Cuando el alma duele parte 4

Flashback: Scott:

—Señorita Melissa, llega tarde a su primer día de clases.

Al escuchar ese nombre, mi atención se enfocó de inmediato.

—Lo siento, tuve problemas con el bus.

Las risas se esparcieron por todo el salón. Todos la miraban con burla.

Sí, seguramente era ella: la protegida de Ezequiel. Hacía más de un mes que él se había presentado en nuestra casa para pedirle a mi padre que enviara una recomendación a la escuela con la intención de que una de sus amigas lograra ingresar a este plantel. Patético.

—Tome asiento, por favor.

Se acercó y se sentó a mi lado. Su perfume, dulce y barato, con un fuerte olor a fresa, invadió mis fosas nasales.

—Ese nombre me suena... Ah, ya sé, eres la recomendada de mi padre —susurré inclinandome hacia su pupitre.

Quería molestarla. Solo saber que era amiga de ese idiota me fastidiaba. Melissa me miró y me dedicó una sonrisa.

—Hola. ¿Quién es tu padre?

—Mi padre es el jefe del hospital Alas de Hierro.

—No tengo idea. Conozco el lugar, pero ni idea de quién es tu padre. Yo solo voy a hospitales públicos.

—Sí, me doy cuenta. El... Amm... malviviente —toqué mi barbilla con el dedo índice y entrecerré los ojos, fingiendo buscar la palabra adecuada—. ¿Cómo lo digo? ¿El delincuente de Ezequiel? Le pidió a mi padre que te recomendara para que te dieran un lugar en esta universidad.

—¿En serio? ¡Qué lindo! Él decidió pagarme la escuela —comentó con tranquilidad.

—¡Ah! Qué lindo... —repetí, imitando su tono suave y sus movimientos ridículamente femeninos, que no le sentaban para nada.

Melissa entrecerró los ojos, notando mi burla.

—¿Te estás burlando de mí?

—No, ¿cómo crees? —respondí con sarcasmo.

—Bien. ¿Cómo te llamas?

—Scott.

—Scott, ¿alguna vez te han dicho que, de lejos, pareces bizco?

—¿Qué?

—Lo que oíste. ¿Te lo deletreo?

—Nada que ver, lo mío es heterocromía.

—Como sea, de lejos lo pareces. Cuando te vi, lo primero que pensé fue que me tocaría sentarme junto al chico bizco o tuerto del salón.

—Me estás jodiendo.

Melissa escuchó, bajó y subió los brazos. Nunca nadie me había dicho eso, pero, aun así, me hizo cuestionarme si en verdad me veía así.

Días después, ella parecía no tomar las mismas clases que yo. Se iba muy pronto, se sentaba lejos de mí parecía y me evitaba. Llegaba y salía de clases a toda prisa.

Me dirigí a la cafetería, esperé a que me atendieran y observaba mi reflejo en uno de los cristales del lugar.

—Te ves muy guapo, aun estando bizco —dijo por detrás de mí.

La miré y ella me sonrió.

—¿Qué? ¿Te volvió a dejar el autobús?

—No, mis clases no son continuas. Las organicé así para poder ayudar a mi padre en su negocio.

—¿Y qué negocio es? ¿Vender chicles en la avenida?

—Qué gracioso. Es una cafetería y panadería.

—¿Que les voy a servir jóvenes? —desvié mi atencion a la mujer que atendía.

—Hola señora. Buenos días. ¿Podrías darme un café sin azúcar y una ensalada, por favor?

—Y yo quiero una hamburguesa con papas y una soda.

—Demasiadas calorías.

—Las necesito. Hoy tuve que correr para llegar a tiempo. El autobús me dejó y el siguiente tarda una hora en pasar.

—¿Es mucha la distancia?

—No, como unos tres kilómetros.

—Calla, loca. No te imagino corriendo como desquiciada por la calle.

—Aquí está —nos interrumpió la mujer de la cafetería.

—Gracias. Cobrese también lo de la señorita —le entregué mi tarjeta.

Melissa me miró con sorpresa.

—Guarda esa cosa —le dije, refiriéndome a la pequeña bolsa de piel sintética negra y desgastada que había sacado de su sostén. Contenía un par de billetes arrugados y un puñado de monedas.

Ella se sonrojo y la escondió. Nos fuimos juntos a una mesa.

—Y dime, ¿qué relación tienes con el vago de Ezequiel? ¿Eres su novia o su come pinga?

—¿Qué? ¡No! Solo somos amigos.

—¿Y por qué te sonrojas?

—Solo somos amigos.

—No lo creo. ¿Por qué le pagaría a una amiga la universidad?

—Él lo hace solo por agradecimiento.

—Por comérle la pinga.

—Dios, qué horrible lo dices. Ya te dije que no. Él está agradecido con mis padres porque le han ayudado mucho.

—Mi padre también le ha ayudado y no me está pagando la universidad.

—Bue... no,  no sé. Pero él y yo no tenemos nada.

—Es claro que te gusta porque te sonrojas al hablar de él. ¿Por qué a las mujeres les gustan los vagos y delincuentes?

—No es verdad. Yo creo que tú lo envidias porque él sabe arreglárselas solo y tú eres un hijo de papá.

—Claro, robando y quién sabe qué más hace. Cualquiera... —bajé y subí los hombros.

—Idiota. —Se levantó, y yo, con agilidad, la detuve tomando su brazo.

—No te atrevas a dejarme aquí. Siéntate, loca.

—Pues deja de joderme con Ezequiel. No sé qué problema tienes con él, pero seguro que tú no lo conoces.

—Sí, lo conozco mucho más que tú.

—¿Crees que porque alguna vez fue con tu padre lo conoces?

—Si.

Ella me miró como si intentara leer mi mente, y eso me hizo sospechar que lo sabía. Mi interés por ella creció aún más. Levanté una ceja y seguimos mirándonos a los ojos. No cabía duda de que ambos lo sabíamos, pero ninguno quería revelarlo.

Se inclinó sobre la mesa y, por fin, preguntó casi en un susurro:

—¿Qué sabes?

—Todo —respondí, tomando una papa frita de su plato llevándola a la boca.

—Y ¿qué es "todo"? —dijo lentamente.

—Digamos que mi padre atiende sus emergencias en privado.

—Ah, sí, claro. Ha tenido accidentes. Trabaja con personas peligrosas, ya lo sé.

La miré con seriedad y ella sostuvo mi mirada.

—¡Ay, por Dios! Lo sabes —susurró, cubriendo la boca con una de sus manos.

Asentí.

Se puso de pie y salió despavorida. Fui tras ella y la vi dirigirse a un jardín. Sacó su celular e intentó hacer una llamada. Seguramente iría con el chisme. Llegué por detrás y le quité el teléfono.

—¿Qué haces, enana loca?

Se giró con los ojos muy abiertos e intentó arrebatármelo, pero levanté la mano. Se estiró de puntillas para alcanzarlo, pero le fue imposible. Mi altura la superaba por mucho.

—¡Dámelo! —chilló. Parecía que en cualquier momento entraria en pánico.

—¿Ya le vas a decir que lo sé?

—No sé a qué te refieres con eso. Yo no sé nada, y no te he dicho nada. Tú no debes saber nada porque, si no... él... te...

—¿Me matará? —sonreí.

La tomé del brazo y cruzamos el jardín. La llevé hacia un baño,  me asegure de que no haya nadien  y cerré la puerta.

—¿Qué estás haciendo?

Intentó empujarme para apartarme de la puerta. Poco a poco, desplegué mis alas y ella dio unos pasos atrás.

—Dios... eres como él.


***

Tres ligeros golpes en la puerta de mi cuarto se escucharon antes de que esta se abra.

—Scott, tienes visita. La doctora Melissa ha venido a verte.

Me senté en el borde de la cama y asentí. A pesar de que no podía ver a mi padre, sabía que me observaba.

Los pasos lentos de quien había sido mi mejor amiga en la facultad se acercaron hasta quedar a mi lado. Sentí cómo el colchón se hundía ligeramente junto a mí.

Un nudo se forma en mi garganta. El simple hecho de que estuviera aquí me destrozaba. Debería odiarme, debería temerme, pero el sonido de su respiración tan relajado me decía que no. Seguramente lo que sentía, era pena.

Sentí su mano cálida sobre la mía.

El silencio era pesado, y yo no tenía el valor de decir nada.

Entonces, un sollozo rompió el silencio. Apretó mi mano con fuerza y ​​siguió llorando, intentando ahogar el llanto.

Apreté los dientes casi hasta hacerlos rechinar.

Sin poder contenerme, la rodeé con mis brazos y la pegué a mi pecho. Ella hundió su rostro en mi cuello.

—Lo siento —susurré.

—Creí que se matarían.

—Debería haberme matado.

—No digas eso, por favor.

—No soy una buena persona, ya lo viste.

—No. Yo te conozco. Eres un médico excelente y uno de mis mejores amigos. Así que, sin importar lo que hayas hecho, no te dejaré solo.

—No me conoces, Melissa. Jamás hubieras pensado que sería capaz de hacer todo lo que hice. Te puse en riesgo.

—Todos tenemos secretos y ambiciones. Muchas veces nos cegamos por conseguirlas y cometemos terribles errores. Pero pagamos las consecuencias. Ahora solo queda aprender de ello. Somos médicos, y sabemos que nuestros errores, en su mayoría, son fatales. Pero no podemos perdernos en ellos, sino aprender.

—Lo mío no fue un error. Hice mucho daño sin importarme nada ni nadie.

—Ya no importa, Scott. Nada de lo que hagas le devolverá la vida a Neimy ni borrará el daño que sufrió Elizabeth. Si tenemos suerte, como dice tu padre, recuperarás la vista. Rezaré por eso.

—No lo hagas. No lo merezco.

—Deja de decir idioteces por una vez en tu vida.

***

—Scott... —su voz suave y aterciopelada me despertó. Abrí los ojos y la luz tocó mis retinas, provocándome una fuerte punzada en la cabeza.

—¡Cierra la puerta!

Escuche el golpe de la puerta al cerrarse. Me senté en el borde de la cama y me incliné, apoyando la frente sobre la palma de mi mano, como si eso pudiera aminorar el dolor.

—Tu padre me dijo que tuviste un episodio.

—No lo soporto... siento que la cabeza me va a estallar.

—Traje lo que me pediste. Fui con la doctora Michelle y me entregó la droga. Espero no arrepentirme de esto, pero no soporto verte así.

—Tranquila, estaré bien.

—Promete que cuando tu vista mejore, regresarás al hospital —dijo mientras tomaba mi brazo para inyectar la sustancia.

—No volveré a ejercer.

—Tienes que hacerlo, porque yo  te necesito ahí. Estoy embarazada.

Aun con el dolor, fijé mis ojos en la silueta de mi mejor amiga, apenas distinguible con mi visión borrosa.

—No... morirás. Una humana no soporta llevar en su vientre a un híbrido. Mi madre murió así, Melissa. Tienes que sacar esa cosa de tu cuerpo.

—No. Sé que es arriesgado, tu padre me lo dijo. Pero no me importa, quiero a este bebé más que a mi vida. Por eso te necesito. Sé que experimentaste con embriones y estudiaste el embarazo de los híbridos.

—Tú no eres una híbrida.

—Pero mi bebé sí. Y digas lo que digas, no cambiaré de opinión.

—Melissa... no.

—Por favor, te necesito. Solo tú puedes ayudarme. Me lo debes.

Fin del flashback.

***

Al recordar cómo ella lo hizo volver, una sonrisa se dibujó en sus labios mientras que desde el borde del campanario de una iglesia, observaba toda el área. El viento frío de la madrugada golpeaba su rostro y agitaba con violencia su cabello y su gabardina.

—Señor —una voz resonó en el auricular que llevaba en su oído derecho—, tengo a la joven en la mira.

—No la pierdas de vista, voy para allá.

Scott se colocó la máscara que no usaba desde hacía muchos años. Aquella máscara, famosa en el siglo XIV durante la peste bubónica, que usaban los médicos. Siempre procuraba mantener su rostro oculto en este tipo de situaciones, pues, como médico y genetista reconocido, al igual que su padre,  sería un problema si alguien lo reconociera.

Desplegó sus alas y saltó, volando bajo hacia donde su subordinado se encontraba. Se detuvo en la azotea de un pequeño edificio, donde un joven le señaló hacia abajo. Scott se acercó hasta el borde y clavó la mirada en una joven que caminaba por la calle con una bolsa en brazos. Iba vestida con amplias telas que la cubrían de la cabeza a los pies, similar a la vestimenta clásica de las mujeres musulmanas o árabes.

—La vimos entrar y salir de ese lugar —dijo el joven, señalando un minisúper.

—Vayan por ella.

El híbrido asintió, extendiendo sus alas y saltó en dirección a la joven. Otros dos surgieron de entre las casas cercanas y se lanzaron sobre ella. Al verse perseguida, la chica comenzó a correr. Los híbridos volaban sobre ella como halcones acechando a su presa, hasta que tropezó y cayó al suelo. Su bolsa se rompió, esparciendo las frutas que llevaba consigo.

—Por favor, no me hagan daño... solo quería un poco de comida. La pagaré, lo prometo.

La sujetaron de los brazos y Scott descendió frente a ella.

—Llévensela —ordenó con voz gélida, que resonó en el silencio de la madrugada.

—¡No, por favor! ¡Lo siento, no quise robarla! ¡Auxilio!

Los jóvenes se elevaron, llevándose consigo a la joven demonio.








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