𝐏𝐫𝐨𝐥𝐨𝐠𝐮𝐞
El bosque a las afueras era como una hilera interminable de árboles tristes casi idénticos. Era complicado no perderse caminando entre ellos, pero para él, que no había sido ni de lejos su primera vez recorriéndolo, ya conocía sus secretos para atravesarlo y llegar hasta su final. Un final, que no era ni más ni menos que un pronunciado acantilado salpicado de flores rojas que esperaban en silencio.
El hombre caminó hasta el borde del precipicio, quedándose no muy lejos del mismo. Se llevó después ambas manos a la capucha de su hábito gris para bajársela. Un rostro joven, de corta cabellera oscura y con una sombra de tristeza cruzando sus brillantes ojos verdes apareció cuando se la quitó completamente. Y durante un rato, el hombre del hábito no hizo nada aparte de observar el tenue muro de niebla que separaba la isla de todo lo demás.
Allí solo se escuchó el sonido del mar y el viento golpeando las copas de los árboles con una fuerza moderada. Pero el hombre no escuchaba ninguno de esos sonidos. Solo era capaz de seguir dándole vueltas a lo que había sucedido días atrás. No había podido hacer otra cosa más que cargar con esa culpabilidad aplastante un día tras otro.
Era el único que quedaba de todos ellos. De todos los que le acompañaron desde donde vinieron, hasta esa isla que ahora no era más que un lugar patético, un sitio que solo drenaba alegría y vitalidad. El hombre se revolvió en su interior, quieto en el mismo sitio. Sabía por qué estaba vivo y no era por casualidad. En su momento, tomó una buena decisión, pero ahora esa decisión le estaba haciendo terminar de pagar por sus pecados al ser el último de ellos.
El hombre lo sabía muy bien. Y sabía que si él no era quien hiciera algo, el otro... jamás lo haría. Y por más veces que lo pensó, por más alternativas que intentó buscar, no encontró ninguna más que esa. Era el único camino. Y era el mejor plan posible, pensó recordando a su pequeña familia y las familias que a los demás les había dado tiempo a formar.
Con la cabeza gacha, dejó ver el atisbo de una sonrisa llena de infelicidad. Tenía miedo. Él, tenía miedo. No sabía adónde iría a continuación. Pero era el único camino a seguir.
Para seguir manteniendo la promesa, para no fallar a sus compañeros. Para que no se truncase su labor ni empeorar el error que vino a corregir. Para proteger a esas familias inocentes que ahora estaban encerradas en la isla.
No le agradaba en absoluto tener que dejarlos allí con él. Pero al menos, era una forma de garantizar su supervivencia. Y para aplacar su dolor y su creciente miedo, se convenció de que así debía ser y que hacía lo más correcto para todos.
Una ola rompió con más violencia de lo normal en las rocas que quedaban al pie del precipicio, sacando al hombre del hábito de sus pensamientos. Cuando alzó la cabeza, fue para percatarse de que tanto las olas como el viento se habían agitado abruptamente y ahora se movían con una ferocidad antinatural.
No le hizo falta girarse para saber que no estaba solo.
—Esperaba que hubieses ido un poco más lejos —dijo una voz infantil a sus espaldas.
El hombre no se giró ni dijo nada. Se tragó todo su miedo con esfuerzo y se repitió una y otra vez que era lo que debía hacer. No les volvería a ver, pero estarían a salvo de la muerte. No tenía otra forma de salvarles. No la tenía.
Apretó los ojos, impidiendo que brotase ninguna lágrima y esforzándose por mantener la compostura, aunque ni siquiera se dio la vuelta.
A quien él tenía detrás, era un niño. Un niño de pelo lacio y largo de color blanco, y unos resplandecientes ojos violetas que no dejaban de recorrer su figura con cierto aire de desprecio.
Las olas seguían rugiendo bajo sus pies, alzándose como si quisieran escalar el risco para alcanzarles. Del hombre ya no se podía esperar respuesta y el niño, empezando a incomodarse, alzó una mano y se la puso a la altura del pecho, con la palma hacia abajo. De ella, emergió una especie de agua grisácea muy similar al mar que rodeaba la isla. La burbuja de agua no cayó de su palma, sino que se quedó ahí, como un animalillo obediente que estuviese esperando órdenes.
El viento se enfureció y las copas de los árboles se revolvían en formas dolorosas. Pero el hombre seguía dándole la espalda al niño.
—¿Qué es lo que te propones...? —le preguntó al hombre.
La burbuja de agua se removió en la palma del niño, que no despegaba los ojos un ápice del hombre, con una seriedad aterradora para un rostro tan joven. El viento y las olas del mar seguían agitándose y el hombre, que continuaba sin contestar, vio como parecía que el muro de niebla empezaba a cerrarse despacio sobre la isla.
—No te permitiré marcharte de esta isla —sentenció el niño.
Al fin, el hombre dirigió la vista atrás, con una expresión vacía.
—Lo sé —le dijo al niño—. De todos... Yo era el más necesario, ¿no es así?
El niño no dijo nada, pero no hizo falta. El hombre ya sabía cuál era la respuesta.
—Yo soy el que debe permanecer... hasta que lo puedas lograr —continuó el hombre del hábito—. Porque soy tu última esperanza.
El niño tensó la mano y la burbuja de agua se retorció en formas extrañas colgando de su palma. No añadió nada, pero le dirigió una mirada de odio descomunal, aún sin entender adónde quería ir aparar.
—El inconveniente de las últimas esperanzas, es precisamente ese. Que es lo último que nos queda —siguió el hombre—. Que después de ellas no hay nada más.
El cuerpo del niño se tensó por completo.
—No existirá ese después —cortó el niño—. No sabes de lo que soy capaz.
El hombre soltó una triste carcajada y tardó un poco en responder.
—Sí que lo sé —le respondió, sombrío—. Y tú también sabes que de todos, soy yo el que mejor conoce quién eres.
El niño no pudo replicar. También él sabía que eso era cierto, para su desgracia. Instintivamente se puso en guardia, esperando al próximo movimiento del hombre que, por algún motivo, hoy se estaba comportando de una forma demasiado enigmática.
A la par que su rabia, el viento y la fuerza de las olas crecieron, removiendo su lacia y larga cabellera albina, como una fuerza protectora.
El hombre, aún de espaldas, se sorprendió a sí mismo de su propia frialdad. Introdujo una mano en la manga contraria del hábito y, dejando la mente en blanco para no dar cabida al arrepentimiento, extrajo un puñal con el que al fin se giró y dio la espalda al precipicio.
Y por más que se puso en guardia, el niño no lo pudo impedir. Con un movimiento rápido y carente de inseguridad, el hombre se clavó el puñal a sí mismo en el abdomen, causándose una herida de muerte que ya nadie podía revertir.
Los ojos del niño se abrieron de par en par, siendo testigo de que todas sus posibilidades se estaban escapando ante sus ojos, por su lentitud mortal, por no poder disponer enteramente de sus poderes.
El hombre le vio por primera vez desvalido, acorralado, presa de la impotencia. Lo estaba perdiendo todo y no podía hacer nada. Había perdido y no lo asimilaba.
Aun así, sabía que lo que le quedaba por decir le daría esperanzas. Pero era su condición, era lo que necesitaba decir para salvar a sus familias. A pesar de que con ello, podría llegar a condenar a una futura vida en un dilema al que no le veía otra salida más que esa.
Un hilo de sangre escapó por la boca del hombre del hábito y, con sus últimas fuerzas, se trató de erguir para volver a mirarle una última vez a los ojos.
—Puede... que yo no sea el último de mi tipo —dijo el hombre—. Puede que dentro de mucho tiempo, de entre la gente que ha quedado en la isla, nazca otro como yo.
El niño, aún sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, no dijo nada. Sus ojos se abrieron de par en par y, no supo por qué, intuyó que las palabras del hombre se quedarían en su mente como si las hubiesen grabado a fuego.
—Puede que ese otro tarde en llegar siglos o puede que no tarde tanto —prosiguió—. Pero le tome el tiempo que le tome en aparecer, yo le estaré esperando desde la otra vida. Renunciaré a descansar en paz para aguardar su llegada y cuando lo haga, prometo que mi espíritu se unirá al suyo para tutelarle y evitar que de él alguna vez puedas obtener lo que tanto buscas.
La voz del hombre se apagó de golpe tras su sentencia. El niño no alcanzó a decir nada y lo último que vio fue cómo se dejó caer de espaldas por el acantilado, dejándole completamente solo en aquel risco salpicado de flores rojas.
Tras unos segundos, el niño se dejó caer sobre la hierba gris, de rodillas. Apretó los puños y el cielo se oscureció sobre la isla. El muro de niebla se espesó y un aura de desasosiego cruzó toda la tierra hasta dejarla sin ápice alguno de alegría.
El niño miró al frente con los ojos semienterrados en un ceño fruncido. Recapacitó sobre las palabras del hombre, que acabó tomando como una promesa.
—Tú le estarás esperando —dijo el niño, dejando las palabras en el aire—, pero yo también seguiré aquí cuando llegue.
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