✥La Bestia y El Omega
Nota: Alfas y omegas han vivido durante el último siglo con su forma completamente humana. El lobo que llevan dentro se mantiene sereno la mayor parte del tiempo. Solamente se ve obligado a despertar cuando hay mucha furia, también al entrar en celo o cuando el momento de enlazarse ha llegado.
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Decían los habitantes de Bella Muerte que existía en las afueras de su pequeño pueblo un castillo encantado, que éste estaba oculto al final del bosque y que era habitado por una horrible bestia que tenía los colmillos afilados y un pelaje enorme. Decían también que era un animal, uno semejante a sus antepasados, un lobo agresivo, lleno de odio y rencor.
Sin embargo nadie sabía si aquello era verdad. Algunos aseguraban haberlo escuchado, otros haber visto su sombra entre las tinieblas pero nadie le había visto nunca. Así como tampoco existía persona que se atreviese a visitar aquel lugar. Ni siquiera el alfa con el linaje más puro correría el riesgo de ir a ese lugar.
—¡No puedes hacer eso! ¡Es un suicidio! —gritó con desesperación la mujer de cabellos negros y tez pálida—. No hay alfa capaz de ir por esos lares, podría ser muy peligroso...
—Exactamente Linz —dijo él interrumpiendola mientras terminaba de guardar en su bolsa un poco de fruta para comer en el camino—. No hay alfa capaz y yo no soy un alfa.
—¡Lo que lo hace peor Gerard! ¡Somos omegas! Los omegas somos débiles por naturaleza, nuestra función es únicamente esperar por nuestros alfas para darles crías fuertes y...
—Y me conoces, sabes que no soy un omega común.
—Gee... —suplicó Lindsey por última vez al verlo colocarse su bolso y tomar su sombrero de palma—. Por favor no vayas... ¿Qué tal si el mal es verdadero? Si esa bestia que habita ahí te ataca y mueres yo no podría soportarlo. Eres mi único amigo, más que eso eres mi familia.
Gerard se acercó a ella y la estrechó con dulzura entre sus brazos.
—Estás liberando muchas feromonas, no quiero apestar a Linz —bromeó—. No te preocupes por mi, te prometo que estaré bien y regresaré a casa muy pronto.
—Es que no comprendo por qué quieres ir a ese lugar Gee —dijo despacio contra el pecho de Gerard. Lindsey trataba de respirar con calma para mantener sus feromonas en orden y no provocar nervios o molestia en su amigo.
—Es algo que yo tampoco comprendo. Solo sé que es una necesidad que nace desde aquí, mi lobo interior me pide que lo haga —respondió colocando la palma de su mano izquierda sobre su pecho, al lado de su corazón.
—Entonces espero que sea tu instinto de omega...
—Ya lo veremos —puntualizó.
Con un beso en la frente de su amiga Gerard finalizó la despedida y salió de la casa que ambos compartían. Lindsey le observó un par de minutos desde la puerta hasta que lo vio montarse en Pansy, su caballo, quien era de color café, con cola larga y lacia y una hermosa crin peinada en una trenza.
Gerard le echó un último vistazo a su hogar y se encaminó por la vía que le conducía a las afueras de su pueblo y llevaba directamente hacia el bosque. Él calculaba que llegaría antes del anochecer si no se le presentaba ningún inconveniente.
Gerard Way era un joven omega de veintiún años. Era alto, de piel blanca, con ojos verdes custodiados por pestañas largas y rizadas, labios carnosos y rojizos, una nariz perfecta y su cabello largo hasta arriba de los hombros en color blanco platinado.
Él vivía en una pequeña casa con su amiga de la infancia, Lindsey, que al igual que él era una omega. Cuando Gerard alcanzó la edad suficiente para ser independiente, consiguió un trabajo y su propio hogar. Decidió acoger a su amiga que estaba sola en la vida, ambos compartían gastos y vivían bien. Además ninguno de los dos se habían enlazado con sus alfas así que estaban bien.
Empero Gerard había desarrollado hacia un par de días un sentimiento extraño con respecto al lugar al que se dirigía. Como él mismo dijo, era una conexión que emanaba desde su pecho. Su lobo interior le pedía a gritos que fuese a aquel lugar, y a como su abuela le había enseñado debía seguir su instinto. Así que él decidió ir a investigar por su libre albedrío que estaba sucediendo ahí y con esa necesidad que sentía en su pecho.
Por muy extraño que pareciera no tenía ni una pizca de miedo mientras avanzaba y se sumergía por aquel sendero lúgubre y desolado. Estaba tranquilo pero Pansy no parecía sentir lo mismo, a medida que se acercaban y los árboles comenzaban a escasear y un enorme castillo se alzaba, el caballo comenzaba a impacientarse y a despotricar cada vez más agresivo.
—Ya casi llegamos Pansy, un poco más —le pidió observando que a unos metros de distancia ya se elevaban de manera imponente unos enormes portones de hierro.
Para cuando el ocaso cayó y el manto azul oscuro cubría la tierra, Gerard y Pansy habían llegado al castillo, era verdadero.
El murmullo del viento y el cantar de las hojas secas era inquietante. Un frío viento comenzó a azotar y el peligro de una próxima ola helada hizo que Gerard dirigiera sus pasos rápidamente a la entrada del castillo. Había bajado del animal y lo llevaba jalado de las riendas a su lado.
El crepitar de un par de ramas secas hizo que Pansy se alborotara. Se paró sobre sus patas traseras y se soltó del agarre de Gerard huyendo de regreso por el mismo camino. Gerard se quedó solo con su pequeña bolsa, su sombrero de palma y una chalina color lila que apenas le cubría. Peinó su cabello rebelde con sus dedos y procedió a continuar para poder entrar al castillo pues el frío cada vez se hacía más fuerte.
Por dentro el castillo estaba a oscuras. Se podía sentir el olor a polvo, a viejo y a humedad, pero sobre esos olores Gerard pudo distinguir uno distinto, una perfecta combinación entre madera y canela. Era un aroma delicioso que le embriagó como ningún otro.
Deambuló por el primer piso del castillo en busca de la fuente del olor o de alguna luz que le ayudase con su búsqueda pero era inútil, no podía deslizarse con facilidad pues no conocía el lugar en el que se encontraba.
—No deberías estar aquí —dijo una voz fuerte y agresiva, proveniente de algún lugar. El eco se escuchó por todo el recinto y a Gerard se le erizaron los vellos del cuerpo—. Que osadía.
—Disculpa, yo solo... vine... yo... —su voz al igual que sus manos temblaban sin saber que hacer.
—¡La visita de los de tu clase está prohibida! ¿Tan difícil de comprender es que no quiero ver a nadie? —gritó y gruñó al mismo tiempo.
—Yo no quise incomodarlo señor, me iré inmediatamente...
—¡No! ¡Tú de aquí no te vas! ¡Eres mi prisionero a partir de ahora!
Gerard se asustó en demasía cuando el fuego candente de un candelabro alumbró con su luz el salón en el que estaba. En medio de su conmoción solo pudo captar un par de ojos oscuros y brillantes y una presión que le sostenía con fuerza por el brazo. Una opresión instantánea en su pecho le hizo quedar en un estado de limbo por un par de minutos. Al recobrar la cordura nuevamente estaba siendo guiado por un pasillo estrecho y escuchaba una voz que suplicaba.
—Amo por favor no lo haga ¡Quizás él sea nuestra esperanza!
—¡¿Porqué?!
—Él llegó solo, no puede ser simple curiosidad. Amo por favor, no lo deje en el calabozo. Lo pondrá en su contra y quizás él sea...
—¡Deja de repetir eso Freud! —volvió a gritar.
Gerard sintió una sacudida y fue guiado por otro camino. Se sentía aturdido, sin saber que sucedía realmente, solo podía ver un poco de luz, sombras moviéndose y escuchar aquella discusión pero pronto los pasos se detuvieron, una puerta grande estaba frente a él. Fue abierta con brusquedad y él fue lanzado hacia adentro.
—¡Freud te dará de comer! —dijo y pareció meditar lo siguiente que diría, dejando escapar un gruñido—. Puedes salir y distraerte en el castillo pero no puedes ir al ala este, nunca.
—¿Porqué? —Gerard se atrevió a preguntar.
—¡Porque no! —Con un último grito finalizó la seudo conversación. Él se giró, cerró la puerta de un portazo y se marchó, llevándose consigo la luz.
Gerard parpadeo un par de veces y se sobresaltó cuando sintió un toque leve sobre su brazo. Todo había sucedido muy rápido, parecía un sueño.
—Disculpelo por favor. Él es así porque tiene mucho tiempo solo —dijo la voz de quien Gerard reconoció como Freud.
—Estoy muy confundido... ¿Puedes iluminar? —preguntó con cortesía.
Una llama de luz apareció cerca de Gerard, se sorprendió y cubrió su boca con sus manos al notar que la luz provenía de una de las manos de Freud. No, no era su mano, él no tenía mano.
—¿Qué?
—No se asuste por favor —pidió y guió a Gerard hasta la cama al centro de la habitación—. Mi nombre es Freud, soy el acompañante del señor. Solo nosotros dos habitamos el castillo después que los demás fallecieron...
Cuando el impacto pasó un poco y los ojos de Gerard se acostumbraron a la luz finalmente, pudo distinguir con claridad el rostro de Freud. Tenía el cabello rizado, un enorme bigote y unos ojos tristes, la mitad de su cuerpo era normal pero la otra mitad era de un material similar al cobre, por el largo de su brazo en el que se extendía la llama.
—¿Qué te pasó? —Gerard no podía creer lo que estaba viendo. Era muy cruel ver el estado en que Freud se encontraba. Gerard se sintió triste pues las personas del pueblo llamaban bestia a una persona que probablemente sufría mucho.
—Es una larga historia y yo no soy el indicado para contársela pero si puedo darle algunos detalles. Yo soy un beta que ha estado al pendiente de mi amo durante los últimos años esperando a que algún día todo se solucione.
'¿Un beta?' Pensó Gerard. Según había escuchado los betas se habían extinguido hace muchos años atrás. Quizás por ello Freud lucía así.
—No tiene nada de que preocuparse pero trate de no liberar sus feromonas cerca de mi amo, eso podría descontrolarlo. Tiene mucho tiempo sin estar cerca de un omega o de alguna persona en general —dijo antes de ponerse de pie—. Iré a buscarle algo de comer y luego lo dejaré para que descanse.
Gerard estaba abrumado con toda la situación. Era simplemente irreal, había llegado hasta ahí siguiendo una corazonada y ahora no comprendía nada. Sabía que había estado inconsciente al momento en que el amo de Freud le tocó pero no había notado que sus feromonas se desprendieron de él con facilidad. Su mente era una maraña pero se las arregló para preguntar;
—¿Porqué no puedo ir al ala este?
—Al amo no le gusta pero no se preocupe tenemos una biblioteca que le podría gustar.
—¿Una biblioteca? —exclamó—. ¡Amaría ir!
—Lo llevaré mañana señor...
—Dime Gerard.
—Gerard —repitió.
Con un asentimiento Freud se disculpó y salió de la habitación asegurándole a Gerard que volvería pronto. Gerard vio la oportunidad perfecta para escabullirse de la habitación e ir al ala prohibida, su lobo lo estaba dominando, no tenía duda de ello. Sin embargo no tenía ganas de contradecirlo y obedecer a unos desconocidos, lo que necesitaba eran respuestas y las iba a conseguir inmediatamente.
Se guió por su olfato, siguiendo el rastro de canela y madera que se había vuelto su aroma favorito en la última hora. Caminó hasta encontrar un par de escaleras que según sus puntos cardinales unas guiaban al este y otras al oeste. Tomó las del lado este por supuesto.
Encontró una puerta y la abrió con cuidado, afortunadamente está no rechinó. Gerard se deslizó hacia el interior y comenzó un recorrido visual de todo el lugar, la luz de la luna se colocaba débil por el balcón de la habitación.
Todo dentro de ese espacio estaba deshecho, vuelto pedazos y maltratado. La madera, la ropa y la tela era lo que se podía observar con facilidad. Gerard se adentró aún más hasta toparse con una pared que resguardaba lo que había sido un cuadro grande pintado a mano, estaba roto de en medio pero aún así se podían notar un par de ojos avellanas relucientes y el inicio de una nariz. Palpó la pintura por unos instantes y luego se dirigió hacia el balcón, junto a él estaba una mesilla y sobre ella una flor encapsulada en un cristal.
La flor era hermosa, brillaba y estaba suspendida en el aire. Gerard con dedos temblorosos quiso tocar el cristal pero un fuerte gruñido le hizo retroceder.
—¡Te dije que ésta parte del castillo estaba prohibida! —gritó.
—Lo sé pero necesitaba hablarte...
—¡Tú no me necesitas! ¡Estás aquí por curiosidad!
—No es así...
—¡Claro que si! —gritó está vez con más fuerza. Él avanzó y se dejó ver en la luz blanquecina de la luna.
—¡Dios! —Gerard impresionado llevó una mano a su pecho y la otra a su boca—. Eres...
—¡Anda! ¡Dilo!
—Eres un l...
—¡Una bestia! —gritó nuevamente interrumpiendo a Gerard. Y en un ataque furioso lanzó contra la pared a la espalda de Gerard una vieja silla de madera, rompiéndola en muchos trozos.
A Gerard ni siquiera le importó su apariencia robusta, peluda y su cara, o sus grandes colmillos blancos, o sus garras afiladas. Lo que le afectó como nada esa noche fue la agresividad con la que él reaccionó. Gerard no lo pensó, simplemente salió corriendo de ahí dispuesto a regresar a su casa en ese instante.
Corrió como nunca en su vida ignorando la oscuridad y la falta de conocimiento. Empujó varias puertas hasta que se encontró en el jardín de aquel castillo. Recordó que Pansy había huido y que ya era muy tarde pero al volver su vista y observar el lúgubre castillo prefirió comenzar a caminar.
Abrazando sus brazos y dejando escapar el vaho de sus labios comenzó a caminar. Pasó los portones y continuó por el sendero. Sintió mucho miedo al escuchar gruñidos provenientes de entre los árboles, apresuró el paso y apretó sus ojos para no llorar.
El gruñido de un animal le asustó y se paralizó al notar como éste saltaba sobre él. Era un coyote. De la nada el ataque del animal desapareció y otro gruñido gutural que había escuchado varias veces esa noche se escuchó.
Él lo había alcanzado y estaba luchando con el animal para impedir que lastimaran a Gerard. Momentáneamente a Gerard le regresó la calma al verlo a él ahí, defendiéndolo.
La calma fue efímera pues pronto aparecieron otro par de coyotes más.
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La fogata de la chimenea había sido encendida por Freud para que brindara calor y luz. Gerard y él habían regresado al castillo hacía pocos minutos. Afortunadamente él había logrado vencer a los coyotes en la lucha pero no había resultado del todo ileso. Recibió una mordida en su brazo izquierdo, era poco profunda pero la sangre estaba emanando de ahí.
Gerard lo dejó sentado en un sillón frente a la fogata, fue en busca de un recipiente con agua y unos paños para limpiarlo. No tardó mucho en regresar pero la escena que encontró le derritió el corazón, un pequeño ronroneo dejó escapar su omega en su interior. Tragó saliva y se acercó despacio hasta él, colocando los implementos a un lado del sillón. Retiró su chalina que aún estaba usando y arremango las mangas de su camisa, luego se hincó sobre sus rodillas y acercó una de sus manos de manera muy suave hasta el brazo de él.
Él, la bestia estaba lamiendo sus heridas, con sus orejas hacia abajo y una leve expresión de dolor en su rostro peludo. Cuando sintió el primer contacto de Gerard, reaccionó tratando de alejarse, gruñendo, además protegió con su mano sana y su pecho su extremidad lesionada.
—Tranquilo —susurró Gerard—. Déjame ayudarte.
La mano de Gerard le acarició de manera suave la parte de su codo. El pelaje de la bestia era suave y tan cálido que le hizo sonreír.
Por su parte la bestia sintió un calor en su pecho que nunca en su vida había sentido. Fue un calor que se extendió a lo largo de su cuerpo y pronto también hacia su mente y corazón, llenándole de una paz absoluta. Él tenía tantos años cargando con aquel enorme mar de pensamientos y sentimientos dolorosos y difíciles que había olvidado que se sentía el toque de alguien más.
—¡Auch! —se quejó pero ya no tan agresivamente cuando Gerard presionó el paño sobre la herida. Por inercia él trató de proteger su brazo con su mano sana—. Duele...
—Lo sé pero te prometo que dentro de poco te sentirás bien.
La mirada esmeralda de Gerard llena de seguridad y tranquilidad doblegó a la bestia, extendió su brazo y apretó sus ojos con fuerza mientras recibía las curaciones. De pronto se sintió mal por haber tratado mal al joven hacía unos momentos atrás así que decidió hacer algo que nunca en su vida había hecho;
—Lo siento —musitó en voz baja la bestia.
—¿Porqué? —preguntó Gerard alzando su vista de la herida y enfocándola en el rostro del ser ante él. Notando que esa mirada profunda era la misma que estaba en el cuadro destrozado.
—Por haberte tratado mal.
—Fue mi culpa, no debí haber ido a tu espacio —dijo—. En todo caso discúlpame a mi, te arriésgate por mi y te enfrentaste a los coyotes para salvarme.
—También fue mi culpa, si no te hubiese gritado no hubieses huido a mitad de la noche. Lo siento.
—No discutamos más, fue culpa de ambos, ya nos disculpamos y todo está bien, ¿Si?
—De acuerdo... —respondió dubitativo.
Freud observaba la escena desde un rincón en el salón, cada vez más convencido que el omega Gerard era quien salvaría a su amo. A pesar de todo su amo merecía a alguien que lo cuidara y le diera cariño.
—Tú... —irrumpió el silencio la bestia mientras Gerard le vendaba la herida—. Tú eres libre, ya no eres más mi prisionero.
—No —dijo firme—. Me quedaré contigo hasta que estés bien.
Ciertamente la herida de la bestia no era de gravedad pero Gerard lo usó de excusa para permanecer por más tiempo en el castillo. El mismo sentimiento de su omega le hizo decidir aquello. Además él quería conocer todo sobre aquel ser, ese lobo herido con hermosos ojos, ese lobo que se escondía detrás de esa fachada agresiva pero que en su interior clamaba por afecto.
—Gracias. —La bestia trató de sonreír pero solo consiguió mostrar sus afilados dientes, causando en Gerard una inmensa ternura—. Sé que eres un omega, pero no uno débil, sino uno fuerte y de buen corazón...
—No me llames omega, solo soy Gerard.
—Y yo... soy... Frank...
Decir su nombre en voz alta era tan extraño. Se había acostumbrado a ser llamado y tratado como una bestia durante tanto tiempo que aquel encuentro con un omega parecía irreal, pero él estaba ahí, curando su herida y haciendo que se sintiera mucho mejor.
Después de dedicarle una corta sonrisa, Gerard le pidió a Freud que preparara una sopa para Frank. Cuando estuvo lista él mismo lo alimentó, con cuidado y esmero. Se entretuvo contándole muchas cosas de su vida y no pudo evitar preguntarle si era cierto que en el castillo había una biblioteca, Gerard se ruborizó y se excusó antes de que Frank pudiese responder.
Sin embargo, antes que abandonaran el salón para que cada quien fuese a descansar, Frank le dijo a Gerard que sería un placer mostrarle la biblioteca.
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Durante toda la noche Gerard no concilio casi el sueño. Tenía tantas dudas con respecto a Frank y a su aspecto. Estaba seguro que Frank era él mismo de la pintura, pero, ¿qué le había sucedido?
Cuando el sol salió Gerard se levantó decidido a averiguar todo. Deambuló por los pasillos observando todo a su alrededor. Todo estaba tan viejo, sucio y anticuado, no habían más pinturas ni nada que tuviese que ver con otras personas. Era extraño.
Al llegar a la cocina se encontró con Freud, notando en la luz del día sus facciones. El beta era una especie de híbrido.
—Buenos días Gerard —le saludó.
—Buen día —respondió tomando asiento en una butaca de madera.
—Nunca había visto a mi amo tan contento y dócil como anoche. Tú eres especial, lo sabía.
Gerard se sonrojó ante el cumplido y se encogió en su lugar pero rápidamente recordó que habían muchas preguntas que necesitaba formular para descubrir la verdad de Frank.
—Quieres saber sobre él —afirmó el beta antes que Gerard pudiese abrir sus labios—. Siento que puedo confiar en ti, él lo hace. Así que ponte cómodo nuestra charla será larga.
Freud le sirvió a Gerard café en una taza y un poco de fruta. Luego se sentó frente a él, viéndole fijamente y comenzó a hablar.
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Había una vez un joven que paseaba por el bosque. Él era un alfa puro, descendiente de una familia noble, sin embargo él no era parecido a sus familiares. Era un poco cruel, egoísta y avaro de poder.
Su nombre era Frank Iero.
Por su misma naturaleza egoísta se fue quedando sin amigos, también sus familiares se alejaron de él. Pero la avaricia no le permitió entristecer, él fue hábil y consiguió hacer una fortuna a costa de su trabajo. Se esforzaba día con día pero todo lo que conseguía lo guardaba para él.
Consiguió comprar un castillo ubicado en las afueras de Bella Muerte, su pueblo natal. Su nuevo hogar estaba alejado del bullicio de la gente que le conocía con la intención de no ser molestado, estaba separado por un enorme y tenebroso bosque que nadie visitaba pero que aquel alfa adoraba visitar.
Con el día a día su única compañía era su vanidad. Eran pocos empleados de su castillo los que sentían empatía por él, creían que él era así por la falta de su omega en su vida. Estaban casi seguros de ello pues el alfa sólo tenía a betas trabajando para él.
Entre los empleados que no se sentían bien con su trato hubo uno que quiso darle una lección de vida para que cambiase, para bien o para mal, eso ya quedaría a elección suya. Debía aprender o no aprender a ser humilde y a abrir su corazón.
Una noche de frío invierno aquel empleado se disfrazó de indigente y tocó la puerta del castillo. Fue el mismo alfa quien abrió y con gesto arrogante le pidió que se marchase, la persona insistió en ayuda con un par de monedas pero solo consiguió ser rechazado una vez más.
Antes que el alfa pudiese azotar la puerta sobre su rostro, el joven arrojó la capucha que le cubría y se dejó ver. Pronto sus pies se despegaron del suelo, levitando en el aire. Su rostro viejo cambió por uno más joven y bello. En sus manos apareció un cetro de cedro, el cual alzó y señaló al alfa.
Lanzó sobre él una maldición pero también la solución, dependía de él cual camino tomar. El resto de los empleados también se vieron afectados por la maldición, resultando en que sus cuerpos se volvieron híbridos, todos habían adquirido la característica del papel que desempeñaban, como en el caso de Freud, quien se volvió mitad luz.
La maldición no sería eterna, el plazo para la reivindicación del alfa era de diez años los cuales estaban a punto de acabar pero en todo aquel tiempo no había conseguido librarse ni salvar a sus empleados. Por el contrario casi todos ellos habían muerto.
—Pero yo siento que tú eres la última esperanza, espero no equivocarme —dijo Freud al terminar el relato.
—¿Porqué yo? —preguntó Gerard al cabo de unos minutos.
—La solución para la maldición de mi amo es encontrar el amor de su omega. Alguien que le cure el alma y le enseñe a vivir nuevamente.
—No creo que yo sea...
—Por favor dele la oportunidad de quedarse, falta muy poco para que el tiempo acabe y el último pétalo de la flor caiga, si eso pasa, él y yo seremos así hasta que nos llegue la hora de morir.
Gerard sintió un nudo en su estómago al recordar que efectivamente a pesar de que la flor en el cristal era muy bella, ya tenía pocos pétalos.
Los ojos de la pintura y los ojos del lobo que había visto la noche anterior, su voz fuerte, la calidez que irradiaba, su enviciante aroma, la vulnerabilidad que sentía en él y la fuerza con la que su omega latía en su interior al pensar en Frank, hizo que Gerard tomase su decisión.
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Los días habían transcurrido de manera veloz, contra todo pronóstico, Gerard se había adaptado con una facilidad enorme a vivir en el castillo y a convivir con Frank. Le había enseñado desde algo tan simple como usar los cubiertos para comer hasta sumergirse y disfrutar de una buena lectura. En las tres semanas que llevaba viviendo ahí, ambos se encerraban en las tardes en la enorme biblioteca que había en el castillo, era el único lugar que a pesar de tener polvo y un poco de humedad, se encontraba en excelente estado.
—¡No Gee! ¡Dame tu mano! —No importaba el tamaño y la robustez del lobo, tenía temor de deslizarse sobre el hielo sólido que cubría el pequeño lago en la parte trasera del castillo. Gerard por su parte se movía como una ágil gacela de un lado hacia otro, sonriendo feliz viendo cómo Frank se tambaleaba y su voz grave salía con un deje de temblor—. ¡Ayúdame!
—Con una condición —cantaruneó contento.
—Lo que quieras —dijo tratando de aferrarse con sus garras al hielo.
—Cena conmigo —propuso directo.
—Cenamos juntos todas las noches —respondió el alfa con su típico gruñido al tiempo que ponía sus ojos en blanco.
—¡No será igual! —se defendió Gerard—. Haré algo especial para ti, lo haré yo mismo sin ayuda de Freud.
—Mrrr —gruñó sin dejar de verlo.
—¡Por favor Frankie! O bueno, me puedo retirar y...
—Acepto omega —dijo sin más.
—¡Oye! No me digas omega, Gee está bien.
Con la misma sonrisa en su rostro Gerard se acercó a tomarlo de los antebrazos para ayudarlo, dejándose calentar por la calidez que desprendía el alfa cada vez que lo tocaba. Sensación que se había vuelto una de las favoritas de Gerard en el último tiempo al igual que el aroma natural que desprendía el alfa.
Durante ese tiempo Gerard se había convencido que las palabras de Freud eran ciertas. Su lobo interior clamaba por estar cerca de su alfa, lo sabía, por esa razón había sentido la atracción descomunal por visitar ese lugar. Le gustaba pasar todo el tiempo junto a Frank, le gustaba escuchar su voz gruesa y ronca, sus gruñidos e incluso la forma en la que se desesperaba por no conseguir hacer algo.
Gerard podía notar como la bondad estaba naciendo en Frank, desde aquella mañana en que juntos habían rescatado a un polluelo que cayó de su nido. Veía en su mirada a alguien bueno. Por ello se empecinaba cada día en ayudarlo, haciéndolo sentir seguro y confiado. Dándole, como su omega, cariño y ternura.
Esa noche Gerard tenía planeado confesarle a Frank lo que sentía. Después de la cena esperaba llevarlo hasta el balcón donde estaba la flor y hablar ahí con él.
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Lindsey amaba mucho a Gerard y por ello se sentía desesperada. No quería perder a su único familiar.
Tras un poco más de tres semanas de no saber nada de él, ella decidió pedir ayuda. Necesitaba buscarlo y salvarlo de un posible peligro. Acudió a muchos lugares en busca de ayuda pero nadie creyó en sus palabras, no era creíble a los ojos de nadie que un omega, hijo de la bondadosa familia Way se hubiese atrevido a hacer semejante disparate, simplemente no creían.
Su última recurso fue ir en busca del cazador de ciervos. Adam, un hombre alto y bien fornido, alfa agresivo y enamorado posesivo de Gerard, aunque él nunca le había hecho caso pues los modos del alfa le parecían repugnantes en su mayoría.
Ella sabía que cuando Gerard volviera estaría muy molesto o quizás agradecido, pero no le importaba. Ella sólo quería recuperarlo y ponerlo a salvo.
Adam le aseguró que partiría a buscarlo en ese mismo instante y que por la noche lo traería de regreso, sin importar a cuantas bestias se debía enfrentar. El alfa sacó una escopeta y la acomodó sobre su pecho, se colocó un par de dagas en los compartimientos de su cinturón y emprendió la marcha sobre su corcel azabache.
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Durante su estadía en el castillo, Gerard había estado usando ropa que Freud le había facilitado. Eran piezas un poco antiguas y en su mayoría femeninas, las cuales el peli blanco había amado al instante.
Después de terminar de preparar la cena y colocar la mesa, Gerard subió a arreglarse, unos pantalones negros, una camisa blanca de seda con mangas largas y un corsé color escarlata sobre su pecho era el vestuario perfecto, claro, combinado con sus botas negras.
Cuando estuvo listo salió pero antes de alcanzar el primer escalón de las escaleras divisó que en las de enfrente estaba su bestia. Frank lucía apuesto, había colocado sobre el pelo de su barba un lazo azul y sobre el pelo de su cabeza un pequeño copete. Ambos comenzaron a bajar los peldaños al mismo ritmo, viéndose en sincronía, contentos.
—¿Me permite? —preguntó Frank con cortesía una vez estuvieron frente a frente en el piso de mármol. Extendió su brazo hacia Gerard, ofreciéndole su ayuda.
—Enchantè —respondió después de dar una pequeña reverencia y aceptar el gesto de Frank.
Caminaron tomados de los brazos hasta el gran comedor. La estancia estaba perfectamente iluminada y por obra de Freud también, los platillos ya estaban servidos. Frank jaló la silla de Gerard y esperó a que él se sentara para empujarla y acercarlo a la mesa. Luego él tomó su lugar respectivo.
—Gracias por la cena Gerard —agradeció Frank al terminar.
El ambiente fue tan agradable y acogedor, como lo era siempre que Gerard estaba con él. Frank sentía que ese aroma suave de duraznos era la medicina que mantenía a su alfa interior en calma y le llenaba el cuerpo de calidez única. No quería perder esa sensación nunca en la vida.
—De nada Frankie, me hace feliz —dijo con un pequeño rubor cubriendo sus pómulos.
—He de confesarte también que... está noche... luces ma... más hermoso...
El rubor se expandió por todo el rostro de Gerard, se sentía pequeño en su lugar pero la felicidad que le embriagaba menguaba cualquier otro sentimiento.
—Gracias —musitó.
—Quiero que me acompañes, quiero mostrarte algo.
Gerard asintió en respuesta y después de que Frank le ayudara a levantarse de su asiento se encaminaron juntos al ala este del castillo.
Frank quería ser completamente sincero con Gerard y decirle todo acerca de él. Ya sentía la confianza suficiente pero además lo que más le impulsaba a hacerlo era la actitud de Gerard, tan bueno y comprensivo que nunca había intentado inmiscuirse en su privacidad y arrancar información de él en contra de su voluntad. Eso era algo que Frank apreciaba en demasía.
Por otro lado, Gerard le había prometido a Freud no decirle nada a Frank acerca de lo que sabía. Consideró que no era necesario atomentarlo de esa manera, simplemente sería paciente y esperaría el momento en que el alfa quisiera decirle algo sobre él.
Entraron a la misma habitación, Frank guiaba la marcha caminando despacio y con la mirada gacha. Se detuvo al sentir que Gerard se había detenido. Se giró y lo encontró contemplando la pintura rota.
—Soy yo... —dijo dejando escapar un risita—. Ven quiero que veas esto.
Acortaron la distancia entre ellos y el pedestal donde estaba la flor. Solo un pétalo yacía pegado en el tallo y la luz que irradiaba ya era más débil. Gerard preguntó a través de una mirada suplicante, el permiso para tocar el cristal y el alfa asintió quedadamente.
—Mi flor está a punto de marchitarse. Ya no hay nada que pueda hacer.
—Creo que estás equivocado.
Frank alzó su mirada, los ojos de Gerard brillaban tanto pero antes que el alfa pudiese responderle un disparo resonó en la pared.
—¡Bestia inmunda! ¡Aléjate de él! —Una persona estaba de pie al centro del balcón, al parecer había subido por ahí pues una cuerda yacía a un lado del barandal.
Frank gruñó y por instinto se lanzó sobre el otro alfa. Con un fácil movimiento le arrancó la escopeta de las manos, la dobló por la mitad y la lanzó lejos. Dispuesto a lanzar al intruso por el mismo lugar, Frank lo tomó del cuello de su abrigo y lo alzó en el aire sin esperar en lo absoluto que él clavase un par de dagas en sus muñecas.
—¡No eres más que una bestia!
—¡Adam! —gritó Gerard saliendo de su asombro.
—¿Estás bien cariño mío?
—¡No digas tonterías! ¡Deja a Frank y vete!
—¡Jamás! Éste horrible y despreciable animal te quiere dañar.
Un gruñido estrepitoso escapó de la garganta de Frank, las heridas dolían pero esas palabras le lastimaban verdaderamente además no quería que Gerard las escuchara. Le dio un empujón a Adam pero él no se quedó quieto. De manera inmediata se lanzó de nuevo sobre Frank golpeándolo y lastimándolo con las dagas.
La pelea se tornó más agresiva, entre gruñidos y golpes fuertes alcanzaron el borde del barandal. La sangre emanaba de las heridas de Frank, Gerard lloraba sin parar pues no podía ayudarlo y Adam se sentía victorioso.
Un alfa no puede permitir nunca el sufrimiento de su omega, mucho menos que él llore por su culpa. Razón por la cual las lágrimas de Gerard se convirtieron en una fortaleza repentina para el alfa. Tomó los brazos de Adam con fuerza, haciendo que soltara las dagas y lo cargó en el aire. Con un poco de impulso lo aventó hacia el jardín en la parte de abajo de su balcón, acabando con su vida inmediatamente.
Gerard no tuvo tiempo de lamentar la muerte de Adam pues Frank también cayó de rodillas sobre el suelo. Una punzada cruzó el pecho de Gerard y lo obligó a moverse con rapidez para impedir que la cabeza de Frank rebotara en el suelo.
Lo tomó con suavidad acomodando la parte superior de su cuerpo sobre sus piernas. Notó que había recibido muchas heridas y la sangre salía cual río caudaloso de su cuerpo. Su llanto se volvió más fuerte, viendo con dolor aquellos ojos avellanas, tristes y adoloridos.
—Frankie... no me dejes...
—Yo nunca fui bueno Gee —dijo en un murmullo. Una de sus garras fue acariciar con suavidad la mejilla derecha de Gerard, tratando de limpiar sus lágrimas.
—Lo eres. Para mi eres un ser bueno, quiero estar contigo —dijo y apegó su frente a la del alfa, sintiendo como una conexión se formaba. De alfa a omega, de Gerard a Frank—. Quédate conmigo por favor...
—Gee... mi omega... —dijo respirando con dificultad.
—Mi bestia, mi alfa...
Gerard lloró con más fuerza al sentir como Frank respiraba cada vez más lento. Y se desesperó, no quería perder a su alfa, se negaba a aceptarlo.
En un intento desesperado por retenerlo a su lado besó su frente, con devoción y con todo el amor puro que corría por sus venas. Gerard cerró sus ojos pidiéndole que por favor se quedara, que no lo dejara.
Sabía que quizás lo que iba a hacer no funcionase pues el lazo de alfa y omega se debía crear durante la anudación pero él necesitaba salvar a su alfa. Gerard permitió que su omega tomara control de su cuerpo, sus ojos cambiaron, volviéndose una fina línea y sus dientes también crecieron, sus colmillos largos y afilados estaban ahí, gruñó como nunca y llevó sus labios al cuello de Frank, reclamando al alfa como suyo.
Si, Gerard nunca se había considerado un omega cualquiera. Él iba en contra de las leyes y por salvar a Frank no le importaba no seguir el curso normal del ciclo.
Al tiempo que los colmillos de Gerard abrieron la piel gruesa de Frank y lo marcaron, el último pétalo de la rosa se desprendió.
La mano de Frank cayó y Gerard aulló con dolor, aferrándose con fuerza a su cuerpo, cerró sus ojos y lloró con más fuerza.
Sin embargo el cuerpo de Frank se elevó y luces amarillas comenzaron a emerger de él. Y pronto sus patas y garras se transformaron en pies y manos, su pecho peludo en un torso definido, su cabello un poco largo color café, las heridas desaparecieron y su rostro volvió a ser el mismo. Por último un rayo de luz más grande emergió de su pecho y se extendió como onda expansiva por todo el castillo, restaurando todo a su paso.
Freud a lo lejos se volvió a convertir en el hombre que fue una vez, solo que un poco más viejo.
El cuerpo de Frank cayó al suelo sobre su costado derecho, envuelto en las capas de ropa grande. Gerard limpió sus lágrimas y negó para deshacerse de la presencia de su omega, corrió hasta Frank y lo acomodó de nuevo sobre sus piernas. Retiró los pequeños cabellos de su rostro y observó con vehemencia su rostro pacífico. Sus párpados cerrados y su pequeña nariz, sus labios finos y la barba que lo hacía lucir tierno pero hermoso; y en su cuello la marca que le acababa de poner.
Gerard sonrió feliz y lo abrazó pues su acto de amor desesperado si funcionó. Frank tosió y Gerard se vio obligado a alejarse para ayudarlo a incorporarse.
—Me salvaste. —Fue lo primero que dijo.
—Tuve tanto temor de perderte que solo pensé en hacer algo. Tuve que marcarte...
—Ahora ésta bestia será siempre tu fiel compañero .—La voz de Frank ahora era más suave y agradable, ya no habían mas gruñidos.
—No eres una bestia, eres mi alfa, mi protector...
Gerard se sintió perdido al ver aquellos orbes avellanas brillar por él y sus palabras. Sintió las emociones de Frank revolucionar su pecho al igual que las propias.
—Gracias omega —dijo Frank tomándolo de las mejillas y atrayendolo hacia él.
Los ojos de Gerard se cerraron por inercia, ladeó su cabeza y se dejó hacer. Recibió los suaves y tibios labios de Frank sobre los suyos y se sintió en los cielos.
—Te amo mi Gerard —murmuró Frank sobre sus labios antes de volver a besarlo.
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