hombres le pellizcaban el cuerpo y le hacían cosquillas.
– ¡Noooooo! –Gritó Cesar–, ¡No haré eso!
Cesar se humilló y comenzó a llorar.
– Tú eres él que sufrirá las consecuencias de tus sucios actos, –dijo Israel–, vamos, no te escucho.
Cesar forcejeó más e intentó golpear a Israel, pero, su cara estaba quemándose.
– Perdón, –dijo Cesar entre los dientes–, perdón, ahora suéltame.
– ¡No oigo nada! –Burló Israel–, así no te soltaré.
Cesar soltó un quejido.
– ¡Perdón, perdón! –Clamó, avergonzado–, ¡Perdón!
Charles observó lo que le hicieron a Cesar y se enfureció.
– ¡Suéltelo, degenerado! –Profirió la voz áspera de Charles–, ¡No les pago a ustedes para que vengan a divertirse con esto!
Israel lo soltó de golpe, Cesar se alivió y corrió a una vasija de agua para echársela encima. Los demás hombres salieron de la cabaña riéndose, Charles los siguió.
– ¿A dónde creen que van? –Les preguntó Charles–, de aquí no se van vivos.
Charles se enfureció y les disparó con su escopeta en la cabeza a tres de los hombres.
– Mejor vayámonos de aquí, –dijo Israel–, acá no hay nada bueno.
Todos salieron de la cabaña.
Cesar tuvo una quemadura facial de tercer grado, corrió a buscar el cofre de primeros auxilios y sacó los remedios que su madre preparaba para las quemaduras, se aplicó una mascarilla para aliviar el ardor y se sirvió un vaso de agua fría. La mitad de su cara se quemó por completo dejando una terrible marca para siempre, cogió un abrigo y salió al patio para buscarme en la laguna.
Yo me estaba helando dentro de la laguna, me constipé con escalofríos que provocaron hipotermias y calambres en mis músculos. Cesar apareció entre la niebla con el candelabro y caminó hacia la laguna, al instante me sorprendí al verlo con una venda que cubría la mitad de su rostro hinchado y amoratado, el semblante de Cesar era algo rabioso y a su vez calmado.
– Sal de la laguna, –dijo Cesar–, ya todos se fueron.
– ¿Qué te hicieron en la cara? –Le pregunté–.
– Israel quemó mi cara con el horno, –respondió, tranquilo–, afortunadamente estoy bien... No sospecharon nada y eso está bien, entremos rápido a la cabaña que estoy congelándome.
– Es un completo idiota, –repliqué–, ¿Estás bien?
– Estoy bien, tranquilo, –afirmó con su cabeza–.
Me cambié de ropa rápidamente y me abrigué con una túnica que usaba debajo de un abrigo de piel, Cesar regresó a la ventana mientras que yo me protegía del frío.
– ¡Jericco, ven acá! –Bramó Cesar–, necesito que veas esto.
Corrí a la ventana.
– ¿Qué paso? –Pregunté, perturbado–, no sé pero, estoy asustándome con esto que está pasando.
– Los verdugos y los demás hombres entraron en la casa de Christine Le Bousier, –respondió, preocupado–, ella es una mujer invalida que ha vivido sola desde que la peste negra acabo con la vida sus padres. Es la persona más generosa que podrías conocer, ella sabe que tú estás aquí porque mi madre se lo comentó.
– ¿Y cómo fue que quedó invalida? –Pregunté mirando a su casa–.
– Ella cayó desde el segundo piso de su casa, –reveló–, se partió la columna en dos partes y perdió la movilidad de sus piernas.
La gente escuchaba lo que le decían a Christine, la mujer estaba dando horrendos alaridos de pánico desde su habitación hasta que la sacaron de la cama a patadas.
– ¡Está mujer es sospechosa! –Profirió la amenazante voz de Israel–, según los rumores ella sabe en dónde se esconde el forastero, el hombre tiene por nombre como Jericco, todavía no reconocemos el apellido.
– ¿En dónde está ese hombre? –Le gritó Charles–, todos saben que tienes las manos metidas en esto. Será mejor que hables antes de que te paralicemos por completo, maldita inmóvil, lo único que transmites con tu cuerpo es lástima y repugnancia.
La mujer sonó un berrido con llanto.
– ¡No sé quién es ese sujeto! –Negó Christine–, ¡Salgan de mi casa! ¡Auxilio! ¡Ayúdenme!
Nadie salió de su casa para ayudarla.
– ¡Cállate, traidora hija de perra! –Gritó Israel–, por esta razón digo que eres una miserable desgraciada. Nadie te quiere, morirás sola porque a ningún hombre le gustaría una mujer como tú, ni siquiera puedes moverte para seducir a un hombre. ¡Qué asco das, maldita loca!
Israel la abofeteó bruscamente y le marcó su mano en la cara.
– ¡AAAAAAAAAAHHHHH! –Chilló Christine–, ¡Sáquenme de aquí, auxilioooo!
Los verdugos cargaron a la mujer y la arrojaron fuera de su casa como una basura, Israel comenzó a golpear brutalmente a Christine en el suelo.
– ¿Dime en dónde ocultas al foráneo? –Insistió Charles–, dímelo ya, porque no tengo paciencia para ti.
Christine se quedó muda.
– ¡Habla ahora! –Vociferó Israel–, te mataré yo mismo con mis propias manos.
Israel la pateó en el estómago mientras ella tocía sangre.
– No lo sé, –susurró ella, ahogada en el dolor y en sus lágrimas–, lo juro, no sé de quién me están hablando. Les prometo que cuando me entere de algo se los haré saber, no estoy mintiendo.
Charles la escupió en las piernas.
– Maldita mentirosa, –gruñó Charles–, eres una infame, traidora, no digas nada más porque te haré sufrir más de lo que crees. ¡Tu opinión jamás será tomada en cuenta! ¡Nadie querrá escuchar a un trozo de vagina sidosa como tú!
– Mejor llévensela, esa maldita sucia huele a la pudrición anal de mi mujer, –dijo Israel–, que conste que se le advirtió muchas veces.
Christine comenzó a llorar.
– ¡No me lleven! –Gritó, ahogada en su llanto–, no quiero morir, no me hagan daño. No le he hecho mal a nadie, tengan misericordia por mí, soy inocente.
Los hombres la ignoraron.
– No la escuchen, –dijo Charles, arrogante–, hagan como si ella tampoco hablase. Sólo es una puta paralizada, sus neuronas están más rígidas que mi pene en erección.
Los verdugos empezaron a desnudarla, a golpearla y a manosearla.
– ¡No, no, no me toquen! –Suplicó Christine, llorosa–, ¡No me hagan esto! ¡Por favor, tengan piedad por mí!
Christine arrojaba alaridos de terror y temor, vivía la peor humillación de su vida.
– Tú y tus palabras son inválidas, –concluyó Israel–.
Israel llevó un costal y los verdugos la introdujeron dentro, Israel comenzó a gritar y a mover los brazos hasta que cayó en una desesperación traumática. El costal brincaba con clamores de ansiedad y terror, Charles amarró el costal en la pata trasera de su caballo y se subió en él, el caballo salió corriendo rápidamente y Christine fue arrastrada por todo el pueblo dentro del saco, su cuerpo brincaba al golpearse fuertemente contra el suelo.
El pueblo quedó en silencio por unos minutos, los hombres se fueron y los pueblerinos sintieron un poco de alivio. Nadie sabía qué decir, qué pensar, todo estaba arruinado para Christine por mi culpa.
– Me siento culpable, –le dije a Cesar–, todo esto es por mi culpa. Tuve que haber salvado a esa mujer, siento que ella me ha salvado de algo siniestro y estremecedor.
– No te sientas culpable, –habló Cesar–, no debiste hacer lo que pensaste. Hubiese sucedido algo feo contigo, mejor ve a dormir porque esta noche será aterradora.
– No, –negué con la cabeza–, no Cesar, me iré está noche. Ahora con más razón que están buscándome para arrestarme, necesito salvarle la vida a Christine, no podré vivir con este martirio mental.
– ¡No dejaré irte! –Protestó Cesar–, si lo haces te capturarán. No sabes lo astuto que es el imperio de Orión, ellos no dejan escapar a sus presas.
– No dejaré que nadie me atrape, –repliqué–, nadie es más astuto que yo. No le temo a nada, mucho menos a esos degenerados.
– No te irás, –insistió–, estás muy alterado.
– ¡No lo estoy! –Rezongué–, no estaré viviendo con el cargo de conciencia porque dejé morir a una mujer que intentó salvarme.
– Vale, –asintió–, te dejaré ir porque ya no puedo hacer nada para que cambies de opinión.
Comenzó a llover en el pueblo.
– Sin importar la lluvia que caiga me iré, –dije–, Cesar, gracias por...
Se escuchó un gran bullicio y mis palabras se cortaron.
Aparecieron dos caballos negros de ojos rojos que estaban amarrados en una carroza fúnebre, venían trotando con lentitud por el pueblo mientras que la gente se paraba en las ventanas con temor, a través de la tormentosa lluvia indagaba con la vista para ver quiénes estaban dentro de ella.
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