"Nuestra" base secreta
___ EREN ___
Mikasa y yo nos bajamos en la tercera parada por la que pasamos, a varios kilómetros de Londres. Todavía llueve, y el ambiente es más húmedo y frío que el de la ciudad, pues a pesar de que no nos encontramos mucho más al norte, el campo y los árboles hacen la atmósfera más limpia. Mikasa me mira esperando instrucciones, y aunque sé que probablemente me arrepienta de esto, lo cierto es que la idea que se me ha ocurrido en el autobús es demasiado tentadora.
Estudio el panorama y enseguida diviso mi base secreta, un granero abandonado que destaca en las desiertas explanadas de tierra que se expanden a ambos lados de la carretera. De no ser por la presencia de varios árboles y algunos matorrales, podría decir sin temor a equivocarme que estamos en medio de la nada.
El camino que transcurre hasta el granero es una pendiente negativa que suelo aprovechar para deslizarme con mi skate. Y esta vez no iba a ser la excepción.
-- ¿Qué hacemos aquí, Eren? -- pregunta ella, tiritando bajo su paraguas rosa. La ropa empapada debe de haberle dado frío.
-- Lo que quiero enseñarte está allí dentro -- sonrío mientras señalo hacia el granero.
La reacción de su rostro al estudiar la distancia que nos separa de mi base secreta no podría hacerme más gracia, y no me molesto en ocultarlo.
-- ¡Deja de reírte! -- me reprocha --. Hace mucho frío y está muy lejos. Además, deberías ser tú quien pusiera más excusas para andar hasta allí; sigue lloviendo y no tienes paraguas.
-- ¿Y qué sugieres, "princesita"? ¿Acurrucarnos al amparo de la parada del autobús hasta que pase el próximo? -- pongo los ojos en blanco --. Y la que va a tener verdaderos problemas eres tú: no deberías ponerte ese calzado tan complicado.
Ella frunce el ceño y baja la vista hasta sus botas altas de tacón.
-- ¿Qué tienen de malo? Son como zapatillas -- se defiende.
-- Ya. Zapatillas... -- le doy la espalda y dejo la tabla de skate en el suelo --. Espero que tus zapatillas hagan el paseo más ligero y menos húmedo. Nos vemos abajo -- me despido con una sonrisa de complicidad.
-- No te atreverás... -- gruñe, asustada, sin apartar los ojos de mi pie, que ya está sobre la tabla.
Yo sonrío confiado antes de impulsarme y guiñarle el ojo a modo de despedida, y comienzo a deslizarme pendiente abajo en dirección al granero mientras escucho a la chica gritar toda clase de improperios que jamás hubiera imaginado venir de ella.
Tengo que entrecerrar los párpados para que el agua no se me cuele en los ojos, la cual, debido a la velocidad que he ganado, me taladra el rostro y me hiela la piel. La distancia que me separa del granero comienza a ser escasa, así que me preparo para saltar; tratar de frenar a esta velocidad y cuesta abajo, sería una pérdida de tiempo. De modo que salto de la tabla justo donde la carretera se transforma en un campo de césped, y espero a que el skate se detenga sobre el césped a pocos metros por delante de mí. De no ser por la resistencia que pone la hierba sobre las ruedas, quizás tendría que haber salido corriendo detrás de la tabla para que no se fuera muy lejos.
El pequeño sendero de tierra que hay desde el asfalto hasta el granero se ha convertido en una piscina de fango por la que estoy acostumbrado a pasar. Lo que me tiene preocupado es si la "princesita" se arriesgará a mancharse sus "valiosísimas" botas. Me giro para mirar a Mikasa y casi suelto una risotada cuando mis ojos se topan con su fina figura luchando contra el viento para que el paraguas no se vaya a tomar por culo. Batalla que, contra todo pronóstico, gana el viento, y ella se decanta por correr pendiente abajo para esconderse de la lluvia lo antes posible.
Vista desde aquí, con esas botas parece un burro huyendo de una mosca, y aunque me asalta la fuerte tentación de sacar el móvil y dar vida a un nuevo vídeo viral, decido que ya me he empapado demasiado por hoy.
El interior del granero es seco y cálido, a pesar de que fuera llueve a cántaros y el viento trae un ambiente helador. Dejo el skate y mis zapatos embarrados a un lado de la puerta y me quito los calcetines para no seguir llevando húmedos los pies. Lo primero que hago es encender un fuego en la chimenea de piedra que estrené hace dos días, me quito la camiseta y la coloco sobre una silla frente a la lumbre para que se seque.
Subo por la escalera de madera que lleva a la segunda planta y busco dos paquetes de heno que sean grandes y no estén demasiado duros. Cuando me decanto por escoger los que hay más al fondo, los arrastro hasta el borde del piso y me coloco junto a la baranda de madera que me separa de una caída a la primera planta. Calculo que hay cuatro metros aproximadamente de diferencia y que el heno no debería deshacerse. Y en efecto, el heno aterriza de una pieza a escasos metros de la chimenea. Lanzo también el último paquete y me dispongo a buscar en un baúl una sábana y algo de ropa. Por desgracia, solo encuentro una camiseta limpia.
<< Quizás debería empezar a plantearme volver a casa >> dice una parte de mi mente. << O a lo mejor estaría mejor pasarme por la lavandería mañana >>.
Oigo el chirrido de la puerta del granero y sé que Mikasa acaba de entrar, apuesto que helada, hambrienta y enfadada. Sin embargo, ha debido de impresionarle la base, porque todavía no me ha recordado que soy un hijo de puta por haberla hecho correr bajo la lluvia.
La espío desde el segundo piso y veo cómo deja sus botas y calcetines junto a los míos. Avanza unos pasos por el granero mientras sus ojos estudian todo lo que la rodea, y aunque mira hacia el segundo piso, no me ve; las sombras que proyecta el fuego de la chimenea me ocultan a la perfección. Su mirada se posa entonces en los dos paquetes de heno que hay apilados frente a la chimenea, y ella los aparta un poco del fuego y los coloca bien uno al lado del otro. Se acerca a la lumbre para entrar en calor y se frota los brazos.
-- Eren...
-- Sí, dame un segundo -- digo cuando su voz me saca de mi ensimismamiento.
Bajo la escalera con las prendas colgadas al hombro, ignoro el hecho de que se ha puesto como un tomate al verme sin camiseta y me dispongo a cubrir el heno con la sábana para improvisar un sofá junto al fuego.
-- Toma, ponte esto -- digo al tiempo que le lanzo la camiseta que he encontrado en el baúl --. Imagino que no querrás coger un resfriado.
Mikasa me mira con recelo y yo pongo los ojos en blanco al tiempo que me giro con las manos en alto, como si me estuviera apuntando con un arma invisible.
-- Me debes un paraguas, que lo sepas -- me espeta, molesta.
-- Te jodes; no habrías tenido que correr calle abajo si en primer lugar no te hubieras obstinado en buscarme como una acosadora -- contraataco --. Joder, mira que ir a mi casa... Estás como una cabra.
Me giro cuando la escucho caminar hacia la silla que hay frente a la chimenea para colocar su ropa junto a la mía. Mis ojos estudian cómo le queda mi camiseta y siento una extraña presión en el pecho cuando me percato de que el cuello es tan ancho que le descubre completamente un hombro y parte del sujetador. Ella se cubre lo que puede y toma asiento en el sofá de heno.
-- ¿Quieres algo de beber? -- digo para romper el incómodo silencio que se ha hecho entre nosotros --. Te ofrecería algo de comer, pero no es mucho lo que me queda.
-- No, gracias, estoy bien.
Yo frunzo el ceño.
-- Así que prefieres ir directa al grano... -- trato de provocarla, y me siento frente a ella, en el suelo.
Mikasa me ofrece una sonrisa desinteresada y se encoge de hombros, resuelta.
-- Creo que me lo debes después de la calamidad que me has hecho pasar.
-- Está bien, ¿qué quieres saber?
Ella no se lo piensa dos veces:
-- ¿Por qué has desaparecido?
Tengo que contenerme para no fulminarla con la mirada. No es que me incomode hablar del tema, pero es más que evidente que no me gustan que metan las narices en mi vida personal. Sin embargo, soy plenamente consciente de que responder de forma evasiva solo alimentará su curiosidad.
-- A veces necesito descansar de la gente -- reconozco --. No es fácil mantener el mismo perfil las veinticuatro horas del día.
-- ¿Perfil?
-- Mejor amigo, peor enemigo, buen estudiante, hijo rebelde, rey del vodka... -- hago un ademán para quitarle importancia --. Es difícil conservar todos esos títulos. A veces me harto de todo eso y me piro un par de días.
-- O una semana... -- me reta ella.
-- O una semana -- sonrío --. Pero esta vez es diferente. No pienso volver. Estoy muy cómodo en mi base secreta.
Mi declaración parece haberla aterrado; me observa con sus ojos grises detenidamente y se estruja los dedos en su regazo, nerviosa.
-- ¿A qué te refieres?
-- Estoy cansado de mi vida, si te soy sincero. Solo quiero ahorrar y volver a Washington lo antes posible -- confieso --. Mis planes son los siguientes: ganar el concurso de rap de este invierno, buscarme un trabajo temporal que me ayude a ganar dinero y despegar el culo de esta ciudad muerta en la que no deja de llover.
Alzo la cabeza y me fijo en que un aura melancólica le ha ensombrecido el rostro. Quizás es que no me estoy tomando demasiado en serio su preocupación, pero tampoco entiendo por qué le afecta tanto; al fin y al cabo me odia por meterme con Jean y burlarme de ella..., ¿o no?
-- Todos están preocupados -- murmura ella tras un minuto de silencio --. Dicen que es normal que desaparezcas, pero sé que no están tranquilos.
Yo me encojo de hombros.
-- Creo que sé interpretar a la gente de esta ciudad mejor que tú, Mikasa, incluso a pesar de que tú llevas aquí toda la vida -- bufo al tiempo que me llevo las manos a la nuca y me tumbo en el suelo, mi mirada despreocupada clavada en el techo del granero --. No es que les preocupe mi estado, sino las consecuencias que puede acarrear en ellos.
Mikasa me lanza una mirada fulminante colmada de reproche.
-- ¿Cómo puedes decir eso?
-- Es la verdad -- me encojo de hombros --. Si me pasara algo, Marco, Reiner y Bertolt estarían muy jodidos; Armin y Connie acabarían rajándose y no se presentarían al concurso de rap porque no tendrían a nadie que les defendiera el culo; Ymir tendría que buscarse a otro que la defendiera ante la policía; a mi padre le caerían unos cuantos cargos por hijo de puta; y Jean...
Ella espera a que continúe.
-- ¿Qué? ¿Qué pasa con Jean?
Es entonces cuando reparo en la metedura de pata que estoy cometiendo. Dejo escapar un profundo suspiro por la nariz y decido que no voy a dejarme engatusar de nuevo por los ojos grises de la muchacha; si Jean se enterara de que he contado su pequeño secretito, quien estaría jodido sería yo.
-- Eren, ¿qué pasa con Jean?
-- Nada. No sé por qué he dicho su nombre -- me encojo de hombros y clavo mi mirada en el fuego --. Supongo que aún le debo una por ser un capullo integral conmigo.
-- Eres tú quien no deja de meterse con él.
-- Es él quien me exige con quién debo y no debo estar. Es más, estoy seguro de que le daría un infarto si supiera que estás conmigo.
Mikasa suelta una risita y la sombra de una sonrisa me cruza el rostro. A lo mejor sí que debería comentarle a Jean nuestra pequeña escapada.
-- Entonces..., ¿vives aquí? -- pregunta ella, jovial.
-- Exacto. Esta es mi base secreta -- sonrío, orgulloso --. La encontré hace un par de meses y vengo siempre que puedo para hacer algunas reformas. Mi objetivo es convertirla en mi hogar hasta que consiga dinero para marcharme a Washington.
-- ¿Por qué tienes tantas ganas de volver a Washington? -- dice al tiempo que se rodea las piernas con los brazos y apoya el mentón en sus rodillas.
Esa pregunta hace que me vengan recuerdos desagradables a la mente y no puedo evitar sentir una presión asfixiante en el pecho. Ella debe de darse cuenta, pues me lanza una mirada colmada de lástima y compasión, una mezcla que no me inspira demasiado ánimo. Sin embargo, sé que no todo se resuelve a mi manera: pasando del tema y liándome a hostias.
-- ¿Te apetece enseñarme tu base? -- dice para romper el silencio, y yo me olvido enseguida de las preocupaciones que me tienen tan ausente.
-- ¡Pues claro! -- sonrío al tiempo que me pongo en pie --. Mira. Esta sala de aquí será la futura cocina. No es muy grande, pero tampoco se necesita mucho espacio para una persona. La siguiente habitación es el cuarto de baño. Espera un momento a que encienda la luz y... Vale, ehm..., como puedes ver, todavía estoy un poco liado con las cañerías...
-- ¿De dónde has sacado tantas herramientas? -- pregunta ella sin poder ocultar su asombro.
-- Me las ha dejado Armin.
-- ¿Y esas tuberías?
-- Las saqué del vertedero -- me rasco el cuello y me encojo de hombros para quitarle importancia --. La gente desecha cosas que no necesita, pero no por eso son menos útiles. Ven, ten enseñaré mi habitación.
La cojo de la mano y la guío mas allá del círculo de luz que proyecta la chimenea. Mikasa duda un poco cuando nos envuelve la oscuridad y me estrecha con más fuerza, pero yo llevo demasiado tiempo desenvolviéndome en este granero como para recordar dónde se encuentra cada poste, cada pila de heno y las herramientas que siempre dejo desperdigadas por el suelo.
Me detengo cuando llegamos al fondo del granero, donde la penumbra y el frío son más palpables. Busco a tientas las manos de Mikasa y cierro sus dedos cuidadosamente en torno a los finos barrotes de la escalera que lleva a la segunda planta.
-- Lleva cuidado. Hay exactamente quince travesaños. Si ves que se tambalea la escalera o algo...
-- Eren, quizás me veas como una chica que nació entre algodones, pero créeme: puedo subir una escalera -- me provoca, socarrona.
Yo frunzo el ceño y tuerzo el gesto, hastiado de su actitud altanera, pero se me pasa en cuanto la oigo soltar una risita por lo bajo. Espero a que termine de subir para seguirla, pues aunque la escalera es resistente, no me inspira demasiada confianza. Una vez arriba, la veo explorar la sala, deambulando entre los montones de heno que hay apilados junto a las paredes de madera.
-- ¿Para qué necesitas tanto heno? -- inquiere, curiosa.
-- Ya estaba aquí cuando llegué, y debe tener sus años porque, pfff..., no sabes la de serpientes y ratas que había.
Mikasa, que está de espaldas a mí, se queda muy quieta en su sitio, como si hubiera pisado el mecanismo de alguna trampa de las película de Indiana Jones.
-- ¿Qué has dicho? -- y detecto el pánico en su voz.
Yo suelto una risotada.
-- Es broma, mujer...
Pero lo cierto es que no. Las primeras semanas que frecuenté el granero, casi me decanté por conseguirme una licencia para armas y comprarme una escopeta, pues escuchaba tantos ruidos que pensaba que se había colado un grupo de yonkis. No obstante, creo que preferí un grupo de yonkis a tener que enfrentarme a aquellos bichos del demonio. Me llevó casi un mes limpiar el granero de arriba abajo, pero valió la pena para conseguirme un paraíso para mí solo.
Mikasa se relaja cuando paso junto a ella para dirigirme a la baranda que separa la sala de una caída de cuatro metros a la primera planta. La chica se sitúa junto a mí y le lanza una mirada recelosa a la madera de la balaustrada.
-- Tranquila, es seguro -- sonrió, orgulloso de mis habilidades como carpintero en sus inicios.
Ella frunce los labios, pero apoya los brazos en la madera y observa con mirada cansada el lugar donde nos encontrábamos sentados hace un par de minutos. A decir verdad, me encanta comprobar que desde aquí puede verse perfectamente la puerta principal del granero; así puedo asegurarme quién entra o sale sin necesidad de ser visto.
-- Entiendo perfectamente que no quieras salir de aquí... -- murmura.
Yo la observo con los labios separados, atónito.
-- ¿De verdad?
-- Sí. No quiero reconocerlo..., ni siquiera me gusta pensar en ello, pero sé qué se siente cuando te cansas de intentar encajar.
Su respuesta hace que haya valido la pena haberla traído hasta aquí. No conozco demasiado a Mikasa, pero he descubierto por las pocas veces que hemos hablado que es un canario al que le han prohibido cantar. Lo sé porque es exactamente como me siento yo.
-- Puedes venir siempre que quieras -- habla mi corazón antes de que el cerebro le de una colleja --. Podría ser "nuestra" base secreta para escondernos del mundo cuando nos cansemos de todo.
Ella me mira y la débil luz de la chimenea que llega desde abajo le proyecta brillos en los ojos.
-- Además -- continúo resuelto --, hay suficiente heno como para invitar a dormir a media facultad.
Mikasa suelta una risita y le coloca el pelo detrás de la oreja.
-- Supongo que sí. Aunque debería traerme algún baúl como ese para dejar mis cosas -- dice al tiempo que señala el arcón que hay al lado de la cama.
<< No me lo puedo creer..., ¿se lo está pensando? >> canturrea mi conciencia, y analizo cómo la muchacha visualiza dónde dejará sus pertenencias. << ¡Ay, madre, que se lo está pensando! >>
-- No te preocupes por nada de eso -- y le doy amistosamente con el puño en el hombro --. Déjamelo todo a mí. Me pondré con ello mañana mismo. Hay una habitación en la parte de abajo que uso para guardar todos los trastos. Quizás podría...
Mikasa se disculpa tan rápido como me interrumpe el tono de llamada de su teléfono. Yo arqueo una ceja, pero decido no darle importancia cuando leo el nombre de Jean en la pantalla del aparato, y me cruzo de brazos mientras observo cómo le cambiaba la cara completamente al hablar con él.
-- Mmm, en casa... Sí, es que acabo de llegar de hacer la compra -- se apresura a responder, apurada --. ¿Eso te ha contado Sasha? Bueno..., sí, lo he estado buscando, pero no estaba en la residencia. Vale, no lo volveré a hacer...
<< ¿La está regañando por intentar hablar conmigo? Será capullo... >>
El vago sonido de la voz de Jean consigue molestarme lo suficiente como para hacer que se me vaya la cabeza, me acerco a Mikasa y le arranco el móvil de las manos.
-- ¿No estás llevando tu acoso demasiado lejos? -- le pregunto al Cara Caballo con un aire altanero.
Se hace un silencio al otro lado de la línea, e imaginar a Jean intentando razonar quién demonios soy hace que una sonrisa ladina me cruce el rostro. Mikasa, por su parte, parece horrorizada por lo que acabo de hacer.
-- ¿Qué coño estás haciendo, Eren? -- y parece más una advertencia que una pregunta.
-- Jugando a los toros. Adivina quién embiste y quién lleva los cuernos...
-- ¡Déjate de gilipolleces, Eren! Sé que Mikasa ha ido a buscarte a la residencia y que Marco se ha ido de la lengua. ¿Le has dicho algo?
Yo frunzo el ceño cuando soy consciente de por qué Jean está tomando tantas preocupaciones para que Mikasa no se junte conmigo. Me alejo unos cuantos pasos de ella para que no pueda oírme y continúo hablando:
-- No suelo traicionar a mis clientes, por mal que me caigan -- murmuro.
Casi me arrepiento de habérselo dicho, pues Jean deja escapar un profundo suspiro e inmediatamente sé que le he hecho un favor.
-- Casi la cagas -- me reprocha.
-- No tienes por qué recordármelo -- gruño --. Soy yo quien se está jugando el cuello y conozco los riesgos. Me aseguraré que Marco aprenda a cerrar la boca.
-- Entonces, Mikasa...
-- Le he cambiado de tema, ni te rayes -- aseguro, orgulloso --. Pero como la metas en esto te las verás conmigo.
-- Eres tú quien debería alejarse de ella, Jaeger -- ríe él, desafiante --. ¿O a caso no te has escondido en algún alcantarillado porque te busca la policía?
Tenso la mandíbula y siento un sudor frío deslizándose por mi espalda.
-- ¿Sabes qué? Que te den por culo, Jean...
Le devuelvo el teléfono a Mikasa una vez he colgado y me dispongo a bajar a la primera planta.
-- Mejor te preparo las cosas; el último autobús a Londres sale a las siete y media y ya es tarde.
Para mi sorpresa, la chica no hace ningún comentario al respecto, sino que se limita a agachar la cabeza y a ayudarme a recoger sus cosas. Cuando la veo hacer un ademán de quitarse mi camiseta le digo que no importa que se la lleve; de todas formas, mañana tengo que ir a la lavandería. Nos calzamos los zapatos y nos preparamos para enfrentar a la lluvia, pero ambos soltamos un suspiro de alivio cuando al salir comprobamos que el cielo está despejado. No obstante, sigue haciendo frío.
Andamos hasta la parada de autobús en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, y me doy cuenta de que esta hubiera sido una tarde divertida de no ser por el maldito Cara Caballo.
Mikasa se sienta en el banco que está al amparo del cristal que rodea la parada de autobús y yo me quedo de pie junto a ella, con las manos escondidas en los bolsillos de una vieja sudadera que me he puesto para no salir al exterior con el pecho al descubierto.
-- Siento lo de Jean -- murmura ella por lo bajo --. Aunque no tengo ni idea de lo que habéis hablado, sé que se ha pasado contigo...
-- ¿Qué te hace pensar eso? -- río.
-- No estoy segura... -- reconoce al tiempo que rehúye mi mirada --, pero parecías asustado.
<< ¿A caso puede leerme la mente? >>
-- ¿Asustado, yo? -- bufo --. Debes de tenerme en muy baja estima para que pienses eso...
Ella guarda silencio, pero por la forma en la que aprieta los puños, deduzco que se siente impotente por el numerito que he montado con Jean ahí dentro.
-- Ehm... Si aún no quieres mandarme a la mierda por haberte quitado el teléfono, puedes pasarte por aquí la semana que viene para ver cómo se ha quedado el cuarto -- sugiero para cambiar de tema --. Bueno, eso en el caso de que aún te parezca buena idea compartir el granero...
-- ¿Estás de broma? -- sonríe ella, y parece encantada de que aún mantenga mi oferta en pie --. Vendré encantada.
Su determinación me hace sonreír, y decido que, como me ha advertido Jean, no permitiré que Mikasa acabe metida en mis movidas.
Escuchamos el motor de un vehículo y ambos nos inclinamos hacia delante para comprobar que, efectivamente, el autobús se acerca a la parada.
-- Solo te pido una cosa, Mikasa -- digo cuando la veo ponerse en pie, y la sujeto del brazo para asegurarme de que me mira a los ojos --: no vuelvas a la residencia. Si necesitas hablar conmigo, llámame e iré corriendo a buscarte, ¿de acuerdo?
Ella asiente con la cabeza y creo distinguir la leve presencia de unos arreboles en sus mejillas. Entonces esboza una radiante sonrisa y se pone de puntillas para darme un abrazo.
-- Gracias por haberme enseñado todo esto, Eren -- dice.
Me cuesta hacer acopio de fuerza de voluntad para mover las manos y darle unas palmaditas en al espalda, incapaz de devolverle el abrazo como me hubiera gustado. Entonces Mikasa se separa de mí, entra corriendo al autobús y la veo alejarse en dirección Londres, llevándose con ella una parte de mí y los últimos rayos de sol.
Sin embargo, lo que más me sorprende no es la velocidad a la que me late el corazón, ni el hecho de que aún siento la calidez de sus manos rodeándome el cuello. Qué va, eso solo son efectos químicos del cerebro ante un estímulo al que se somete el cuerpo.
Lo que más me sorprende, es que tengo unas ganas terribles de escribir poesía.
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