Jaque mate

___ EREN ___

Mikasa cierra la puerta y yo tengo que hacer un esfuerzo para no pasear los ojos por todo el pasillo, el cual es bastante espacioso y está decorado con pequeños espejos enmarcados en madera blanca, y algunas enredaderas que se enroscan alrededor de una baranda que debe acabar en el segundo piso.

Me pego a la pared -- independientemente de lo ancho que es el pasillo -- para dejar que Mikasa encabece la marcha, y tengo que taparme disimuladamente la nariz con la mano para que el olor a perfume que desprende su piel deje de asediarme los pulmones.

Lanzo una mirada nostálgica a las escaleras cuando la chica pasa de largo y comprendo que no va a llevarme a su cuarto. Mierda; según la lógica del tito Connie, si una chica no te lleva a su cuarto, mal asunto hay.

Mikasa me invita a entrar al salón cuando nos abre paso a la habitación y dejo que mis ojos salten campantes por la decoración de la sala, fijándome en cada pequeño detalle: hay dos sofás de cuero blancos dispuestos en forma de L y una pequeña mesa de cristal los separa de una enorme televisión de plasma; tras los sofás hay una mesa más alta y grande -- también de cristal -- en cuyo centro hay un bonsái, y está rodeada por ocho sillas; hay una preciosa chimenea de piedra empotrada bajo la tele, y sobre ella descansa una pequeña repisa en la que se distribuyen varias fotografías y dos jarrones de cristal que contienen pétalos de rosa; al otro lado de la sala hay una pared de cristal desde la que se puede ver el jardín trasero.

Mierda. Connie me había advertido que no me arreglara demasiado; sin embargo, me siento como si estuviera visitando a la reina vestido en un puto saco de arpillera. Cuando salgo de mi ensimismamiento, me doy cuenta de que Mikasa me observa desde el sofá con las cejas arqueadas, divertida. Mierda; ¿cuánto tiempo llevo embobado?

Decido sentarme en el sofá contiguo en el que está ella, me inclino hacia delante, apoyo los brazos en las rodillas para entrelazar las manos y estudio el abanico de posibilidades que me depara la suerte. Le lanzo una mirada furtiva, intentando averiguar qué le ronda la mente y tenso la mandíbula cuando reparo en que estoy haciendo un gran esfuerzo para que mis ojos no se deslicen por sus piernas desnudas. 

Definitivamente, me la está jugando. Sasha ha estado con ella hasta hace poco, y hasta yo soy consciente de que no han quedado para jugar al parchís; estoy más que seguro de que Mikasa la ha llamado para pedirle consejo y que esta le ha escogido el modelito. Aunque no sé de qué me quejo; yo he tenido que recurrir al calvo y a mi rubio...

<< Si se pone falda, métele mano >> me recuerda la voz de Connie, siempre presente en mi cabeza en los momentos más críticos. Yo la aparto de mi mente con una patada de judo.

-- Bueno..., bienvenido a mi humilde morada -- sonríe ella -- ¿Te apetece tomar algo?

¿Humilde morada? ¿Está de coña? Tiene que estar de coña... Su cuarto de baño tiene que ser más grande que mi puta casa.

Estoy a punto de pedir una cerveza cuando la voz de Armin acude al rescate: << y nada de alcohol, o la acabarás cagando como siempre >>. La voz de mi conciencia frunce el ceño a modo de respuesta, pero decido hacerle caso porque sé que siempre tiene razón. 

-- Agua, por favor -- consigo decir; tengo seca la garganta.

Mikasa compone una sonrisa enternecedora, se alisa la falda de volantes tras ponerse en pie y yo estudio el movimiento que trazan sus caderas mientras se encamina hacia la cocina. La voz de mi conciencia me da un bofetón estimulador y clavo los ojos en el suelo al instante, el bochorno haciéndose cada vez más evidente en mis mejillas.

Joder, estoy nervioso.

Intento despejar la mente mientras pienso en la razón por la que estoy aquí, pero me doy cuenta de que no tengo ni puta idea de qué hago en la casa de la novia de un amigo. Se supone que es ella la que tiene que decirme algo, ¿no?, por eso me ha dejado su dirección. Vuelvo a estudiar el escenario que me rodea y chasqueo la lengua; ¿cómo puede vivir en una casa tan grande? 

Mikasa aparece de nuevo en el salón con un vaso de agua y un quinto..., espera, ¿un quinto de cerveza? Me tiende el vaso y yo tengo que hacer un acopio de fuerza de voluntad para esbozar mi mejor sonrisa. La chica vuelve a sentarse en el otro sofá y da un trago a la cerveza.

-- Creía que habías dicho que no bebías alcohol -- digo con la garganta más seca que antes. ¿Qué coño está pasando?

Ella compone una sonrisa que no soy capaz de descifrar y yo frunzo levemente el ceño, molesto por su actitud confiada. 

-- Dije que no me gustaba el alcohol, no que no bebiera.

¿Me está vacilando? ¿A que la parto?

<< Esto no va a salir bien >> el recuerdo de la conversación que tuve con Connie poco antes de llegar aquí vuelve a asediarme. << No le hagas caso, Eren, solo sé tú mismo >> me tranquiliza de nuevo Armin.

Escruto a la muchacha con la minuciosidad con la que un halcón acecha a su presa, esperando encontrar algún punto débil en el escudo tras el que se esconde para entender de qué va todo esto, pero no lo consigo hasta que sus ojos se desvían involuntariamente hacia la llave que cuelga de mi cuello.

Me la he puesto por fuera de la camiseta a propósito, y ella no le ha quitado los ojos de encima desde que me abrió la puerta, por lo que dudo que solo le llame la atención; al fin y al cabo, ella se ha trenzado varias pulseras de cuerda a la muñeca. 

¿Coincidencia? No lo creo.

Pero si hay algo que destaca de toda esta pantomima es la actitud desenfadada con la que se está comportando. ¿La habré juzgado mal desde un principio, o simplemente se ha vuelto loca? Solo se me ocurre una razón para explicar todo esto: Sasha. Ella ha estado aquí hace un momento; ¿o también es una casualidad?

-- Me gustan -- digo tras darle otro sorbo al agua, siendo plenamente consciente de que estoy entrando en terreno pedregoso --. Las pulseras, quiero decir. ¿Dónde las compraste?

La mirada gris de Mikasa salta de la llave de mi cuello a mis ojos, sorprendida. Separa la botella de sus labios y esboza una sonrisa.

-- Las hago yo -- y observa las cuerdas distraídamente --. Me recuerdan a alguien. ¿Y esa llave? ¿También es un recuerdo?

-- "Conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar" -- recito.

Un brillo eléctrico aparece en sus ojos fugazmente, y ella compone una sonrisa ladina al reconocer la cita.

-- Shakespeare... -- murmura casi incrédula. Entonces se inclina y deja el quinto sobre la mesa de cristal -- Eres muy listo.

Yo me encojo de hombros y le devuelvo la sonrisa para quitarle importancia, y aunque me alegro de haber desentrañado el mecanismo de su juego, el verdadero mérito es de ella: me ha invitado a su casa para asegurarse que tiene todos los factores a su favor, se ha puesto falda para distraerme y finge una conducta impropia de ella para confundirme.

Su intención ha sido ponerme a prueba desde el principio; al fin y al cabo, cualquier idiota puede llevar una llave colgando del cuello.

-- Tú tampoco te quedas atrás -- continúo al tiempo que tamborileo el cristal de mi vaso con las yemas de los dedos --. ¿Lo tenías todo planeado desde el principio?

Ahora es ella la que se encoge de hombros.

-- "Las improvisaciones son mejores cuando se las prepara".

Sí, definitivamente acabo de empezar un juego en el que no tengo idea de qué cartas apostar. Decido dejar el vaso de agua sobre la mesa de cristal y me pongo en pie para pasearme por el salón, metiéndome en mi propio papel de detective desesperado por encontrar a su correspondiente.

Finjo interesarme por un óleo que hay colgado junto a la chimenea, donde aparecen varias hojas secas sobre un lago en una mañana nublada de otoño. Frunzo el ceño y chasqueo la lengua.

-- Qué ironía del destino -- ríe ella tras unos minutos de silencio --, el que nuestras vidas se hayan cruzado de esta forma.

-- "El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos" -- me limito a decir sin apartar la mirada del cuadro --. Podría haberme quedado en Washington de haberlo querido. Incluso podría haber vuelto a Alemania.

Mikasa frunce el ceño levemente, sin terminar de comprender mi apunte. Se remueve incómoda en el sofá y yo vuelvo a pasearme por el salón, esta vez para detenerme frente al bonsái que hay sobre la mesa del fondo.

-- ¿Por qué estás aquí entonces?

-- Puro negocio -- me encojo de hombros --. Aquí la moneda tiene más valor, y mi padre tiene asuntos empresariales por la zona, así que aquí estoy.

-- ¿Vivías antes en Alemania? -- su voz delata curiosidad.

-- Soy alemán.

-- No me lo dijiste -- y frunce un poco el ceño.

-- Nunca me preguntaste.

Mi nueva actitud evasiva y reservada está dando sus frutos y el escudo de Mikasa está haciéndose añicos paulatinamente. Escucho cómo se pone en pie y sus pasos hasta que se detiene detrás de mí. Me permito el lujo de sonreír aprovechando que estoy de espaldas a ella y no puede verme.

-- ¿Y bien? -- parece molesta.

-- ¿Qué? 

-- ¿Qué pasa con "Mientras caiga la lluvia"? ¿Volvieron a verse? ¿Hubo un final feliz para ellos?

Tengo que morderme el labio inferior para que la curva de mi sonrisa no se pronuncie, entrelazo las manos a la espalda y me balanceo hacia delante y hacia atrás un par de veces antes de volver a moverme.

-- No sé a qué te refieres -- me hago el inocente y me coloco frente a la chimenea para estudiar las fotos que hay sobre la repisa, asegurándome de que Mikasa sigue a mis espaldas y no puede ver el brillo de la diversión en mis ojos.

-- El poema que escribías. Los protagonistas se reunían en días de lluvia en el mismo callejón donde se encontraron por primera vez -- se apresura a recordarme --. Ella estaba prometida y él padecía una enfermedad terminal. ¿Qué pasó con ellos?

Chasqueo la lengua y maldigo mentalmente mi ingenio romántico y melodramático de hace varios años. Todavía no duermo tranquilo sabiendo que nunca terminé de escribir los últimos versos. Me encojo de hombros y decido no darle demasiadas vueltas.

-- Yo qué sé... -- y hago un gesto con la mano para quitarle importancia --. El novio se enteraría, ella viviría en la vergüenza y él moriría asesinado por el padre antes de que la enfermedad lo consumiera.

Me giro para enfrentar la expresión horrorizada de Mikasa y no puedo evitar sentir una punzada de arrepentimiento por haber soltado lo primero que me ha pasado por la cabeza; no esperaba que le interesara tanto el desenlace de la historia. Ella frunce el ceño y me fulmina con la mirada, molesta.

-- Carla jamás dejaría que asesinaran a Grisha -- me espeta.

Yo me encojo de hombros y pongo los ojos en blanco.

-- Carla era estúpida... -- bufo por lo bajo.

-- Estaba enamorada -- protesta Mikasa.

-- Si tan enamorada estaba, podría haberse fugado con el trotamundos en vez de someterse al matrimonio concertado de una acomodada familia noble.

Mikasa abre la boca para replicar algo, pero vuelve a cerrarla cuando la fulmino con la mirada. Tras unos minutos de silencio, suavizo la expresión y dejo escapar un profundo suspiro de resignación.

-- ¿Por qué no has pensado un final? -- dice ella finalmente cuando vuelvo a darle la espalda.

-- La inspiración no te llega mirando por la ventana -- resoplo, hastiado del tema.

-- ¿Y por qué no lo intentas ahora?

Me vuelvo para mirarla con las cejas arqueadas, sorprendido por su propuesta. ¿Se ha vuelto loca? 

-- Ese poema era para ti -- trato de explicarle --. Mira, me alegro de verte en persona, Mikasa, pero "no busques en nidos de antaño, pájaros volando".

-- ¿Eso también es de Shakespeare? -- inquiere, ignorando por completo el resto de la frase.

-- No. Es de Cervantes. Y si ya hemos terminado de hablar, llego tarde a un ensayo de rap -- digo al tiempo que miro el reloj imaginario de mi muñeca.

Hago amago de salir del salón, pero ella me bloquea el paso.

-- Espera. ¿Por qué dejaste de escribirme? 

-- Ya te lo he dicho: no estaba inspirado -- bufo.

-- Desapareciste -- insiste ella, encarándome.

-- ¿Qué más da el motivo? Dejé de hacerlo porque consideré que era lo mejor. Punto.

-- Podrías haberme avisado de que te mudabas...

-- Podría haber hecho muchas cosas, Mikasa, pero no me dio la gana -- le espeto --. ¿Qué pasa? ¿Aún crees que hay algo?

El repentino sonrojo que aparece en sus mejillas casi me desconcierta. Ella frunce el ceño, molesta por mi acusación.

-- Es evidente que no -- dice al tiempo que hace un gesto con las manos para englobar la situación.

-- Ya, claro... Me lo suponía -- sonrió con sorna, y pongo los ojos en blanco.

-- Que quede claro que me gusta otro -- y me mira de arriba abajo con desdén --. No eres el centro del mundo, Eren Jaeger. 

Su descaro me hace sonreír, y sé que es ahora, cuando más iracunda está, cuando puedo darle la vuelta a la tortilla.

-- Jean, ¿no?

-- Sí -- y el rojo de sus mejillas incrementa.

-- ¿Sabes que es un imbécil posesivo y que tiene una cara de caballo, verdad? -- trato de provocarla.

Ella se queda a dos pasos de mí, me golpea el pecho con un dedo acusador y abre la boca para decir algo, pero el sonido del timbre de la puerta la interrumpe. 

<< Uf, salvado por la campana >> la voz de mi conciencia se deja caer en un sofá de cuero y brinda por el dulce sabor de la victoria.

-- Ha estado bien, nuestro juego -- digo al tiempo que una sonrisa ladina desfila por mi rostro --, así que no me importaría repetirlo otro día. Pero por el momento -- y le aparto la mano cuidadosamente --, jaque mate. 

Esta vez la esquivo y me encamino hacia la salida, sin embargo me obligo a borrar la sonrisa de mi rostro cuando me encuentro a Jean Kirstein al otro lado de la puerta. La voz de mi conciencia escupe todo el champagne con el que había brindado.

-- ¡Vaya, Jean, qué sorpresa! -- canturreo con mi mejor sonrisa.

-- ¿Qué coño haces aquí, Eren? -- suena enfadado, pero sus ojos delatan sorpresa.

-- Ya sabes, pasaba por aquí. Pero yo ya me voy... -- me acerco a su oído y le pongo una mano en el hombro --. Menos mal que has llegado; de no ser por ti, no sé qué habría pasado -- le susurro.

Noto cómo se le tensan los hombros y aprieta la mandíbula, y tengo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Me apresuro a bajar los escalones de la fachada y vuelvo a esconder la llave bajo la camiseta.

-- ¡Eren! -- cuando me vuelvo, Mikasa está en la puerta, iracunda, y Jean la mira con cara de no entender una mierda --. Esto no ha terminado.

Yo le guiño un ojo, me despido de Jean con un gesto de cabeza y me meto las manos en los bolsillos antes de cruzar la calle.

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