Cuando el alma duele par 2

Isaías entró a la sala. Sus ojos viajaban de un rostro a otro mientras todos lo observaban en silencio, con semblantes cargados de tristeza. Volvió a mirar a Ezequiel, quien mantenía sus pupilas fijas en él.

—¿Qué ha pasado?

—Salgamos.

—No, dímelo ya.

Hubo un momento de silencio. Solo se escuchaban los sollozos de la pequeña Stefany.

—Hubo un accidente y Melissa... murió. Isaías, en verdad yo...

—¡Cállate! —lo interrumpió, levantando la mano para exigir que se detuviera.

El rostro de Isaías parecía incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Se veía aturdido, y su respiración comenzaba a acelerarse.

—¿Dónde está? —Nadie fue capaz de contestar; otro silencio—. ¡¿DÓNDE ESTÁ MI ESPOSA?!

—Está en la sala de autopsias —respondió por fin Elliot.

Isaías salió de la sala a paso rápido, pero Ezequiel y Elliot corrieron tras él. Antes de entrar, un guardia de seguridad custodiaba la entrada restringida. Isaías lo golpeó dejándolo inconveniente, tomó la puerta y, de un fuerte tirón, la abrió.

—¡Isaías, no puedes entrar ahí! —gritó Elliot, pero él lo ignoró.

En el camino se encontró con Raziel, quien intentó detenerlo. Isaías lo empujó con fuerza, estampándolo contra la pared. Acto seguido, desplegó sus alas y con energía apreció sus espadas. Con un movimiento rápido, colocó una de ellas sobre el cuello del médico. Al ver esto, Ezequiel se acercó lentamente.

—Isaías, hermano. Tranquilízate. Investigaremos quién fue el culpable de esto. ¿Recuerdas lo que hablamos una vez? Sobre la vida efímera de los humanos...

Isaías soltó a Raziel y se giró hacia Ezequiel. Con el ceño fruncido y los ojos enrojecidos, lo miró fijamente. Su mandíbula temblaba como si estuviera a punto de estallar de ira.

—¡GUÁRDATE TU MIERDA PARA OTRO DÍA! —gritó furioso.

Continuó avanzando hacia el interior de la sala y se detuvo en seco. Desde el pasillo, al otro lado de un enorme cristal, vio el cuerpo de Melissa sobre una mesa de metal. Estaba completamente desnuda, su piel lucía pálida, y tenía una herida en la cabeza y otra en el pecho.

—¡No la toques! —gritó al ver a un médico acercarse.

Isaías entró a toda prisa y lanzó una de sus espadas hacia el hombre. Al intentar esquivar el ataque, este cayó al suelo, casi en estado de shock al verlo con sus enormes alas desplegadas. Ezequiel y Raziel entraron tras él. Raziel corrió hacia el médico, lo ayudó a levantarse y lo sacó del lugar.

Isaías permaneció inmóvil en el umbral de la sala, sintiendo cómo el mundo a su alrededor se desmoronaba en un silencio ensordecedor. Su corazón, normalmente lleno de una fuerza inquebrantable, parecía haberse detenido. La visión del cuerpo sin vida de Melissa lo destrozó de una manera que no sabía que era posible.

Un grito desgarrador se formó en su pecho, pero no logró salir. Todo en él temblaba: sus manos, su respiración, incluso sus alas, normalmente majestuosas, ahora parecían pesadas. Avanzó hacia ella con pasos inseguros, como si cada paso que lo acercaba a la verdad fuera una puñalada en el alma.

"Melissa..." La palabra escapó de sus labios como un susurro quebrado, y en el eco que resonó en la sala encontró una confirmación de lo que no quería aceptar: ella no estaba allí para responderle.

—¿Qué le hicieron a mi diosa? —su voz sonó quebrada, casi sin aliento.

Se inclinó sobre su cuerpo, sus dedos temblorosos rozaron su rostro frío y pálido. Sus labios, que tantas veces había besado con amor, ahora estaban silenciosos, inmóviles. Un sollozo seco surgió desde lo más profundo de su ser, pero no podía llorar. Era como si su alma entera estuviera atrapada en un limbo entre la furia y la desesperación.

 Unió sus labios a los de ella, y una energía poderosa brotó de su interior, envolviendo el cuerpo sin vida. Poco a poco, la rigidez del cuerpo comenzó a desvanecerse. El caos se apoderó de su mente. Vio fragmentos de recuerdos: Melissa sonriendo bajo la luz del sol, su risa, la manera en que su presencia iluminaba los días más oscuros. Pero esos recuerdos, ahora lo atormentaban. Sentía como si fueran una burla cruel, un recordatorio de lo que había perdido para siempre.

Se giró hacia otro cuerpo que yacía en una camilla cercana. Le quitó la sábana blanca que lo cubría, envolvió a Melissa con ella y la tomó en sus brazos.

—Isaías, no puedes llevártela.

Sus ojos grises, llenos de lágrimas contenidas, se clavaron en Ezequiel. Frunció el ceño, y sus alas se extendieron de manera amenazante con un estallido de energía. Una ráfaga de viento llenó la sala, lanzando papeles y objetos al suelo.

—Tú no me vas a decir lo que puedo o no puedo hacer con mi esposa —dijo al detenerse con voz baja, pero con un tono cargado de advertencia.

Sin esperar respuesta, salió de la sala. Caminó decidido hacia un ventanal y, sin vacilar, lo atravesó, rompiendo el enorme y grueso cristal mientras volaba hacia afuera con el ser que más amaba en sus brazos.

***

Después de llorar durante horas, Gaia se había quedado dormida. La puerta se abrió, y el sonido la hizo despertar de golpe. Observó a la anciana y a los dos arcángeles parados al borde de la cama. Algo llamó su atención: lo afeminados que se veían los dos jóvenes.

—¿Qué quieren? —preguntó, pero ninguno respondió—. Quiero irme.

—Es hora. La luz de la luna está sobre Celeste, las puertas del Folia están por abrirse y todos te esperan. Llévenla —ordenó la mujer.

Gaia se levantó rápidamente e intentó huir, pero los dos varones la sujetaron por los brazos y la arrastraron casi a la fuerza fuera de la habitación.

—¡Déjenme ir! ¿Qué le hicieron a mi tía Melissa? ¡Suéltenme, por favor!

La llevaron hasta un gran salón donde había un grupo de mujeres jóvenes. Algunas llevaban batas transparentes que dejaban al descubierto sus cuerpos, y otras solo adornos sobre su piel. Junto a ellas, se encontraban soldados con armaduras plateadas decoradas con detalles dorados.

La anciana se dirigió al otro extremo del salón, donde estaban reunidos hombres y mujeres de edad avanzada. Vestían túnicas similares a las de los monjes y parecían estar rezando. Gaia dirigió su mirada al fondo del salón: allí, en un gran trono, estaba sentado el hombre de cabellera blanca y alas doradas que había ido a verla anteriormente. A su lado, se encontraba Nicolás.

Cuando los presentes notaron la entrada de Gaia, todas las miradas se posaron sobre ella. Algunas mujeres comenzaron a susurrar entre sí. Los dos hombres llevaron a Gaia hasta una especie de mesa de piedra y la forzaron a inclinarse, recostando la mitad de su cuerpo, boca abajo, sobre la fría superficie.

Gaia luchó por liberarse, pero los arcángeles usaron una energía que atrapó sus manos, inmovilizándola en esa posición.

Uno de los ancianos se acercó lentamente y comenzó a hablar con solemnidad:

—Los dioses nos han dado una oportunidad. Hoy, en esta noche de luna, nuestro hermano se unirá a esta joven bendecida con la casta suprema. Que los dioses llenen de bendiciones a Celeste.

—¡Que los dioses llenen de bendiciones a Celeste! —repitieron todos los presentes al unísono.

Nicolás se puso de pie y caminó hacia Gaia, deteniéndose detrás de ella.

—¡Suéltenme! ¿Qué me van a hacer? ¡Déjenme ir! —gritó Gaia, desesperada.

Dos ancianos se acercaron, levantaron el vestido que llevaba y expusieron su trasero.

—¿Qué hacen? ¡No me toquen! ¡Por favor! —gritaba Gaia desesperada, intentando liberarse, pero era imposible.

Nicolás se desabrochó el cinturón dorado que llevaba puesto y sacó su miembro. Luego, estiró la mano hacia uno de los ancianos para que le diera un poco de una especie de aceite. Masajeó su miembro un par de veces con el líquido y, sin importarle las súplicas de la joven, la penetró con agresividad.

Sus gritos resonaron en todo el lugar. El dolor que le causaba era insoportable. Gritó y lloró sin cesar, pero él no se detuvo. Al contrario, aumentó la velocidad de sus embestidas.

Entre lágrimas, miró a su alrededor. Todos estaban atentos. La mayoría murmuraba palabras, como si estuvieran recitando plegarias. Los jadeos de Nicolás llenaron el aire, y Gaia apretó los ojos con fuerza, intentando bloquear la realidad.

En su desesperación, intentó clavar las uñas en la dura piedra, pero estas se rompieron al no encontrar un punto débil. Su cuerpo temblaba, y la impotencia solo intensificaba el horrible dolor que sentía.

***

Ezequiel sacó su arma y la apuntó en la frente del médico forense, que estaba sentado. El hombre sudaba profusamente, y su cuerpo temblaba de terror ante la posibilidad de ser asesinado.

—Por favor, Ezequiel, no lo mates —intervino Raziel.

—Él vio a Isaías con las alas expuestas. Sabes que tengo que proteger a mi familia, y no estoy de humor para lidiar con estos asuntos.

—No dirá nada. Yo responderé por él.

—No sé cómo te atreves a pedirme algo después de lo que hizo tu hijo. Si no aparece mi hija, tú y él morirán.

—Lamento que mi hijo se haya involucrado con la tuya, pero me aseguró que jamás sería capaz de lastimarla. Me confesó que la ama e incluso pretende tomarla como esposa.

—¡Cállate! ¿Cómo te atreves siquiera a pensar eso? Le dobla la edad a mi hija. Por su culpa murió mi hermana y le hizo mucho daño a mi esposa. ¿Qué esperas? ¿Qué le dé mi bendición en el altar al entregarle a mi hija? ¡Debí haberlo matado cuando tuve la oportunidad!

—No, no esperaba eso. Por eso íbamos a huir —dijo Scott, interrumpiéndolos con su voz firme.

Ezequiel se giró rápidamente, apuntando su arma hacia él.

—Lo que más deseo en este momento es matarte —dijo entre dientes, apretando la mandíbula con fuerza.

—Te dejaré hacerlo después de que encontremos a tu hija. Algo pasó. Tienes que hablar con tu sobrina primero.

Scott se hizo a un lado, permitiendo que Stefany entrara en la sala. La niña, con los ojos aún llenos de lágrimas, miró a Ezequiel. Su barbilla temblaba mientras trataba de hablar. Con una voz entrecortada y temblorosa, dijo:

—Tío, creo que fue mi culpa que mamá muriera.

—¿Qué? —respondió Ezequiel, atónito.

***

Gaia:

Una vez escuché a alguien decir que, cuando estás a punto de morir, toda tu vida pasa ante tus ojos como una película que se rebobina. Yo sabía que no iba a morir, pero el dolor era tan inmenso que lo deseé. Apoyé mi mejilla contra la superficie fría y apreté los ojos con todas mis fuerzas. De repente, todo quedó en silencio, y ya no sentí nada.

Abrí los ojos y vi a aquel hombre de cabello blanco y ojos grises que me miraba con odio.

No tenía ni idea de por qué. Su ceño estaba fruncido, sus orificios nasales dilatados, y una arruga se marcaba en su mejilla, justo cerca de su boca del lado derecho. Esa expresión me recordó a mi padre, que se le formaba esa misma arruga cuando se enfurecía con nosotros.

Recordé una vez que me miró de esa forma, furioso porque me había escabullido en su despacho minutos antes de una reunión con sus socios. No recuerdo bien por qué lo hice.

¿Por qué estaba allí? Entonces lo recordé. Estaba allí por él, por aquel hombre de cabellera negra y ojos de diferente color. El que me salvó de aquellos hombres que intentaron arrancarme de los brazos de mi madre. Desde entonces, había estado obsesionada con él. No había un solo día en que no pensara en él.

Recuerdo que cuando mi padre me descubrió aquella vez, me levantó en brazos para sacarme del lugar. Miré por encima de su hombro y lo vi sentado. Cruzó su mirada con la mía, y una sutil sonrisa se dibujó en sus labios. Lo vi tocarse la muñeca derecha y noté que llevaba puesta una pulsera de pedrería negra. Una inmensa alegría me invadió: esa pulsera se la había regalado yo. La había hecho especialmente para él.

Entonces lo recordé. Era la misma pulsera que vi en el pequeño cofre de su cajón. Después de tantos años aún la conservaba.

Lo amaba con todo mi ser desde que era una niña. Y ahora que por fin lo tenía para mí, me habían alejado de él.

Una punzada intensa me devolvió a la realidad. Nicolás estaba sobre mí, recuperando el aliento. Miré a mi alrededor y vi cómo todos los ángeles varones penetraban a las mujeres. La mayoría tenía un semblante de desagrado; algunas parecían perdidas en sus pensamientos, y las más jóvenes, que apenas eran niñas, tenían un rostro de sufrimiento.

La frialdad del lugar hacía que todo pareciera un acto degenerado y mecánico a la vez. Era extraño cómo un mismo acto podía ser capaz de causar tanto daño o, con la persona correcta, hacerte sentir amada y feliz.

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