uno

EL RECONOCIBLE AROMA a humedad se adueñó del tren en cuanto las primeras gotas de agua aparecieron para convertirse en una gran tormenta, colándose por pequeños agujeros en el techo. Hojas y ramas se desprendían de los arboles más cercanos, para después chochar contra las ventanillas de los pasajeros. Eddie dió un respingo al ver como una paloma se estrellaba contra su ventana, dejando un leve rastro transparente en ésta. Quitó la mirada, desconcertado, y centró su atención en los lustrosos zapatos que tenía puesto.

El silbido del tren y el rechinar de las ruedas contra los oxidados rieles anunciaba que estaban a nada de llegar. El ambiente dentro era sepulcral y aburrido; los demás pasajeros hablaban en susurros, probablemente ansiosos por bajar. La mujer a su lado se entretenía con un crucigrama a medio terminar, ambos esperando en silencio que los últimos minutos allí se acabasen pronto.

──Nuestro nuevo hogar, Eddie ──musitó su madre, fatigada──. Tu última oportunidad de hacer las cosas bien, no vayas a arruinarlo una vez más.

Eddie volvió de nuevo su vista a la ventanilla, con discreción. El pueblo parecía venírsele encima. Por las calles patrullaban algunos coches, apurados por querer llegar a sus casas, junto con sus familias. Rumbo a un hogar. El chico le mostró una sonrisa forzada a su madre, siendo consciente de que mudarse una vez más no solucionaría nada, y eso a lo que ella llamaba un hogar, estaría lejos de serlo.

Apenas Eddie puso un pie en el primer andén, supo ──con toda la tristeza del mundo── que pronto estaría reviviendo la misma pesadilla de todos los días. A paso lento, siguió el cuerpo voluminoso de su madre. Mucha gente salía de los compartimentos y esperaban ansiosos su equipaje, mientras que otro grupo pasaba a hacer filas.

──¿Todo bien, Eddie Bear? ──escuchó la aguda voz de su madre── Ven a ayudarme con esto.

──Mamá, no me llames de esa forma ──colgó una maleta en cada hombro y agarró un saco lleno de comida que su madre se había empeñado en traer──, por favor. Estoy algo mayor para ese apodo.

──Los pasajeros que ya tengan sus boletos acercarse, por favor ──la tenue voz de una mujer se escuchó a través de los altavoces. En media hora seguiría su rumbo el tren.

Sonia ignoró lo que dijo su hijo y arrebató de mala gana el saco de comida. Se abrió paso entre la multitud y avanzaron hasta la entrada del lugar, esquivando al montón de gente que iba y venía. Al llegar notaron que estaba menos congestionado, aún transitaban algunas personas pero no tanto como antes. Tomaron asiento en unas bancas y esperaron a que pronto apareciera el coche de su tía Isabel, quien los hospedaría en su casa quien sabe cuanto tiempo.

──Mañana te integrarás al colegio, ¿entendido? ──habló, asomando su cabeza en la profundidad del saco y alcanzando un envase lleno de pastel de carne── No quiero ninguna citación esta vez, Edward.

Su redonda cara parecía agrandarse con cada bocado que le daba al aperitivo. Eddie tuvo que apartar por un momento la mirada al sentir que su estómago se revolvía. En su interior sabía que no iba a poder cumplir con lo que su madre le estaba pidiendo, todo sería más fácil si tan solo ella pudiese entender el desastre que era en el colegio, simplemente parecía querer evadir ese tema que ya la mayoría había notado.

El estridente sonido de unos neumáticos desviaron su atención de la plática que tenía con su madre. Un pequeño coche amarillo ──que parecía sacado de una película antigua── se había estacionado frente a ellos. Observó en silencio como una pareja bajaba apurada del auto, junto con un chico que no paraba de balbucear improperios sobre el tiempo.

──Maggie, ¿para qué tienes esas piernas largas si no las vas a usar? ──escuchó la voz del chico pasar junto a él── ¡Corra, señora Tozier! No la vamos a extrañar.

A un lado, Sonia miró con disgusto al azabache; contrario a Eddie, que miraba con total curiosidad el comportamiento enérgico del chico. Él nunca se atrevería a hablarle a su madre de esa forma, y dudaba que eso pasara. Siempre había aceptado los límites que le establecía, sin rechistar, porque según su progenitora así debía ser.

La familia anterior ya se había colado en las inmensas filas y parecían esperar impacientemente a que las personas frente a ellos desaparecieran y les dejaran pasar. Eddie no pudo observar más después de que los tres se desviaran hacia el segundo andén. Volvió su atención de vuelta a su madre, notando que la zona de su mentón estaba algo colorada.

──Tu barbilla tiene... salsa ──señaló el lugar, y le pasó un pañuelo que ella misma le había tejido como regalo de navidad.

La lluvia seguía cayendo y la tía Isabel aún no aparecía. Estaba por dar el medio día, y tanto Sonia como Eddie pensaban urgentemente en pedir algún transporte. Personas llegaban al lugar y se quedaban viéndolos de reojo, como si fuese algo extraño ver a una señora obesa de casi cincuenta años junto a un chico menudo que no paraba de verla comer.

──¿No va a guardarle un poco al pobre chico? No me malinterprete, soy consciente que comer es lo mejor del mundo... ──Eddie escuchó la misma voz de hace un rato justo atrás de él. Con confusión, se volteó a verlo──, pero su conciencia debe ser igual de pesada que usted.

Sonia dejó de masticar lo último que le quedaba de su almuerzo, pasando por alto que no le había preparado ninguna merienda para el viaje a su hijo; y se concentró tanto en el fascinante sabor de sus papas ralladas que no se inmutó en ofrecerle siquiera una.

──¿Tú quien eres? ──preguntó la mujer, al no saber qué otra cosa responder.

El castaño recorrió la vestimenta veraniega del chico y frunció el ceño al no entender porqué estaba vestido de esa forma si había una tormenta en el pueblo. Su mirada chocó con la de mayor y al hacerlo, vio una casi imperceptible sonrisa adornarle el rostro.

──¿No me recuerda? Es una pena que haya olvidado éste hermoso rostro.

Eddie miró con incredulidad y molestia al chico, quien no parecía darse cuenta que estaba de más en una conversación que no le pertenecía. Las intenciones de Sonia de levantarse y llevar al chico por las orejas y dejarlo en la sección de objetos perdidos de la estación se le fueron justo cuando vio que un hombre se acercaba hacia ellos, corriendo.

──¡Richard! ──el aludido volteó. La sonrisa en su rostro había desaparecido al oír la voz de su padre── Dije directo al auto, ¿por qué nunca haces caso?

──Lo hago, solo me distraje con esta señora y su indefenso hijo ──se excusó. Wentworth rodó los ojos──. ¿Qué? Fueron lo primero que mis ojos pudieron captar, sólo mira ese mujeron.

──Discúlpenlo ──miró con reproche a su hijo──, espero que no le haya causado ningún tipo de molestias ──dijo, aunque él sabía muy bien de quien estaban hablando, y que eso era imposible.

El silencio que se hizo segundos después fue suficiente para acabar con la cordura del azabache. Se maldijo internamente por ser tan precipitado al hablar. Achurró la parte baja de su camiseta y frunció el ceño al notar que nadie tenía intenciones de responder.

──No, señor ──habló por primera vez Eddie, pero se arrepintió de abrir la boca en cuanto las tres miradas se posaron sobre él.

──¿Lo ves? Todo está en orden ──comentó el azabache──. Ya podemos irnos, vamos.

Richie estaba seguro que su padre no le perdonaría una más de su tonterías y que, al llegar a casa no dudaría en quitarle lo más preciado de su vida: su coche. Ese viejo auto ──que él consideraba una reliquia hecha por los mismos dioses──, por el cual había estado ahorrando tanto tiempo. Perderlo no estaba en su lista de cosas por hacer.

El hombre pasaba la mirada de su hijo hacia la señora, tratando de corroborar lo dicho, pero al notar que lo único presente era un silencio, se disculpó una vez más y se marchó con un Richie pisándole los talones. El azabache estaba por entrar al auto cuando se topó nuevamente con la mirada del castaño, aprovechó el momento y gesticuló un «gracias», para después entrar y arrancar el coche.

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